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El manual para dar historia gay argentina de quinto

Por Mariano Blatt

"Un año sin amor tiene un valor arqueológico reciente vital. Deja constancia de ese momento de transición: transición entre un milenio y el otro, pero también entre el sida como fatalidad y el sida como enfermedad, entre el puto sin internet ni celular y el puto con cuentas de Facebook, Watsapp, Manhunt": el texo leído en la presentación de la reedición en eBook de Un año sin amor (Blatt & Ríos).

Por Mariano Blatt.

En la entrada del 19 de abril, Pablo va caminando por Avenida Santa Fe y se encuentra en el piso un pase sin cargo para Angel’s. Hoy, más que del piso, las invitaciones las levantamos de los “muros”. El 26 de mayo, no quiere ir a comprar una cerveza al chino por si justo en ese momento llama el chongo del que está esperando señales. En la del 7 de junio, no puede comunicarse con un chico que conoció en el cine Edén porque su teléfono “está siempre en línea de fax”. El 28 de septiembre, se alegra de que gracias a que la telefónica le cambió el viejo teléfono a disco por un aparato nuevo, va a poder habilitar el servicio de llamada en espera, y explica: “lo que sirve para que si llaman mientras estoy hablando, pueda atender”.

Me toca presentar este libro en mi calidad de coeditor pero sobre todo en mi calidad de puto. Un año sin amor es, entre otras cosas, una novela testimonial que nos permite reconstruir las costumbres de los putos porteños a fines de los noventa. Me gusta pensar esa época como el “antes de ayer” en el calendario gay. Ayer vendría a ser la época en que no teníamos estos nuevos derechos civiles de ahora pero sí teníamos internet; antes de ayer, cuando no teníamos ni los derechos ni internet.

Avisos personales con complejas notaciones alfanuméricas en la revista NX y mensajes en contestadores telefónicos compartidos con otros miembros de la familia eran quizás los únicos medios para contactarse remotamente con otros gays que, a diferencia de los de ahora, estaban siempre y obligatoriamente offline, no conectados, invisibles. En este contexto, sí o sí había que ligar en la calle, en los baños o en los cines, pero además había que hacerlo, en la mayoría de los casos, atentos al ojo vigilante del policía de civil.

En la entrada del 20 de noviembre, Luis y Pablo viajan en colectivo: “Luis quería besarme pero no se animaba. Me mordía el hombro y yo lo dejaba, sin importarme que la gente nos mirara mal”. Creo que es la única vez en todo el libro en la que se da cuenta de una expresión de cariño físico entre dos varones en la vía pública. Morderse el hombro en un colectivo… es lindo, pero es poco, ¿no?

Más adelante, o acaso más atrás, después de hacerse una paja en el baño de Constitución, nuestro puto descubre que un pelado que acaba de ver en los mingitorios lo está siguiendo. Confiado, lo invita a charlar en un banco de plaza. Resulta ser un policía, que lo revisa y quizás asustado porque Pablo usa su “arma mortal” –“Mirá, yo no estaba haciendo nada, estoy enfermo de sida”–, desiste de detenerlo: “Está bien, esta vez te dejo ir”. Es curioso, a mediados de la década del cincuenta, sí, de 1950, Carlos Correas publicó el cuento “La narración de la historia”, que algunos señalan como el primer relato queer de la literatura argentina. En esa historia, Ernesto Savid, el protagonista, deriva hasta los baños de Constitución, de donde levanta a un chonguito con el que termina cogiendo en un descampado de José León Suárez, no sin antes tener que convencerlo de que se quede tranquilo, de que no es un policía de civil. Es curioso, o más bien triste, que en las cuatro décadas que separan Un año sin amor de “La narración de la historia” tan pocas cosas hubieran cambiado: el levante se seguía haciendo en los baños de Constitución y la policía seguía siendo la peor amenaza, aunque ya no la única.

Hay que sumar la enfermedad. Aún no lo dije, pero Un año sin amor da testimonio, también pero no solamente, de las vicisitudes de un seropositivo. Contra la enfermedad Pablo lucha en varios frentes. Alimenta, en la medida de lo posible, sus impulsos vitales: el sexo –por momentos insaciable–, la escritura y la búsqueda del amor. Lo último no le llega, al menos no tal como él se lo imaginaba, aunque hacia el final del texto se da cuenta de que, afortunadamente, el amor puede aparecer también en forma de amistad; algunos todavía andan por ahí, es decir, por acá. En la entrada del 13 de octubre, por ejemplo, se juntan con otros tres amigos en lo de Nicolás, en el segundo encuentro de lo que ellos llaman “los sábados gastronómicos”. Hacia el final de esa entrada, Pablo se emociona con un tema de Abba y anota: “Pude volver a casa tranquilo, sin sentir esa necesidad agotadora de estar con alguien, ni de ir al cine”.

Pero el impulso que más agradecemos todos nosotros –que no somos Pablo– es el de la escritura porque es, al fin de cuentas, el que produce un texto poderosísimo que hoy nos permite reconstruir parte de la historia, reflexionar, trazar líneas de tiempo más o menos caprichosas en las que cada uno se verá reflejado de distintas maneras: ser puto, en Buenos Aires, en estos últimos cincuenta o sesenta años, de Carlos Correas a Pablo Pérez.

Y a partir de Pablo Pérez, finalmente, todo lo que vino después. Porque con su escritura Pablo habilitó, de alguna manera, gran parte de lo que hoy somos todos nosotros, y acá ya no me estoy refiriendo necesariamente a los putos, también a toda una zona de la producción literaria de estos últimos quince años que tanto nos apasiona. Esto no lo vi, me lo contaron, pero en la presentación de El mendigo chupapijas, en Belleza y Felicidad, un por entonces apenas conocido Washington Cucurto hizo de perrito slave en una sesión sadomaso comandada por Pablo. Algunos años después, sin imaginarme que hoy estaría acá, reeditando este libro, yo publicaba, junto a Teddy Williams, Un año con amor, fanzine que celebraba el primer aniversario de una relación que, miren cómo son las cosas, había nacido con Fotolog. Sin Pablo Pérez, eso nunca hubiera existido. Hoy, acá, justamente en Casa Brandon, se cierra un círculo, pero sólo para volverse a abrir de formas que aún desconocemos.

Un año sin amor tiene un valor arqueológico reciente vital. Deja constancia de ese momento de transición: transición entre un milenio y el otro, pero también entre el sida como fatalidad y el sida como enfermedad, entre el puto sin internet ni celular y el puto con cuentas de Facebook, Watsapp, Manhunt.

Hace poco se difundió cuál será la proclama de la XXI Marcha del Orgullo: “Educación en la Diversidad para crecer en igualdad”. Buenísimo, ya tienen el manual para dar historia gay argentina de quinto, se llama Un año sin amor.

 

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