El lector como un misterio a ser revelado
Por Juan Mattio
Miércoles 20 de abril de 2022
"Una sociedad de lectores es una de las utopías más hermosas y más necesarias de las que disponemos": una lectura de Ejemplares únicos (Bajo la Luna), del escritor y librero Patricio Rago, "un bestiario de personas que buscan, a veces persiguen con desesperación, libros y lecturas".
Por Juan Mattio.
Podríamos pensar que este libro, Ejemplares únicos (Bajo La Luna), tiene su origen en Aristipo, una de las mejores librerías de usados de la ciudad de Buenos Aires. Es un espacio que se fue convirtiendo en contraseña de una sociedad de lectores y lectoras que frecuentan el local en la avenida Scalabrini Ortiz para encontrar sus próximas lecturas pero, también, para conversar con Patricio Rago, su autor. La conversación es uno de los dones más hermosos que conozco y a Rago, sin duda, le fue dado. Pero, además, él ejerce su oficio de librero con honestidad, es decir, le interesan los libros, la literatura, la filosofía, es entonces un lector antes que un librero y por eso puede recomendar y guiar a quienes nos acercamos a la librería.
Decía recién que Aristipo es un lugar real y que podríamos leer Ejemplares únicos desde esa coordenada. Lo que nos pondría frente a la pregunta de si lo que estamos leyendo son crónicas y, por lo tanto, se ubican en el campo de la no-ficción.
Creo que debemos resistir esa tentación aunque tenga su encanto. Porque si bien el material de origen, la materia prima, podríamos decir, pueden ser eventos verídicos, el trabajo de Rago en este libro es convertir las escenas en pequeñas iluminaciones sobre dos preguntas importantes: ¿qué es un lector?, ¿por qué leemos?
Y para eso se vale de un procedimiento borgeano: el apócrifo. ¿Qué es un apócrifo? Una versión no necesariamente falsa pero sí distorsionada de lo real. Una copia que se desentiende del original para convertirse en algo en sí misma. Y es también una forma de poner en estado de pregunta nuestra relación con la realidad. ¿Podemos dar cuenta de ella de otra forma que no sea a través de relatos apócrifos?
Me gustaría tomar una nota al pie que aparece en una de las primeras escenas del libro:
1. Poco se sabe de Aristipo. Dicen que nació en Cirene, al norte de Libia, en el año 435 a. C. y que murió en esa misma ciudad en el 350 a. C. Parece que en su juventud viajó a Atenas donde fue discípulo de Sócrates y que, al volver, fundó la llamada escuela cirenaica. Fue uno de los primeros filósofos que predicó el hedonismo. Algunas anécdotas y testimonios acerca de su vida fueron recogidos por Diógenes Laercio en su Vidas de los filósofos más ilustres. No hay mucho más. De su obra no se conserva nada, apenas algunas cartas, todas dudosas.
La historia suele ser bastante aburrida, así que con el tiempo me fui inventando una biografía mucho más interesante. Entonces, cada vez que me preguntan por Aristipo, digo que era un filósofo griego de la escuela hedonista, un loco hermoso —lo imagino flaco, fibroso, de piel oscura y rulos negros, una especie de Ronaldinho pero con túnica blanca—, un predicador del placer en cada una de sus formas. El filósofo del cuerpo, de los sentidos, de las experiencias vitales, intensas, ricas, transfiguradoras. Lo imagino bromista, juguetón, alegre, despreocupado —su risa enorme, luminosa, llena de vida—. Lo imagino tierno, sensual, romántico, salvaje, un soñador capaz de quedarse horas y horas mirando el mar sin pensar en nada.
De a poco voy creando el mito, me divierte.
Y cuando me canso de hablar de la doctrina del placer como bien supremo, hablo de política, que es la otra cara de la misma moneda. Entonces digo que era un revolucionario —lo llamaban Aristipo El Africano, miento—, un militante de las causas de liberación de los pueblos oprimidos, y que por eso fue perseguido y condenado. Sus obras ardieron en hogueras públicas, sus enseñanzas fueron prohibidas. El filósofo del ocio. Un apologista de trabajar lo menos posible, y siempre con amor y dedicación, y en igualdad de condiciones. Me gusta imaginarlo organizando cooperativas, llamando a la desobediencia, agitando la autogestión, boicoteando los monopolios. Una economía sin patrones. Nada de dejarse explotar por el imperialismo griego, nada de comprar lo que el imperio produce.
Hasta me inventé —y me sigo inventando— una sociedad aristípica, con una ética, una organización política, una educación, una arquitectura, y unas pocas leyes. La principal: Prohibido explotar.
También le inventé algunas obras: Sobre la desnudez, Tratado sobre el olfato, De la importancia de los mimos, Acerca de la risa, Contra el poder, Sobre el derecho a la luz del sol, todas perdidas, por supuesto.
Nada se sabe de su muerte, pero me divierte pensar que Aristipo murió de viejo, en su casa, en una fiesta a la que convocó a todos sus amigos para despedirse. Sus últimas palabras fueron: Puto el que lee. LTA.
No es difícil pensar que esa sociedad aristípica, la utopía que propone Rago, es, también, una sociedad de lectores. Y por eso Ejemplares únicos no puede hacer otra cosa que construir, en cada página, un bestiario de personas que buscan, a veces persiguen con desesperación, libros y lecturas.
¿Qué tipo de animal fantástico es un lector o una lectora en nuestros tiempos? Creo que esta es una pregunta fundamental. Una práctica social que no genera ningún valor, ni de uso ni de cambio.
Piglia dice en Crítica y ficción:
Yo siempre digo en broma […] que esta sociedad no inventaría la literatura si no la hubiera encontrado hecha. No se le hubiera ocurrido a la sociedad capitalista inventar una práctica tan privada, tan improductiva desde el punto de vista económico.
Pensemos en personas que eligen el camino de la auto enajenación, escapistas de la realidad brutal y del hastío cotidiano. Podemos imaginarlos en habitaciones o en bares o en plazas, arrojados a la lectura, solitarios, abstraídos, como pequeñas islas en el océano de lo social. Y Rago logra capturar escenas breves de un momento fundamental en la lectura que es cuando un lector o una lectora está buscando qué leer, cuando está armando ese mapa de información que es necesaria antes de enfrentar un libro o un autor, como dice uno de los personajes: “hay que elegir muy bien el próximo libro que se va a leer porque no hay tiempo para leer todo”. Por ejemplo:
Habrá venido unas seis u ocho veces. Siempre entra cuando hay gente y nunca saluda, ni al llegar ni al irse. Con imperturbable seriedad revisa uno por uno los estantes de la librería. Cada rincón, cada centímetro. No se le escapa nada. Arranca religiosamente por la derecha y después de dar toda la vuelta, revisar la mesa de recomendados y arrodillarse para examinar los que están apilados en el piso, sale, se va. A veces agarra un libro y lo mira, lo abre, pasa sus hojas, lee un poco, después lo deja. Nunca pregunta un precio. Jamás compró un libro. No conozco el sonido de su voz.
Hasta ahí bien.
Al principio pensé que debía ser el clásico lector que nunca compra nada —o por lo menos no a mí—. Supuse que no debía tener un mango y que venía solo a ver mi selección de recomendados para buscarlos después en las cajas de ofertas de los parques o en las mesas de saldo de calle Corrientes. Yo también lo había hecho en mi adolescencia, cuando no tenía un peso. Me pasaba tardes enteras revisando mesas y hablando con libreros que sabían una enormidad —sobre todo con Hugo—. Los masacraba a preguntas para sacarles información sobre autores, títulos, ediciones y traducciones de libros que después terminaba comprando por dos pesos a los manteros del Parque Centenario o en alguna librería de barrio cuyo dueño no tenía ni puta idea de lo que estaba vendiendo.
Esa forma de pensar que tiene el narrador de Ejemplares únicos, esa perspectiva, esos “tipos” de lectores que va construyendo, esa propia experiencia lectora puesta a jugar, es lo que hace que Hernán Ronsino tenga razón en su comentario de contratapa, estamos frente a un detective que investiga el acto de lectura como si se tratara de un micro-crimen casi imperceptible.
Pero Rago también captura esa extraña relación de un lector con sus libros, esa particular forma de propiedad donde los objetos libros son, de alguna manera, la materialización de sus lecturas. Por ejemplo:
Seis meses antes, Juliana, una clienta amiga, gran lectora, amante de Pasolini y de Zweig, me había contado que un íntimo amigo suyo, padrino de su hijo mayor, había fallecido. Alberto era profesor de Letras en la UBA. Un día, de repente, empezó a sentirse mal, fue al hospital y se murió. No tenía hijos ni hermanos. Los herederos eran unos primos con lo que no tenía relación hacía años.
—Cuando los llamé para avisarles lo primero que me dijeron es que ellos no tenían plata para el velorio—me dijo—, ni les importó.
Juliana quería que yo comprara los libros, pero la casa estaba cerrada y los únicos que tenían acceso eran los herederos. La última vez que habló, me dijo, les preguntó si podía ir a recuperar unos libros que le había prestado a Alberto. Le dijeron que le iban a avisar.
Al final, Patricio termina comprando parte de esa biblioteca a unos cartoneros.
A la tarde vino Juliana, vio las pilas en el piso y sobre la mesa. Se puso a mirar.
—No hay mucho —le dije—, todo lo demás lo deben haber vendido antes o se lo habrán llevado otros cartoneros, no sé.
La vi arrodillarse contra una de las pilas y levantar un libro. Lo abrió y sonrió. Después lo dejó.
—No hay derecho —me dijo.
Yo pensé en abrazarla pero no había tanta confianza. En cambio le dije:
—Quizás aparecen más, hay que ver.
No me creyó, desde luego, pero no había mucho más para decir.
Siguió mirando los libros. Yo la dejé. Me pareció que tal vez fuera esa una oportunidad para despedirse de su amigo; no debía ser ni la forma ni el lugar que ella había imaginado, pero así era, así estaba siendo.
—Ya está —me dijo cuando se fue.
La figura del lector como un misterio a ser revelado y la figura de esa mujer que se despide de su amigo hojeando sus libros creo que sirven como síntesis de lo que Ejemplares únicos se propone y logra: mostrar la sensibilidad, los afectos, lo que hay detrás de esa práctica que es leer.
Pero hay algo más. Mientras leía el libro empecé a encontrar un nombre que insiste: Hugo. Hugo es un librero que tiene un puesto de libros usados en Parque Centenario desde hace muchos años. Y que formó a una cantidad enorme de lectores jóvenes que íbamos a su puesto no a comprar sino a conversar sobre literatura y a dejar que él nos explicara quién era William Faulkner, qué cosa había que leer primero de Carson McCullers, qué cosa no valía tanto la pena de Henry Miller, cuál era la mejor traducción de Salinger.
Hugo da –dio durante años- pequeñas clases de literatura a una multitud de adolescentes y jóvenes ávidos, inquietos, que buscaban la fascinación en la literatura. No cobró por su saber. Lo dio sin esperar nada a cambio. Lo dio porque entendía que una sociedad de lectores es una de las utopías más hermosas y más necesarias de las que disponemos.
Patricio dice que Hugo es su maestro. Hugo es un librero que practica su oficio desde un rincón de la ciudad de Buenos Aires y desde ahí construyó una red invisible de lectores, algo parecido a un complot para escapar de la realidad y sus violencias. Pero Ejemplares únicos no trabaja en el campo de lo verídico. Y Hugo entonces no es Hugo sino un signo, una función, la figura extraña donde se condensa la sociedad arístipica, ese sueño maravilloso sobre el que escribe Patricio Rago.