El primer sueño de la humanidad
Maximiliano Barrientos
Martes 13 de setiembre de 2016
¿Cómo se adquiere el oficio de escritor? ¿Cómo abrirle paso a una historia a través de las palabras? ¿Qué es la voz literaria? El autor de Una casa en llamas alrededor de los consejos y respuestas de firmas como las de Faulkner, O'Connor, Hemingway, Kristof, Cormac McCarthy, Carver, Duras, entre otros.
Por Maximiliano Barrientos.
“Aunque hay una parte de la escritura que es sólida y a la que no se le hace daño hablando de ella, hay otra parte que es frágil, y si uno habla de ella, la estructura se agrieta y uno se queda sin nada”.
Ernest Hemingway
La escritura tiene pólvora. Cuando está mojada hablo de más, cometo indiscreciones, me vuelvo sarcástico sin ningún otro motivo que hacer daño o exhibirme de forma indecorosa. Al secarse trabajo en una mecánica que es propia del cuerpo y propia de lo que está también afuera del cuerpo: no en las opiniones, en lo que está más allá o más acá de la mente.
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La ansiedad emerge cuando no hay una historia que sirva para canalizar aquello que en un principio no es narrativo. Cuando aparece, la ansiedad se disuelve. La historia es un pretexto para que se manifieste aquello que cuando era muy joven, con un amigo escritor, nos gustaba llamar ‘mierda’.
Este novelista tiene ‘mierda’ y este otro no la tiene. Esa era la diferencia que hacíamos en esos años. Si escribía bien o mal era un problema secundario. Hablábamos de estas cosas bebiendo cervezas en un bar de Cochabamba llamado El Griego. La ‘mierda’ no tenía que ver con la arquitectura de la trama, si no con aquello que no podía ser ocasionado a voluntad, un don, una manera de mirar el mundo. Tenía que ver con la fuerza, aquello que se encontraba presente en el ADN de ciertos escritores y ausente en el de otros. Cuando teníamos veinte años era lo único que importaba de verdad. Leíamos para provocarnos emociones.
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Desde hace algún tiempo dicto talleres de escritura creativa. Hay una frase de Vladimir Nabokov que repito al inicio de las sesiones, pertenece a la introducción de Cursos de literatura europea: “El estilo y la estructura son la esencia de un libro; las grandes ideas son idioteces”. Tardé años en comprenderla, pero ahora es una de las pocas certezas que tengo. La defiendo a muerte, ya que sólo si abordamos los libros desde esta premisa respetamos la autonomía de la ficción.
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Me paso horas viendo peleas de MMA, es casi tan saludable como releer algunos de mis libros favoritos. Me recuerda que en sus mejores momentos la literatura trata del cuerpo y trata del movimiento y trata de la intensidad y trata de la velocidad y trata de cómo la técnica correctamente usada potencia todas estas cuestiones. Las armoniza, por decirlo de algún modo.
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Hay escritores que son más interesantes en sus entrevistas que en sus novelas, espero nunca convertirme en uno de ellos. La inteligencia no es, de lejos, una virtud capital a la hora de escribir ficción. Siempre descreí de aquellos que justificaban novelas anémicas diciendo que entendían a la literatura como un ‘problema’, como si esta se tratara de un algoritmo.
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En Cuarenta y un intentos fallidos, el famoso perfil que la escritora y periodista Janet Malcolm hizo del pintor David Salle, el artista mencionó lo siguiente: “Una pintura tiene que ser la experiencia, en lugar de aludir a ella. Quiero tener y dar acceso al sentimiento. Esta es la manera más arriesgada y la única importante de conectar el arte al mundo, de darle vida. Todo lo demás sólo son sucesos de actualidad”.
Esto se podría aplicar a la literatura: los libros que me interesan intentan posicionarse como experiencias, es por eso que me cuesta digerir narrativas que son demasiado conscientes de sí. En la medida en que esto ocurre, el pacto de lectura se rompe, el libro me expulsa. Algo parecido también me sucede con la ironía. Me gusta la ironía en una reunión de amigos, en una película dominguera, pero en la literatura me resulta intolerable.
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Cyrill Connolly creía que todo novelista debía tener compasión por otras vidas, por más insignificantes y patéticas que sean. Si sólo hay desprecio, nunca se podrá ser un narrador: a lo mucho, con suerte, un buen escritor de aforismos.
Quizás estaba pensando en sí mismo.
Una lucidez despiadada atenta contra el instinto del escritor. Creo que por ahí iba la intuición de Connolly en La tumba sin sosiego. La cita textual es la siguiente: “Aquellos a quien consume la curiosidad por los demás pero no los aman deberían escribir máximas, ya que alguien que no ame al prójimo no puede convertirse en novelista”. Más adelante: “Si no nos interesan en absoluto las idiosincrasias de las personalidades menores, debemos resistirnos a la novela, que nos acabará pareciendo tan grotesca como el retrato de un concejal a un lama tibetano”.
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Me gusta saber poco de la historia que estoy contando. Me gusta hacer una pausa, irme a un bar y bajarme cervezas mientras miro cómo se abre camino en la cabeza. Paulatinamente voy conociendo a los personajes: eso preserva intacto el misterio. Al día siguiente retomo la novela teniendo una idea parcial de por dónde tengo que ir.
Con los cuentos opera un mecanismo distinto debido a que la escritura de estos es espontánea. Me puedo pasar años trabajándolos, pero las primeras versiones siempre salen de una sola sentada.
Si conozco a plenitud la historia que estoy escribiendo me bloqueo. Me aburro, pierdo el interés en lo que estoy contando.
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Todo lo que escribo tiene que ver con el pasado. No insinúo que escriba en clave autobiográfica, sostengo que mis personajes tienen una obsesión con la memoria.
Giorgio Agamben anotó en Idea de la prosa: “Aquí el recuerdo, que nos restituye la cosa olvidada, la olvida en cada oportunidad, y este olvido es su luz. De aquí, no obstante, que se materialice en nostalgia: una nota elegíaca vibra con tanta tenacidad en el fondo de toda memoria humana que, en el límite, el recuerdo que nada recuerda es el recuerdo más fuerte”.
Irse al pasado a través de la ficción es una forma de desplazamiento forzada, es un viaje guiado, similar al turismo que ocurre en los países con régimen dictatorial. Recorrer las ruinas de la adolescencia a través de un puñado de cuentos o novelas es como ir por unos días a Corea del Norte y contemplar las calles y la arquitectura, sus emblemas nacionales, sus parques y edificios, su gente quieta, aguardando el colectivo, o transitando por las veredas: ver todo esto desde la vigilancia de un séquito gubernamental.
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La literatura que me interesa le da cuerpo a lo que nunca sucedió, nos hace mirar cómo pudo haber sido la vida si hubiera habido otra clase de suerte, si hubiera habido más coraje o menos testarudez, si hubiera habido compasión en vez de orgullo. Esos recuerdos falsos que pueblan a los libros importan por ser mera posibilidad, por su consistencia de fantasma, por moverse en los márgenes de aquello que no ha sido enviciado por el hecho.
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Se debe amar el trauma para poder escribir sobre el trauma. Cuando este todavía es violencia en el cuerpo hay que dedicarse a otra cosa. Cuando se encuentra en forma pasiva hay que buscar la historia que permita que fluya como un solo de guitarra. Es un proceso, lleva tiempo. Quizás esa sea una de las razones por las que veo con sospecha a los escritores que se reinventan tan fácilmente de un libro al otro.
La ficción ocurre cuando uno se acostumbra a vivir con eso que al principio apareció como malestar, cuando se lo habita sin tratar de domesticarlo. No importa sobre qué se escriba, no importa si lo que se cuenta sea producto de la invención más descarada: en el corazón de toda historia con fuerza siempre hay algo real, aunque esto real no tenga equivalencia con los eventos que se narran.
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La escritura se vuelve un oficio cuando la nostalgia y el dolor acaban, y sin embargo, a pesar de esa ausencia, se sigue haciendo novelas y cuentos.
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Nos enfrentamos al cuerpo una vez que el pasado pierde su centro de gravedad. Cuando esto ocurre el cuerpo es el verdadero misterio: las venas y la sangre y los músculos, las glándulas y la tos, la caspa y las pequeñas cicatrices.
La pregunta abrumadora es cómo habitar el cuerpo una vez que la nostalgia se vuelve agria, una vez que la memoria ya no resulta ese lugar tan cómodo para perderse. ¿Qué tipo de libros se escriben cuando esto ocurre?
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¿Cuántas veces ocurre el acto en su pureza? ¿Acaso esta no es la pregunta implícita que toda novela o cuento intenta responder? ¿Acaso la narrativa no es un montaje que pretende reproducir y preservar estos acontecimientos puros, estas piedras en las que se cimentó la memoria?
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En todos los libros que me conmovieron el lenguaje nunca fue el protagonista. Esto, sin embargo, no quiere decir que haya sido un mero instrumento. Cuando lo pensamos desde esta perspectiva ya no estamos pensando en literatura: pensamos en sociología, pensamos en textos de auto-ayuda.
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Quizás estamos condenados a fracasar, ya que contamos una y otra vez la biografía de la mirada, no la del acontecimiento. Como dijo William Faulkner: hay que fracasar mejor en cada nueva oportunidad.
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En la literatura que me interesa, la memoria es una prolongación del tacto. No hay una distinción marcada entre lo puramente sensorial y las pulsiones subterráneas. Hay una simbiosis: es desde ahí donde surge la prosa. Es ahí cuando la prosa corta, desgarra.
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Agota Kristof, una de las grandes estilistas del minimalismo, hizo su obra en una lengua que no era la materna para poner una distancia entre el terror y la escritura. Ella lo explicó en una entrevista con su ya legendaria parquedad. Se habla de Beckett, de Nabokov, de Conrad, de Cioran, de Kundera, de Hemon como autores que hicieron ese traspaso tan radical a otro idioma, pero ninguna de las explicaciones que dieron me resultó tan coherente y tan demoledora como la propiciada por la autora de El gran cuaderno: escribir desde una lengua extranjera modifica los mecanismos de percepción, propicia una objetividad idílica.
Narrar el dolor desde una objetividad extraterrestre: en eso consiste la poética de Kristof, y en algún sentido, también la de Cormac McCarthy.
En ese tono que consiguen se excluye el tremendismo: la violencia se despoja de sus connotaciones usuales. La literatura, más que ofrecer mecanismos interpretativos, debería hacer un trabajo inverso: desarticular lo que usualmente se asume como dado, desvalorizar los actos.
No hay ficciones morales, hay respuestas morales a la situación planteada por la narración.
En ese trabajo de desmontar la construcción de sentidos hay un efecto de iluminación.
La ficción que intento escribir y que leo con devoción corre en contra de lo que la moral y el sentido común establecen como convención, su velocidad pulveriza las creencias, y por lo tanto, enseña a mirar.
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Gloso un consejo de Raymond Carver, me parece uno de los más útiles que he escuchado: escribir cuentos o novelas con un poco de material autobiográfico y con mucho material inventado. La mixtura de los dos registros en esas proporciones concede la seguridad de un terreno familiar y la libertad de irse por la dirección más inesperada. La fidelidad extrema a lo autobiográfico puede actuar como un corsé. Lo autobiográfico, en ese sentido, siempre es un punto de partida para perderse en lo desconocido, nunca un punto de llegada.
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El pudor y la abstracción son el gran cáncer, los enemigos acérrimos de la ficción. Para vencer al pudor se requiere valentía y egoísmo. Con respecto a la valentía no necesito explayarme. El egoísmo es vital porque, en última instancia, el escritor debe aceptar que sus libros pueden dañar a las personas que ama, tiene que aprender a vivir con ese hecho.
Para vencer a la abstracción se requiere ser consciente, en todo momento, que lo que se está contando no son grandes ideas ni emociones sublimes ni visiones desgarradoras ni siquiera juicios categóricos sobre el mundo o sobre las personas, sobre la belleza o sobre la naturaleza del mal. Lo que se está contando es una historia, una serie de acontecimientos organizados en la acción dramática.
Si el lector también experimenta algo de lo antes mencionado, entonces ocurre un acto de gracia o un feliz accidente.
Esto, por su puesto, ya lo dijo Flannery O´Connor.
Aunque lo más importante de la novela o del cuento no pase sólo por la historia, lo único de lo que verdaderamente es responsable el escritor es de contarla de la mejor forma posible.
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En un bello ensayo titulado Escribir, Marguerite Duras anotó lo siguiente: “(la literatura) se acerca a un salvajismo anterior a la vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma. Uno se encarniza. No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte de lo que se escribe”.
Me gusta lo último: el catálogo de miedos desde donde surgen los libros nunca podría convertirse en literatura si es que el escritor no fuera lo suficientemente fuerte para sobreponerse a esas imágenes propuestas por el inconsciente, a todo aquello que si no estuviera filtrado por el estilo y por la técnica, sería sólo trauma. Entonces, más allá del talento, más allá de la destreza, hay un valor que también es imprescindible: el coraje.
Algunas páginas más adelante, Duras soltó algo que me parece fundamental: “Estar sola con el libro aún no escrito es estar en el primer sueño de la humanidad”. Eso es lo primordial en literatura, pero no es un tema que pueda ser discutido. En un encuentro de esta naturaleza estamos condenados a hablar de lo que bordea a ese misterio, minucias con las que podemos entretenernos durante un rato, con las que podemos polemizar.
La presente ponencia fue leída por el autor en el marco del Encuentro de Escritores Iberoamericanos en Cochabamba.