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Prólogos

El libro de Fogwill que no envejece

Vivir afuera

"Las novelas se escriben, algunas se publican, algunos llegan a leerlas y con el tiempo se las olvida. En ellas todo puede estar en juego salvo la vida humana. Fuera de la política y de la milicia, no hay imbéciles más soberbios que los escritores", escribía el autor en 2009 para presentar la reedición de su novela (Alfaguara). 

Por Fogwill.

 

 

Vivir afuera: releo y veo que no ha envejecido. Yo sí. Cuando andaba apenas por los cuarenta escribí el relato “Luz mala” impostando con fines experimentales un narrador sesentón. Aquel texto se editó varias veces en distintos libros y antologías y recién ahora, revisándolo para una nueva publicación, advierto que me he vuelto un hombre mayor que el anciano perverso y terminal que tan bien me representaba en 1983. Pero yo sigo igual. E igual Vivir afuera: pasaron once años de su escritura, los bordes siguen siendo los mismos, aparecieron el paco, el mp3, los planes sociales con sus remunerados líderes emergentes, más shoppings y nuevos modelos para paliar, amurallar, evangelizar o vigilar, y la historia sigue siendo la misma y diciendo lo mismo. Vejez es repetirse satisfactoriamente, y es algo bueno. Malo será ya no poder hacerlo.

Este año aparecieron en YouTube, bajo el rubro Spheres Inside Out, una serie de films de animación graficando la conjetura topológica que, con sus lagunas e inconsistencias, atormenta las noches del pobre Gil Wolff en la página 18 de esta edición. Pero no hay fórmula ni animación digital que pueda representar el goce de entrar y salir siempre del mismo sitio con diferentes resultados. En la misma web de la pornografía y las noticias hay muestras de los efectos de las primeras lecturas de esta novela según Eduardo Antín, Juan Becerra, Daniel Freidenberg, Horacio González, Daniel Link, Jerónimo Pinedo, Esteban Rodríguez, Miguel Russo, Ariel Schettini y Carlos Schilling y cada uno equivocado a su manera, pero todos, salvo un comentarista de cine, satisfechos de haber errado en compañía de este libro.

Algunos observaron la voz del autor que se oye en los diálogos de los personajes de mundos dispares que se mueven, hablan y se hablan a través de las once horas que cubre el relato de Vivir afuera. Tal era, casi, el propósito de la novela, aunque uno adscriba cada vez más a la idea de que narrar no es más que un medio de llamar la atención, soltar un aliento y escucharse. Siempre el tema es la lengua, ese órgano anfibio que suele salir del cuerpo para gustar, explorar y significar, y que en las “lenguas” latinas presta su nombre para referir al lenguaje, otra entidad que vive adentro y afuera.

Las novelas se escriben, algunas se publican, algunos llegan a leerlas y con el tiempo se las olvida. En ellas todo puede estar en juego salvo la vida humana. Fuera de la política y de la milicia, no hay imbéciles más soberbios que los escritores. Cuando la literatura de ficción es un sucedáneo pobre del poder —del poder matar y de la vida—, no hay lugar en el mundo para una novelística alternativa y las constituciones y las leyes de los Estados, que son ficciones de probada eficacia, omiten en sus artículos cualquier referencia al arte literario y a las múltiples actividades sociales y comerciales ligadas a él. Nada protege a los lectores. El autor siempre consigue una entrega paciente a la ilusión de algo y una sumisa obediencia a la extorsión de lo inevitable. Y eso, a pesar de que lo primero que se aprende escribiendo es que nada es inevitable, ni siquiera la vigencia del pacto de bienestar, inteligencia y eternidad que liga a los personajes con sus lectores y a estos con el sistema editorial en sus tres instancias: la compra, la lectura, el olvido. Recordemos, entonces, todo lo que venía sucediendo. 

 

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