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Ficción argentina

El mar interior: así arranca la nueva novela de Matías Capelli

Adelantos editoriales

"Lo importante era en qué momento el conductor había decidido apretar el freno. En ese instante Milton había vuelto a nacer": así comienza la última novela del escritor nacido en Buenos Aires en 1982, publicada por Sigilo. 

Por Matías Capelli.. Foto de Matías Estrada.

 

 

 

Milton pedaleaba por la plaza Waterloo una tarde de noviembre con los auriculares y la capucha de la campera puestos y no vio venir el tranvía. Fue su cuerpo lo que impactó contra la mole de metal detenida un segundo antes. El conductor abrió la puerta asustado. Le preguntó a Milton si estaba bien y respiró con alivio al comprobar que sí. Miró hacia atrás para asegurarse de que ningún pasajero se hubiera lesionado con la clavada de frenos. Al parecer, nadie. Entonces increpó a Milton, le pidió los datos, documento y dirección. Anotaba en un papel a punto de perder el control, en parte por la incapacidad de transmitir plenamente su ira con palabras precisas. Verse obligado a hablar en inglés le neutralizaba la lengua, era un dique defectuoso a punto de ceder. Milton mostraba con gestos un arrepentimiento absoluto. El conductor cerró la puerta, no sin antes reprobarlo por última vez, y siguió con el recorrido de la línea. 

Una mujer ayudó a Milton a enderezar la rueda delantera de la bicicleta Sparta. En inglés yanqui le dijo: Tuviste suerte, hermano. Cuando el tranvía empezó a chillar y te vi venir, me dije: Dios mío, el tipo de la bicicleta no lo va a ver. Al hablar gesticulaba agitando rítmicamente las pulseras que llevaba en las muñecas. ¡Cómo clavó los frenos!, dijo mientras batía la pulsera derecha. ¡Un milagro!, y batió la izquierda. ¡Un verdadero milagro, sí, señor! Que tengas un buen día; dale gracias al señor, hermano, que estás vivo, dijo, y después se fundió en la muchedumbre. 

Milton subió a la Sparta con un temblor que empezó a aplacarse una vez que retomó el andar. No porque se hubiera calmado, sino porque todo el cuerpo iba comprometido con el movimiento: las rodillas subiendo y bajando, los pies presionando contra los pedales de plástico negro, las manos agarrando firmes el manubrio. El cuerpo iba tenso pero el latido en el párpado derecho y el girar ligeramente fuera de eje de la rueda delantera materializaban la conmoción que percutía sus nervios. 

Pedaleaba y agradecía al cielo por la buena suerte, por los reflejos y la prudencia del maquinista. Él había evitado lo peor. La sensación que lo invadía no tenía que ver con la euforia, con el vértigo que propiciaba la fortuna al manifestarse a favor de uno; para nada esa alegría ingrávida de ay qué suerte. Era más bien perplejidad, como si lo hubiera rozado una bala, como si desde un balcón un piano hubiera caído a medio metro de él. 

 

 

Cuando se lo contó a Rut esa misma noche, estuvo a punto de llorar. Tal vez si ella se hubiese emocionado, si hubiera entrado en pánico, Milton habría sido capaz de sentir un poco más. Eso sí, se le aflojaron las rodillas y tuvo que apoyarse contra la mesada de la cocina. 

No tenía daños que mostrar, más allá de unos cuantos moretones; en el relato lo trágico se articulaba en modo potencial. No había pasado gran cosa, y era entendible que al día siguiente su amigo Horacio le dijera por teléfono «qué suerte» y cambiara de tema como si nada. 

No solo no había visto venir el tranvía, sino que tampoco lo había escuchado, así como no había escuchado la campana que el conductor debió de tocar, primero enojado y después, desesperado. En qué momento el conductor se había dado cuenta de que Milton no iba a reaccionar y había apretado el freno justo a tiempo para detener la trayectoria de una mole de toneladas de acero ferroviario propulsado por cables de alta tensión. 

Electricidad generada con los desechos de la planta de basura, aunque eso ahora no venía al caso. Lo importante era en qué momento el conductor había decidido apretar el freno. En ese instante Milton había vuelto a nacer. 

 

 

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