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El nudo materno

Jane Lazarre y una obra clave

El prólogo a El nudo materno de Jane Lazarre (Las Afueras): "Lo que permite diferenciar la cansina moda de la autoficción protagonizada por un yo en constante campaña de autopromoción de esa otra autoficción en la que brilla un yo literario, es que en la primera el autor te lo cuenta porque le ha pasado a él, mientras que en la segunda te lo cuenta porque (también) te ha pasado a ti".

Por Carolina del Olmo

 

Hace unos meses, el escritor Alberto Olmos publicó un artículo lamentando el exceso de la autoficción en nuestros días: en su afán por diferenciarse encontrando una novedad formal, algunos autores habrían dado con un nuevo recurso, basado en saltarse las convenciones del pacto narrativo y el pacto autobiográfico, mezclando elementos reales de sus vidas en obras eminentemente ficticias. Una situación que la ruptura reciente de la frontera entre ficción y ensayo vendría a complicar aún más. Olmos denunciaba, con razón, el alcance sideral de los niveles de narcisismo de muchos autores, y el hartazgo que, como lector, experimentaba por tener que enterarse de cómo la novia del autor lo echaba de menos en su viaje a aquel remoto país al que acudió para documentarse para su libro.

Como autora de un libro de ensayo con abundante información personal, sentí una ligera punzada al leer el artículo: quizá había caído en la trampa y, pensando que encontraba el formato que mejor convenía a lo que quería contar, me había limitado a seguir una moda que ya resultaba cansina.

Sin embargo, después me paré a pensar en los libros importantes sobre maternidad que he ido leyendo a lo largo de los años, ocho ya, que han pasado desde que nació mi primer hijo. En todos ellos, esa mezcla de géneros estaba ahí. Algunos eran más autobiográficos, en otros la reflexión ensayística ganaba al peso al desvelamiento de información personal, en otros destacaba la ficción, pero en todos había una mezcla que era, en primer lugar, enormemente sugerente y, en segundo lugar, muy «auténtica» —si es que todavía se puede usar esta palabra—: una forma tan adecuada al contenido que resulta imposible pensar el uno sin la otra, un tipo de literatura ajena a toda forma de ironía o metaliteratura, inmune a la pugna por lograr una novedad formal con la que destacar en el sobrepoblado panorama literario-ensayístico.

No es mi intención, con estas líneas, incluirme en ese elenco de autoras: a lo mejor yo sí caí en la trampa. Pero sí quiero romper una lanza por este género híbrido que, en mi opinión, alcanza su apogeo cuando se trata de mujeres hablando de maternidad (o de nomaternidad como ha demostrado Silvia Nanclares con su espléndido Quién quiere ser madre). A esta pila de libros híbridos pertenece, y en lugar muy destacado, El nudo materno de Jane Lazarre.

Sin lugar a dudas, es un diario. Pero es también literatura universal: como el propio Olmos señalaba, lo que permite diferenciar la cansina moda de la autoficción protagonizada por un yo en constante campaña de autopromoción de esa otra autoficción en la que brilla un yo literario, es que en la primera el autor te lo cuenta porque le ha pasado a él, mientras que en la segunda te lo cuenta porque (también) te ha pasado a ti: el clásico de te fabula narratur. Y es también un ensayo político: como nos ha enseñado una y mil veces el feminismo, lo personal es político. Muy especialmente cuando se trata de sacar a la luz algo personal que ha sido ninguneado, o incluso pisoteado en todos los ámbitos que han gozado de visibilidad a lo lago de la historia. Si algo me llama la atención al acercarme hoy —con mis ojos de madre— a la historia de la filosofía, es la clamorosa ausencia de una experiencia tan fundamental para el género humano como la maternidad. Como se pregunta una y otra vez la escritora Laura Freixas, ¿dónde están las madres? Ciñéndonos a la producción libresca, habría que contestar que no, desde luego, en la filosofía. Pero tampoco, hasta muy recientemente, en la economía, en la sociología o en la psicología, que han construido su edificio obviando esta faceta de la realidad —a pesar de que, muchas veces, esto ha significado negar sus propios cimientos—. Y ni siquiera en el pensamiento feminista buena parte del cual se ha regodeado en su voluntaria ceguera frente a la experiencia maternal. Afortunadamente, lo que la inmensa mayor parte del pensamiento académico nos ha hurtado, lo hemos podido encontrar en algunas novelas, en alguna corriente más o menos minoritaria del pensamiento feminista y, muy especialmente, en estos textos híbridos que habitan en los márgenes —no podía ser más acertado el nombre de la editorial que acoge en castellano el libro de Lazarre: «Las afueras»—, y que no encajan en casi ningún sitio. Y es que no podrán encajar hasta que consigamos entre todas—y entre todos, porque esto no va «solo» de mujeres— construir un mundo en el que la vulnerabilidad que nos constituye como animales humanos y los cuidados que esta requiere ocupen un lugar central, un mundo en el que podamos superar las constricciones de esa individualidad adulta y supuestamente autónoma que a todos nos pesa y en el que podamos dedicarnos a ensayar formas de interdependencia que no entrañen relaciones de opresión.

Si algo destaca en estos relatos universales, en los que la primera persona está ahí por estricta obligación, es la aparición constante de la palabra «ambivalencia». Jane Lazarre muestra con extraordinaria precisión la angustia, pero también la potencia, de esta ambigüedad que preside la experiencia maternal y que impide plantear las cosas en términos de sí o no. Cuando por fin encuentra una amiga con la que poder compartir sus incertidumbres, el enorme dolor y la inmensa felicidad que le produce su hijo, nos cuenta cómo se desarrollan sus conversaciones:

—Yo daría la vida por él […], prefiero morirme a perderlo. Supongo que esto es amor —dije estremeciéndome, y después nos echamos a reír—, pero ha destrozado mi vida y solo vivo pensando en cómo recuperarla —dije para terminar, porque sin la segunda parte de la frase, la primera era una pérfida mentira, una mentira que juramos desterrar para siempre. —Estoy deseando que llegue mañana para que te ocupes tú de los niños —me confesó—, pero me da terror dejarlos. Asumimos que las frases tendrían siempre dos partes: la segunda contradecía aparentemente la primera, pero su unidad estaba siempre sujeta a nuestra capacidad cada vez mayor de tolerar esta ambivalencia, pues el amor maternal trata precisamente de esto.

Hoy día somos testigos de numerosos intentos de romper el mito de la maternidad como circunstancia idílica: bienvenidas sean esas grietas en una ideología que ha hecho mucho daño. Pero, lamentablemente, el nuevo relato que se está construyendo oscila a menudo entre la banalización —esas «malas madres», que parecen superar el exquisito sufrimiento maternal reconociendo que se les olvidó la fecha del cumpleaños de su hijo o que odian hornear bizcochos— y la erección de un nuevo mito: el que se construye a base de «madres arrepentidas» o «no-madres» convencidas, en el que la maternidad aparece como una trampa desagradable, y que tiene el efecto secundario de arrinconarnos a las demás en un mundo de supuestas «buenas madres» en el que no habría lugar para el arrepentimiento o para el sufrimiento.

Frente a estas visiones más o menos simplistas, El nudo materno nos enseña que ser madre es lo mejor del mundo y es también lo peor; que ser madre es tener un poder omnímodo sobre otro y es también ser esclava de ese otro; que ser madre es una identidad que te devora hasta el punto de no poder ser otra cosa y es también (dolorosamente) compatible con seguir siendo hija y otras muchas cosas más.

Si las circunstancias nos dejan vivir con intensidad la experiencia de la maternidad y si encontramos las palabras necesarias para pensarla —algo que antaño las mujeres solían obtener de sus comunidades y hoy, cada vez más, le debemos a las páginas de libros como este—, podemos aprender algunas cosas importantes. Este saber maternal no solo nos puede ayudar a reconciliarnos con nuestra ambivalencia, sino que nos ofrece un esquema de pensamiento capaz de ir más allá de dicotomías estériles —dependiente/independiente, naturaleza/cultura y tantas otras— y de salir del ámbito que lo vio nacer para circular fructíferamente por terrenos como la filosofía, las ciencias sociales o la política.

Madrid, diciembre de 2017

 

Prefacio de la autora 

Por Jane Lazarre.

 

Tanto en el ámbito de la literatura como en el de la sociología, hay muy pocos libros sobre maternidad escritos por las propias madres. Al contrario, la mayor parte de los que conocemos sobre el tema son descripciones de las madres desde la perspectiva de los niños, niños ya mayores, que hoy son psicólogos, antropólogos o escritores, en un sentido existencial y en relación con las personas que describen, pero niños no obstante. Por ello, como suele ocurrir en el ámbito del «conocimiento científico», los deseos inconscientes y las necesidades se entrelazan irremediablemente con lo que aparenta ser una exposición puramente analítica. Siempre que las mujeres profesionales, entre las que se incluyen las madres, han tratado de contribuir al conocimiento de esta experiencia tan compleja, en el terreno del psicoanálisis por ejemplo, se han visto excesivamente influenciadas por el extendido mito occidental de la maternidad como un estado plácido y gratificante, idea corroborada por sus profesores y mentores masculinos, de modo que ellas, al igual que sus homólogos hombres, nos han revelado solamente una parte de la historia. Y el círculo vicioso se cierra: el mito determina el contenido de nuestro supuesto conocimiento objetivo y nuestro conocimiento sirve entonces para reforzar el mito. Y el mito, que ejerce su influencia sobre todas las madres que conozco, es un arma destructora precisamente porque no es del todo erróneo, sino que omite media parte de la historia.

Pese a que las mujeres se distinguen unas de otras igual que los hombres, pese a que hemos desarrollado personalidades diferentes a través de nuestras innumerables y diversas experiencias, pese a que hemos nacido cada una con un temperamento propio, sigue predominando la imagen de la «buena madre», una imagen imperante en nuestra cultura. En su peor faceta, la imagen de esta madre es una reina tirana poseedora de un amor prodigioso y un masoquismo asesino que ni una sola de nosotras emula ni pretendería emular. Pero incluso en su mejor faceta, la madre es una persona normal con sus limitaciones y no la contenedora del vasto tesoro de potencial humano que origina y alimenta este mito cultural. Es fuerte y discreta, generosa y desinteresada, poco exigente, poco ambiciosa; es receptiva y tiene una inteligencia media y práctica; tiene un carácter tranquilo y sabe controlar perfectamente sus emociones. Ama a sus hijos completamente y sin fisuras.

La mayoría de nosotras no somos como ella. Por mucho que lo intentamos, cuando nos acosan las dudas mientras estamos a solas con nuestros hijos, nuestros auténticos yos vuelven una y otra vez, nos acechan. Aun así, queremos tener hijos. Y los amamos desmedida e intensamente como esta «buena madre», si es que existe. Como nuestra experiencia no está descrita, tenemos que empezar desde el principio, y explicar en detalle cómo es en realidad. Solo así podríamos alterar los términos y las teorías que se ciernen sobre nuestra experiencia y que nos exigen que sacrifiquemos nuestro conocimiento propio ante la verdad establecida.

Recientemente, tanto los hombres como las feministas que han asumido una responsabilidad total hacia sus hijos pequeños, han escrito extensamente acerca de los terribles detalles que confinan las vidas de las madres, acerca de la extraña y paradójica manera en que nuestro amor infinito hacia los hijos queda atrapado en una rutina sorda y enervante, especialmente cuando nuestra vida queda totalmente relegada solo a esa función. Escapar a este patrón es particularmente difícil para la mujer.

Al contrario, abandonarlo todo por nuestros hijos, esos seres con los que hemos convivido en el mismo cuerpo, es lo más fácil. Porque la separación nunca es absoluta. Cada año, antes del cumpleaños de mi hijo, siento unas ligeras contracciones y un hormigueo en mis pechos, como si la leche me fluyera por dentro. Nos resulta muy difícil superar esta relación de enorme dimensión que a menudo amenaza con rebasar nuestros límites habituales de identificación con ellos.

Pero tengo la sensación de que gran parte de lo que ha sido tildado de «neurótico» en una mujer o «patógeno» en el niño por la literatura psicológica es, al contrario, un aspecto normal de la experiencia maternal, probablemente para toda la vida, pero sobre todo durante los primeros años y concretamente con la llegada del primer hijo. A mi entender, lo único eterno y natural en la maternidad es la ambivalencia y su manifestación durante los ciclos de separación y unión con nuestros hijos que se suceden continuamente.

Esta es la historia de la primera crisis de maternidad que experimenta una mujer. Se trata de un caso individual y atípico: es una artista, tiene un temperamento intenso y es de clase media desde un punto de vista cultural. No tiene dinero para contratar asistentas, ni canguros a tiempo completo, ni dispone de un despacho o habitación donde aislarse. Pero es una mujer típica porque es un ser humano, una mujer y una madre, y en este sentido sus experiencias reflejan las de otras mujeres, incluso ayudan a demoler una serie de patrones insoportables que nos oprimen a todas: la mística de la maternidad. 

 

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