El miedo cósmico de H. P. Lovecraft
Un prólogo de Edmundo Paz Soldán, invitado al próximo Filba
Martes 07 de agosto de 2018
Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) no logró publicar ningún libro en vida; sus cuentos aparecían en revistas “pulp” como Weird Tales. Su fama es enteramente póstuma. Dum Dum Editora acaba de publicar su versión de El color que cayó del cielo, salida originalmente en 1927, traducido esta vez por Liliana Colanzi.
Por Edmundo Paz Soldán.
La literatura es un espejo no tan deformado que refleja la sociedad del país que la produce. Pienso en esta versión personal de una cita de Stendhal al adquirir una edición de The Library of America —ochocientas páginas en papel biblia— de las obras de H. P. Lovecraft. En Estados Unidos hay mucha más movilidad social que en América Latina, y eso también ocurre en su literatura: en las últimas décadas Raymond Chandler, Philip Dick y Lovecraft han salido de las revistas de quiosco para establecerse en el canon de la narrativa norteamericana (Stephen King debe estar respirando hondo; hay futuro para él).
Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) no logró publicar ningún libro en vida; sus cuentos aparecían en revistas “pulp” como Weird Tales. Su fama es enteramente póstuma, y comenzó de la mejor manera, con simples lectores, y luego se difundió entre escritores y críticos. Hoy su éxito es comercial (Supernatural Tales, uno de los libros que no logró publicar, vende setenta mil ejemplares al año) y crítico: hay consenso en que los dos escritores norteamericanos más importantes de literatura de horror gótico son Poe y Lovecraft.
Lovecraft parecía modesto, pero no lo era. De hecho, en uno de sus cuentos, “La casa evitada”, el narrador menciona que, allá por el 1840, cuando Poe vivía en Providence y cortejaba a la poeta Mrs. Whitman, le gustaba caminar por Benefit Street, pasar por la iglesia de Saint John y bordear un cementerio con lápidas del siglo XVIII. La “ironía” de todo esto es que Poe, el “gran maestro universal de lo terrible y lo extraño”, pasaba en su acostumbrada caminata por una vieja casa con un jardín descuidado. El narrador lovecraftiano escribe: “No parece que él [Poe] haya escrito o mencionado alguna vez esa casa, ni tampoco hay pruebas de que al menos se haya anoticiado de ella. Y sin embargo esa casa… iguala o supera en horror la más descabellada fantasía del genio que pasó a su lado sin darse cuenta…”. “La casa evitada” es, entonces, el cuento que Poe fue incapaz de escribir. El mensaje es contundente: Lovecraft puede ver más lejos y mejor que Poe.
En los cuentos de Lovecraft hay un exceso de parafernalia gótica: jorobados que atienden hoteles derruidos, mansiones encantadas, hombres que comulgan con ritos luciferinos. Lo que distingue a Lovecraft, sin embargo, no es eso, sino su talento para crear una mitología. Esa es quizás la característica principal de un subgénero que él ayudó a consolidar: “weird fiction” (la ficción extraña). En tiempos en que el campo literario anglosajón no se había especializado tanto, escritores anteriores a Lovecraft como Chambers, Lord Dunsany o Arthur Machen podían frecuentar en un mismo texto distintos registros populares, desde el horror sobrenatural a la ciencia ficción y la literatura policial. Lovecraft sintetizó esas influencias y teorizó sobre ese nuevo subgénero de inicios modestos, que aparecía sobre todo en revistas en los quioscos y era mirado en menos por los críticos: el “cuento extraño”, aparte de su mezcla de géneros, evitaba concentrarse en el miedo físico o en aquello “mundanamente horrible”, para enfocarse en la “inexplicable amenaza de fuerzas desconocidas y… una suspensión particular y maligna o derrota de aquellas leyes fijas de la naturaleza que son nuestra única salvaguarda ante los asaltos del caos y los demonios del espacio no conocido”. Es decir, el cuento extraño es literatura sobre el “miedo cósmico”, revitalizada hoy a partir de la obra de escritores como Jeff VanderMeer, China Mieville y Caitlin Kiernan.
En la mitología de Lovecraft, que uno encuentra en textos admirables como “La llamada de Cthulhu” o “La sombra fuera del tiempo”, los dioses que los hombres adoran no son otros que seres extraterrestres que habitan en nuestro mundo y nos controlan. Lovecraft produce una sensación de soledad cósmica, la de sentirse abandonado en un universo sin trascendencia (como en “La música de Erich Zann”). A la vez, esa soledad ocurre en un mundo sobrepoblado por seres extraños, shoggoths protoplásmicos. El hombre es un ser ínfimo, muy ínfimo, una mancha en un tiempo que se alarga a miles de millones de años.
Para Lovecraft, la literatura es una pesadilla dirigida. Esa pesadilla está narrada con lujo de detalles: lo que de verdad importa en Lovecraft, como señala Joyce Carol Oates, es la vívida geografía donde ocurre el horror: Providence, Salem o el Valle de Miskatonic. Oates compara con acierto los paisajes alucinados de Lovecraft con los del Bosco. En ese espacio, el individuo —generalmente un académico, un intelectual asexual— se enfrenta con las fuerzas extrañas del cosmos y termina derrotado, demente o perdido, en una obsesión de la que jamás saldrá. En ese enfrentamiento, suele haber un texto en un lenguaje extraño que el hermeneuta necesita descifrar —“una solución criptográfica”, como en “El horror de Dunwich”. De todos esos textos, el que aparece con tanta frecuencia que muchos lectores creen que existe es el Necronomicón, el libro de los muertos de Abdul al-Hazred. En los cuentos de Lovecraft, leer el Necronomicón significa cortejar la muerte o la locura.
S. T. Joshi, el principal crítico de la obra de Lovecraft, señala que su gran período creativo se inicia a su regreso a Providence después de vivir unos años en Nueva York, partir de “La llamada de Cthulhu” (1926). A ese período pertenecen textos memorables como “El que susurra en la oscuridad” (1930), En las montañas de la locura (1931), “La sombra fuera del tiempo” (1934-1935) y, por supuesto, “El color que cayó del cielo” (1927). Lovecraft era un gran defensor de la supremacía blanca; algunos de sus textos —“El horror de Dunwich” o “El horror de Red Hook”, por ejemplo— narran metafóricamente el terror de la mezcla racial, la decadencia y la contaminación producida en pueblos y ciudades del este de los Estados Unidos por la llegada de seres extraños (aliens, que en Estados Unidos tiene una doble acepción: extraterrestes, pero también, desde el punto de vista jurídico, extranjeros). Es por eso que hoy varios escritores como Matt Ruff y Victor Lavalle y cineastas como Jordan Peele están confrontando el problemático legado racista de Lovecraft, reconociendo el poder de su literatura a la vez que explicitan, en su reescritura, su horror al inmigrante, a la mezcla, a las minorías (sobre todo los negros).
“El color que cayó del cielo” ha sido un cuento muy influyente, incluso en la literatura latinoamericana: el chileno Hugo Correa (1926-2008), uno de los autores clásicos de ciencia ficción, se inspiró en este para escribir El que merodea en la lluvia (1962). A partir de la llegada de un meteorito a la tierra, el narrador cuenta la maldición que parece cernirse en torno a un páramo cerca de la mítica ciudad de Arkham: el campo se vuelve estéril, los habitantes del lugar enloquecen, las plantas adquieren formas extrañas. En este cuento es central la visión cosmicista de Lovecraft: el hombre solo comprende un pedazo del universo, que funciona de acuerdo a leyes científicas, pues en el abismo insondable que nos rodean son otras las leyes y otros los seres, monstruos y dioses que los pueblan. Ese color que llega de afuera con el meteorito es un desafío a nuestras formas de entender las cosas. Con este llega el horror, pero también otras leyes (que, en “La llamada de Cthulhu” o En las montañas de la locura, suelen terminar ahogando a las humanas, abarcándolas por completo).
“Las más antigua y más fuerte emoción de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más fuerte tipo de miedo es el miedo a lo desconocido”, escribió Lovecraft en su ensayo “el horror sobrenatural en la literatura” (1927). En “El color que cayó del cielo”, Lovecraft desarrolla ese miedo a lo desconocido a través de la entidad o entidades del espacio exterior que parecen haber llegado con el meteorito. Nunca son descritas directamente, y sabemos de ellas a partir de los efectos que causan en las cosas, personas o animales que se encuentran a su paso: “El delicado sabor de las peras y las manzanas fue reemplazado por un amargor furtivo y repugnante, de manera que incluso el bocado más pequeño producía un asco duradero”. El gran hallazgo de Lovecraft en este cuento no solo consiste en trabajar el horror a partir de la sugerencia sino en hacer que la criatura del espacio exterior no sea antropomorfizada: esta entidad está tan fuera de nuestros parámetros que es mejor no humanizarla en la representación.
Lovecraft, a quien en su escritura nunca le faltaron adjetivos ni exceso retórico, descubrió en “El color que cayó del cielo” que el horror cósmico —“ese solitario, extraño mensaje de otros universos y de otros reinos de materia, energía y entidad”— actúa precisamente por la nuestra incapacidad para entender las fuerzas que están allá afuera.