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El otro Flaubert

Por Jordi Llovet

"Flaubert, en efecto, tuvo siempre mucho cuidado en esconderse, en disfrazar sus opiniones personales cuando se ponía a ejercer el único oficio que le interesó siempre y para el que estuvo dotado, sin duda, como muy pocos en la historia de la literatura contemporánea". El prólogo a Razones y osadías (China Editora), que compila "las opiniones contundentes" del autor de Madame Bovary

Por Jordi Llovet. 

 

«¡Qué grande sería Balzac, si hubiera sabido escribir!»; «Odio la democracia (por lo menos tal como la entienden en Francia)»; «Conozco el Rafael de Lamartine. Es la última palabra en materia de estupidez pretenciosa»; «Quizá sea una afición perversa, pero me gusta la prostitución, y me gusta por ella misma, independientemente de lo que hay debajo»; «Experimento, contra la estupidez de mi tiempo, olas de odio que me asfixian. La mierda me llega hasta la boca»; «Nunca me afeito la barba sin echarme a reír, de lo muy estúpido que me parece»; «El mundo se va a volver tremendamente imbécil. Durante los próximos años, la cosa va a resultar muy aburrida».

Éstas no son más que algunas de las opiniones contundentes de Flaubert, que el lector va a encontrar en las páginas que siguen. No son las más brutales; acaso solo algunas de las más aforísticas, ejemplares todas, y un buen resumen del otro estilo de Flaubert. Pues hay un Flaubert narrativo, que todo el mundo conoce sobradamente, y hay otro Flaubert, el de su Correspondencia, que poco tiene que ver, por lo menos en apariencia, con el Flaubert que hemos leído y hemos estudiado en los manuales de la prestigiosa —con razón— literatura francesa.

Flaubert, en efecto, tuvo siempre mucho cuidado en esconderse, en disfrazar sus opiniones personales cuando se ponía a ejercer el único oficio que le interesó siempre y para el que estuvo dotado, sin duda, como muy pocos en la historia de la literatura contemporánea. El «oso de Normandía», como solía definirse a sí mismo, no dejó nunca de guardar en la memoria la máxima de Epicteto, según la cual es necesario «abstenerse», «esconderse» y pasar tan desapercibido como sea posible. Nadie discute que lo consiguió de una manera absoluta en su obra literaria. Pero otra cosa, como ya he dicho, es lo que se encuentra en su fastuosa y extensísima correspondencia, que Flaubert, naturalmente, no se tomó la molestia de recopilar, pero sí sus primeros estudiosos, antólogos y editores póstumos.

Si nos atuviésemos solamente a su obra literaria, ¿alcanzaríamos a conocer un perfil global de la persona de Flaubert? Difícilmente. Es cierto que Madame Bovary se halla impregnada de ese desprecio por las costumbres de la pequeña burguesía tan característico en el novelista francés, y que Homais, el famoso farmacéutico que recorre toda la novela, aspirando a la condecoración de la Legión de Honor, no es la única diana de esa rabia visceral que Flaubert experimentó toda su vida por la mezquindad humana y por las más diversas y gloriosas —según con qué humor se mire la cosa— estupideces de los hombres, la cultura y la política de su tiempo. También es cierto que en La educación sentimental, trasladadas en cierto modo el ambiente urbano del París de en torno a la Revolución de 1848, reaparecen más abiertamente las categorías críticas que se entreveían en su primera novela. Así mismo, Bouvard y Pécuchet, esa obra póstuma que algunos —como Jorge Luis Borges— consideran la cima de la novelística francesa moderna, esa historia de dos bonhommes —entre buenas personas y calzonazos— que abandonan París para dedicarse a los más diversos experimentos y estudios en una casa del campo de Normandía, no pasará inadvertida a todos aquellos que insistan en querer hallar, en la novelística de Flaubert, señales de su concepción del mundo y de su opinión sobre sus contemporáneos, en sus facetas más variadas.

Sin embargo, resulta ya mucho más complejo, por no decir imposible, pretender encontrar en las páginas de dos novelas tan raras como Salambó o Las tentaciones de San Antonio —la primera basada en la guerra de los mercenarios en la Cartago del siglo III antes de Cristo; la segunda localizada en el desierto de la Tebaida en el siglo IV de nuestra era— rastros inequívocos de las opiniones del escritor acerca de tiempos pretéritos, o acerca de su tiempo y de su mundo.

En realidad, si eso resulta imposible en estos casos, y difícil en aquellos, es por la sencilla razón de que Flaubert se propuso siempre de una manera deliberada —quizás a modo de reacción contra los «realistas» como Balzac— permanecer oculto entre las bambalinas de su teatrum mundi, es decir, de su obra literaria. Haber alcanzado esa suprema objetividad como escritor, haber conseguido permanecer invisible en sus miles de páginas artísticas como sujeto consciente de una circunstancia histórica que, en suma, le determinó, eso es precisamente lo que le aseguró la gloria literaria que posee y lo que permitió que su obra fuese considerada el verdadero punto de arranque de la expresión literaria contemporánea, del mismo modo que Baudelaire es legítimamente considerado el fundador de la poética de la modernidad.

Si a esto añadimos el hecho de que Flaubert no escribió otra cosa —aparte de sus cinco novelas, sus tres cuentos y algunos tientos en el campo del teatro— que unos cuantos cuadernos de viajes sin pretensión artística literaria alguna y un olvidado ensayo sobre la poesía de su amigo Louis Bouilhet —quizás su única pieza de crítica literaria conocida—, entonces resultaría una tarea de todo punto imposible, e inútil, intentar entresacar un conjunto de aforismos o pensamientos de Flaubert del cuerpo de lo que suele entenderse como su «literatura». No; en efecto. No era ese cuerpo al que había que acudir si se pretendía hilvanar el pensamiento de Flaubert sobre todas las cosas humanas y divinas, que es lo que se entiende que realiza un escritor cuando expresa sus opiniones, a título personal, bajo la forma de pensamientos, aforismos, máximas o sentencias.

Es una suerte, pues, que de Flaubert poseamos también esa correspondencia extensísima, iniciada a los nueve años y acabada en sus últimos días de vida —un total, todavía provisional, de más de tres mil cartas—, en las que, ahora sí, Flaubert dio rienda suelta a sus puntos de vista sobre las cosas más varias que quepa imaginar. La literatura, ante todo —y con ella la crítica literaria y las obras de sus compañeros de oficio—, pero también la política y la historia moderna, las mujeres y lo más diversos aspectos de la vida sexual, la melancolía, la estupidez de los burgueses, el viajar y muchos otros temas, aparecen glosados, comentados y enjuiciados en esta correspondencia con una claridad expositiva y una desinhibición que no tienen, tampoco en este caso, paralelo en la historia reciente de la literatura francesa. Es comprensible: un autor que se cuidó tanto de permanecer oculto en los distintos escenarios de su obra narrativa, parecía forzado a mostrar el otro lado de su vida en unos papeles de uso privado, escritor de corto circuito, sin ánimo alguno de ser homologados con su producción artística y con menores pretensiones, todavía de llegar a la pública opinión. Todo lo que se presenta como pura hipótesis o como alegoría en la obra literaria de Flaubert —su abominación de la estupidez en general, y de la francesa en particular; su relativa misoginia; sus costumbres rabelesianas, su descaro ante los más íntimos asuntos de la vida amorosa, etc—, se presenta como confesión y como dardo, como arma arrojadiza y como acusación, entre las líneas de esa escritura privada que llamamos correspondencia. Sería, sin duda, un ejercicio de primer orden para un crítico literario establecer los posibles paralelismos entre el Flaubert artista y esas opiniones descarnadas del escritor de cartas; y esa tarea debería empezar, inevitablemente, por la correspondencia flaubertiana; pues en ella, y no en su obra literaria, se encuentra el único Flaubert verdadero. Puntualicemos: tal como el lector observará en el fragmento n° [8] de esta antología, Flaubert creía, por lo que respecta a los escritores, en dos tipos de verdad: la Verdad del arte y la otra verdad, la verdad existencial, la verdad biográfico-histórica que siempre resulta previa, o cuanto menos simultánea, a todo acto de creación literaria. En el caso que nos ocupa, que es el de uno de los más grandes genios literarios que ha dado Europa en los últimos cinco siglos, esas dos verdades solo pueden articularse si se empieza por un conocimiento exhaustivo de todo lo que Flaubert dice en primera persona en su Correspondencia: ahí está Flaubert, el hombre; en sus novelas y cuentos está el escritor, el artífice. En este caso, el artista no llega a convertirse en la negación del corresponsal —cosa impensable, pues quien escribe es la misma persona—, pero sí en su más ingenioso encubridor. De modo que leer la Correspondencia de Flaubert equivale a hallar los hilos principales por los que se reconstruye el sentido de sus fabulosos ovillos narrativos; recorrer atentamente esa literatura que no quería serlo es la única manera de completar el sentido de la otra, de la que quiso ser Verdad artística, y que alcanzó tan categoría con méritos sobrados.

Pero hay algo más. Siendo Flaubert, según la opinión crítica e histórica de los lectores de cualquier tiempo, novelista ante todo, en cuanto se tuvo acceso a su Correspondencia surgió la tentación de ver en esas cartas, también ante todo, al profesional de la literatura que se para a reflexionar sobre su oficio. Esa tentación se hizo aún más forzosa cuando se vio el periodo de redacción de Madame Bovary se correspondía con una larga serie de cartas importantes, las enviadas a Louise Colet —amante de Flaubert por aquellos años (1851-1855)—, que están plagadas de reflexiones sobre la literatura en general y, en particular, sobre el proceso de redacción de su primera novela publicada. Así, uno de los primeros antólogos de las cartas de Flaubert —una vez se hubo conocido y editado la mayor parte de su Correspondencia—, Geneviève Bollème, publicó en 1963 una selección de las cartas de Flaubert denominada Préface à la vie d’écrivain, que reducía la vasta personalidad del autor y sus más extensos intereses a la dimensión profesional del escritor, es decir, a todo lo relativo al arte de la novela y al arte de escribir. Este gesto, cometido sin mala intención ni asomo de censura, evitó durante muchos años que se divulgaran aspectos del pensamiento de Flaubert que, sin ser más importantes que los referidos a las letras, resultaban insoslayables para hacerse una idea global del autor normando como escritor y como sujeto en la historia de Francia en los años de su vida.

Esa famosa antología —espléndida por lo demás— fue responsable de algo así como una reiteración: subrayó y remachó el aspecto de Flaubert que ya conocía todo el mundo, el del hombre de letras cerrado en una torre de marfil, atento por encima de todo a la perfección del estilo, al mot juste y a la rotunda sonoridad de todas y cada una de sus frases. En cierto modo, esa antología encerró la leyenda del escrupuloso Flaubert en los arcanos del mito. Y, una vez construido y consolidado ese mito, como sucede con todos, Flaubert quedó encasillado, para el gran público, en un compartimiento que le pertenece con plenos derechos, el del «gran escritor consciente de su trabajo», pero quedó también expulsado de los terrenos mucho más vagos —pero siempre importantísimos— en que se movieron sus múltiples actividades cotidianas y en los que se forjaron sus opiniones de todo orden, además del literario.

Ese modo de recepción de Flaubert no sufrió, a mi juicio, grandes variaciones hasta la aparición de un libro como el de Jean-Paul Sartre, L’idiot de la famille, que vinculó la artificiosidad de Madame Bovary con la ideología burguesa en cuyo seno se educó Flaubert, o, en el extremo opuesto, hasta la publicación de un libro como El loro de Flaubert, de Julian Barnes, que puso sobre el tapete la historiografía, y más aún en la mesita de noche de todos sus lectores, la dimensión humana, demasiado humana, de ese monstruo de las letras europeas modernas. En un derroche de conocimientos generales —historia, sociología, psicología, filosofía—, Sartre incardinó la obra y la persona de Flaubert en el magma de la compleja realidad francesa, en todos sus órdenes, en torno a los años cincuenta; en un curioso ejercicio de «desmitificación», el también novelista Barnes —la cosa es sintomática— fue uno de los primeros en cometer la osadía de sacar a Flaubert de los altares de la «historia de las glorias literarias» para sumergirlo, razonablemente, en el mundo lleno de mezquindades, azares, pasiones y circunstancias peregrinas que, necesariamente, envolvió a Flaubert como arropó a cualquier escritor en su momento. Es más: Barnes, y con él un puñado de biógrafos sin complejos ni veleidades hagiográficas, restauraron para los lectores, para la crítica y para los propios historiadores de la literatura el perfil completo de un hombre que, si por un lado fue uno de los más grandes estilistas de la lengua francesa, fue también, por otro lado, una de las personalidades más fascinantes y más reveladoras de la situación política, social y moral de los escritores en la Francia del Segundo Imperio. Esta nueva crítica —de cuño mucho menos académico, como era de esperar, que la universitaria de siempre— puso al lado del perfecto diseñador de periodos y maniático constructor de edificios narrativos, lo que también Flaubert había sido: un perfecto bruto en materia amorosa, un perfecto reaccionario en materia política y un perfecto irreverente en materia de religión.

Además, ese otro gesto —tanto el de Sartre como el de Barnes— no consistió solamente en una especie de compensación por los daños causados por la crítica tradicional, ni fue sólo un acto de desagravio o de justicia hacia la completa y engorrosa personalidad de Flaubert. Señaló también, quién iba a decirlo, una de las claves de la propia poética flaubertiana. Especialmente el segundo de estos autores, y otros comentaristas de su mismo estilo, pusieron de manifiesto precisamente el elemento gracias al que sostiene la entera concepción de la literatura de Flaubert: la ironía, el humor. Esa nueva crítica desmitificadora consiguió, tal vez sin proponérselo — como Bollème no quiso en su día, quizás, convertir a Flaubert en un mártir de la iglesia literaria europea—, desvelar el motor eficiente de la propia producción literaria del autor. El humor, la ironía y hasta el cinismo de Flaubert —dicho sea tanto en el sentido filosófico como en el sentido fuerte de la palabra— pasaron a convertirse, gracias a este empeño restaurador de la figura del escritor francés, en la clave de su doble verdad, la humana y la profesional, fundidas ambas sin resquicios, las dos explicadas como un todo. Entonces se hizo patente, contra todas las teorías inscientes —defendidas incluso por el propio Flaubert, todo debe decirse; véase el fragmento n° [68]—, que la Correspondencia del francés, en tanto que su más fiable documento autobiográfico, se convertía en el principal camino de acceso, no sólo al hombre, sino también al escritor. El análisis detenido de esas cartas permitió sintetizar en una sola «retórica», por decirlo así, lo que hasta entonces había discurrido por dos caminos distintos, a menudo cuidadosamente separados por los beatos, los bienpensantes y los patriotas. El carácter feroz de la ironía flaubertiana, el estilo descarnado de sus opiniones sobre algunos de sus contemporáneos, el talante efusivo de sus ideas acerca de los principales acontecimientos sociales y políticos de la Francia postrevolucionaria y, por encima de todo, ese humos que oscila entre el estoicismo a lo Montaigne y el disparate más desvergonzado; todos esos elementos sólo podían leerse claramente en su Correspondencia, y no en su obra propiamente dicha. Al mismo tiempo, como he dicho, también sólo ellos nos permiten hoy leer de una manera no contradictoria, de un modo comprensiblemente articulado, todas y cada una de sus páginas: tanto las que conciernen a la narración de su vida cotidiana como las que consideramos el cuerpo fundamental de su «literatura».

De acuerdo con esas premisas he reunido en la presente antología de pensamientos de Flaubert todo lo que me ha parecido oportuno para arrojar luz, a la vez, a Gustave Flaubert y a su obra literaria; al Flaubert hijo de las oscilaciones políticas en la Francia de 1821 a 1880 —sus años de vida— y al Flaubert autor de Madame Bovary, La educación sentimental, Salambó o los Tres cuentos; al Flaubert que devoraba con avidez el caviar que le mandaba Turguéniev desde Rusia y al Flaubert que olfateó al genio literario de ese autor cuando era todavía un desconocido; al Flaubert que se arrima al fuego en compañía de su perro Julio y al Flaubert que es capaz de convertir a un loro en emblema central de una obra maestra de la literatura narrativa europea; al Flaubert que hizo alarde de su misoginia, pero también al que fue capaz de perfilar uno de los mejores retratos psicológicos femeninos de toda la historia de la literatura; al Flaubert que desprecia ad nauseam a los burgueses de su tiempo, pero también al que es capaz de representarlos con impecable objetividad en sus novelas; al Flaubert que habría vomitado a gusto en la levita de cualquier comerciante mezquino, pero también al que convirtió al señor Homais en un tipo literario de los que no se olvidan; al hombre que detestó la estupidez hénaurme —como solía escribir— de sus contemporáneos, pero también al artista que nos dio Bouvard et Pécuchet, una de las sátiras más convincentes de aquella estupidez y uno de los diagnósticos más crueles y más imperecederos que se hayan dado acerca de la civilización burguesa de nuestro continente.

Para ello leí cuidadosamente las más de tres mil cartas que se encuentran hoy a disposición de todos los lectores de Flaubert. La fuente más importante es, sin duda, la nueva edición, todavía incompleta, de la correspondencia flaubertiana a cargo de Jean Bruneau, publicada en la «Bibliothèque de la Pléiade» (París, Gallimard, 1973, 1980 y 1991). Como esa edición solo incluye, hasta la fecha, las cartas comprendidas entre 1830 y 1868, he leído el resto —hasta la última, a Guy de Maupassant, escrita el 3 de mayo de 1880, cinco días antes de morir— en la edición más concurrida y completa editada hasta hoy, la llamada «Édition Conard»: Oeuvres Complètes de Gustave Flaubert, Correspondance, en nueve series más cuatro volúmenes de «Suppléments», París, Louis Conard Libraire-Éditeur, 1926-1954. A estos volúmenes hay que añadir los epistolarios parciales destinados a George Sand —imprescindibles para entender el pensamiento político de Flaubert—, a Iván Turguéniev y a Guy de Maupassant, según figuran en la «Bibliografía» que el lector encontrará en la página 143 de este volumen. Debo advertir, claro está, que esta recopilación de pensamientos flaubertianos lo es todo menos lo que solemos llamar un «florilegio», salvo que incorporemos a la idea botánica de floresta algo más, por poner un ejemplo, que las flores del santo de Asís; es decir, mientras añadamos a las flores los cardos punzantes, los abrojos y los higos chumbos. Es un error, en general, creer que la literatura moral aforística está formada solamente por expresiones cargadas de santas y buenas intenciones. En muchos casos —en La Bruyère, por ejemplo, que Flaubert admiraba— los moralistas pueden hallarse muy cerca del insulto, la provocación o el disparate. En otras palabras: hay moralistas edificantes y hay moralistas demoledores; los hay que suenan ejemplares, pero también los hay con pinta de corruptores. Flaubert, huelga decirlo, pertenece más bien a la segunda especie. Pero eso no quita a sus pensamientos ni un ápice de lo que es ineludible en el arte de la opinión suelta y el aforismo: decir verdades como templos, para guía de perplejos y vapuleo de mentes acomodadas.

Quizás sea ésta la razón por la que me pareció oportuno bautizar esta antología con el nombre de Razones y osadías, porque en estos decires circunstanciales Flaubert se muestra casi siempre razonable o atrevido, sensato o temerario, amable o montaraz, y porque, en muchas ocasiones, se presenta sin ningún complejo como ambas cosas a la vez.

 

 

 

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