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El lector que reconocía clásicos antes de que se conviertan en clásicos

Roberto Bazlen

"Bazlen había aprendido de Chuang Tzu que el sabio deja siempre un rastro mínimo: anotaciones breves, ligeras –ya sea narrativas, aforísticas o epistolares–, legibles en su totalidad como apuntes de una ciencia imaginaria". 

Nacido en Trieste en 1902, Roberto Bazlen era hijo de padre alemán y madre italiana y un lector precoz. En su ciudad natal, Bobi frecuentó a Umberto Saba, Italo Svevo, y se hizo amigo de Eugenio Montale, a quien dedicaría numerosas cartas. Posteriormente vivió en Génova y en Milán.

Políglota y pintor de acuarelas, su actividad de asesor literario o consejero editorial se afirmó después de la Segunda Guerra. "Un amigo lo animó a que preparara un programa para una casa editora que estaba por fundarse, nómina que afloró parcialmente más tarde en Edizioni di Comunità. En los años siguientes, se dedicó a aconsejar libros a distintos interesados, como Bompiani y Astrolabio, pero el arreglo más duradero lo estableció con Einaudi", explican los editores de Informes de lectura (La Bestia Equilátera).

Pasó sus últimos días en Roma y Milán. No publicó ni un solo libro en vida, pero Roberto Calasso editó de modo póstumo fragmentos de una novela suya, El capitán de altura, y los informes de lectura y las cartas a Montale, de los cuales extramos a continuación dos ejemplos.

"Taoísta (es la única definición que se le puede aplicar sin embarazo), Bazlen había aprendido de Chuang Tzu que el sabio deja siempre un rastro mínimo: anotaciones breves, ligeras –ya sea narrativas, aforísticas o epistolares–, legibles en su totalidad como apuntes de una ciencia imaginaria de la autotransformación. Una ciencia que, si existiera, no se manifestaría de forma escrita; y, dado que es imaginaria, se manifiesta por escrito del modo más discreto, casi imperceptible", escribió Calasso.

 

 

 

Dos informes de lectura a Luciano Foà, de Editorial Einaudi.

 

 

Ray Bradbury, El vino del estío, una novela: que en realidad son muchos cuentos. Es la historia (seguramente en gran parte autobiográfica) de un muchacho, desde la primera mañana del verano de 1928 hasta la última noche del verano de 1928. Tiene un solo defecto (ignoro qué magnitud tendrá para los demás; para mí resulta muy inquietante): que hay verano, hay infancia, hay cierta poesía verdadera, hay una gran variedad de temas (pero nunca, por suerte, lo excepcional por lo excepcional mismo), hay una gran variedad de personajes, incluso sórdidos (pero nunca inventados por ese frígido mal gusto del grotesco por el grotesco mismo), hay simpatía, un mundo visto desde una perspectiva bastante personal; hay espontaneidad, mucha destreza técnica y una economía ejemplar. Todo lo que se necesita para escribir un librito hermosísimo (naturalmente también para escribir un gran libro hermosísimo; dije librito porque se trata de un libro sin pretensiones, más aún, esta falta de pretensiones es otra de sus cualidades positivas).

Pero está escrito por un autor de ciencia ficción, probablemente el más original y más personal de todos, pero que en todo caso ha aceptado ciertas convenciones literarias, ciertos standards norteamericanos, ciertos límites comerciales —que se han hecho carne de su carne— y todo eso se percibe. Y en este libro (que no es ciencia ficción: son historias, a veces originales, pero que pueden sucederle a cualquier muchacho norteamericano) esas convenciones contrastan con todo el resto, hacen un chirrido que te pone los pelos de punta, y te hacen olvidar el verano para ponerte ante los ojos un número de Harper’s Bazaar. Quizá soy patológicamente sensible a esas cosas, y por cautela convendría que se lo hicieras leer a otro. En lo que a mí respecta, me veo obligado a decirte que no (pero bastaría con que uno o dos de los cuentos tuvieran algún elemento de ciencia ficción, y todo el libro funcionaría bien). Lástima. Le malheur de n’être pas highbrow.

 

2 de junio de 1960

 

 

 

 

Gombrowicz, Ferdydurke. Dos palabras sobre Ferdydurke, a toda velocidad. Ya sabes de qué trata, no tengo que contarte la historia, solo quieres mi opinión.

¡¡¡Diría que sí, absolutamente!!!

Me divertí como loco; es uno de los aliados más honestos que podemos tener en la verdadera revolución contra el amor, el arte, los principios inmortales y todas las tonterías de siempre.

En las primeras páginas tuve que superar una cierta sospecha: el humorismo estudiantil, provinciano, prefabricado. Pero hay también algo hipercomplejo aun en la ingenuidad, de inasible en lo obvio, de refinadísimo en lo mecánico que verdaderamente me cautivó. Cómo me arrastró el brío y (con algunas reservas menores) la lógica interna del relato. Gombrowicz es (aunque con premisas muy distintas) de la raza de Jarry.

Los primeros dos tercios fluyen que da gusto. Luego parece perder impulso, o más bien lo pierde de verdad (y se percibe un poco no la mala conciencia, sino el malestar de Gombrowicz el Gran Liquidador, burlón y ex gran señor polaco, frente al Gombrowicz iluminista y “justo”), pero se recupera bastante rápido, deja a amos y criados matándose a garrotazos entre  ellos, unos más lastimados que otros, y entonces empieza la gran historia de amor final que es la declaración del fracaso definitivo de todas las monjas y monjes portugueses de este mundo.

(Alguna vez dije que solo conozco dos historias de amor en la literatura de este siglo: la de Ulrich y su hermana, de Musil; y la de Marie du Port y el jefe, de Simenon. Me parece —pero esperemos a que termine esta primera fase de encandilamiento— que también incluiré a la deliberadamente antiabelardoheloisiana de Ferdydurke e Isabel). Es un libro verdaderamente respetable y verdaderamente sano.

8 de febrero de 1959

 

 

 

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