El gran rumor de Josefina Vicens

Jueves 03 de abril de 2025
Fondo de Cultura edita a una autora clave de las letras mexicanas con El libro vacío / Los años falsos.
Por Alline Petersson.
No usar la voz íntima sino el gran rumor
El libro vacío
Y eso hizo Josefina Vicens en su escritura y en su habla, prodigarse en un rumor envolvente y seco a la vez, sin el oropel de los adornos. Sin hacer alarde de su intimidad que sabiamente se reservó. Su caso es peculiar por las fechas de publicación de sus novelas: El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982), entre las que media una gran distancia. Peculiar lo es por las actividades de su autora. Y por los años que han transcurrido hasta esta nueva edición del Fondo de Cultura Económica que yo celebro.
Cuando El libro vacío salió a la luz fue ampliamente comentado. Su temática se distanciaba de las búsquedas de ese entonces, muy ceñidas aún a ciertos tonos provincianos que empezaban a desvanecerse. ¿Y cómo no si La región más transparente se publica ese mismo año? Y los inmarcesibles libros de Juan Rulfo, si bien de corte rural, su forma, desarrollo literario del habla y su trasposición del tiempo los eleva a un espacio que va a eximirlos de la etiqueta de costumbrismo. La mirada comenzó a extenderse por horizontes más vastos.
Lo que resulta sobresaliente en El libro vacío es su tema y tratamiento. El libro puede abordarse desde dos ángulos que, al complementarse uno con el otro, le otorgan enorme fuerza. Se puede hablar del personaje —José García, escritor frustrado—, quien no ceja en su intento por alcanzar la palabra, el cómo, la historia que quisiera narrar. Acosado por la fatalidad, obedece el mandato interior que lo martiriza de la primera a la última página del texto. Está conminado a escribir. Su vida insignificante de empleado de poco rango conmueve al lector, al reconocerse éste en sus reflexiones. La persistencia de su búsqueda es la piedra de Sísifo. Y pese a que la ciudad y sus costumbres se han modificado —y tanto—, al hurgar el libro en los entresijos de la naturaleza humana, inevitablemente los hacemos nuestros.
Sin embargo, detrás de la pluma torpe de José García se perfila la pluma espléndida de Josefina Vicens. Entonces, si se lee desde la propuesta de su autora, la novela se transforma, además, en una meditación —que rebasa al protagonista—: el oscuro acto de escribir, la escritura como personaje central, sin que por ello se descuiden los hilos de la trama sobre los ires y venires de García.
Muchos se han detenido a reflexionar acerca de la amenaza que representa la página en blanco, acerca de la urgencia para llenarla más allá de cualquier otra consideración. Se ha hablado también de la musa y el oficio y de su entrelazamiento para alcanzar el objetivo. Este asunto, que pudiera resultar árido, lejano quizá a las miras del lector, en El libro vacío se traduce en el desarrollo luminoso del relato, pero, asimismo, en la búsqueda inmisericorde para que quien tenga —en este caso— la novela entre las manos se apasione con ella y no la suelte. Éste es su gran mérito.
Y es que de los dos cuadernos de José García, el bueno, el que va ser pulido para ser publicado, no llegará a albergar ni una sola letra, mientras su propia vida irá transcurriendo con sus pequeños accidentes cotidianos. Pero el libro verdadero, éste que ha tomado cuerpo aquí, se despliega con el atractivo de una inteligencia que no se hace trampas y que hurga en las razones de vida y escritura. El qué contar y el cómo. ¿Qué es lo digno de ser dicho? ¿Cuál es la palabra que lo refleja?
Entre sus páginas se diseca lo que suele sucederle a quienes se asoman al acto de la escritura.
Y lo que en un momento parece relevante, en otro muestra su ineficacia ante los mismos ojos de quien lo forja. Se trata —para Josefina Vicens— de una exploración alrededor del proceso de la creación en amplio. Pero se trata asimismo de la certeza —la de García, la de Vicens, la nuestra— de que no hay forma de esquivarla cuando, a veces, dicho impulso nos visita. El ansia que suele rondarnos en la búsqueda inevitable de trascendencia.
“Pues, ¿qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que ‘nada tiene que decir’? Nos dice: ‘nada’, y esa nada —que es la de todos nosotros— se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres.”
Tomo este fragmento de la carta de Octavio Paz que sirvió de prefacio a la segunda edición de El libro vacío. Y es precisamente eso lo que nos hace cómplices de su lectura. El vacío que nos habita y al que queremos darle la espalda, aunque estemos ciertos de que todos lo padecemos, de que el tránsito humano se acompaña primero de nuestra única verdad: la muerte, y después, de un deseo más allá de lo razonable: el buscar librarnos de la estrechez de los límites de la vida.
En la época en que se hizo la novela estaba en auge el pensamiento existencialista que hablaba de la futilidad de la vida. Muchos años han pasado desde entonces, pero la vida contemporánea nos inclina a pensamientos similares. Y si El libro vacío nunca ha perdido vigencia, me parece que hoy menos que nunca, y así se irradia con perenne actualidad.
Josefina Vicens no tuvo estudios formales, su cultura fue producto de su ávida lectura, de su curiosidad insaciable, de su espíritu de lucha “fraterna”, diría Paz. Porque ella luchó, desde muy joven, en contra de la injusticia, y fue generosa para entregarse a los proyectos que se le presentaron, a los que dedicó tiempo y valor. Vicens fue una mujer arrojada en la palabra escrita y en el habla. Y si bien publicó sólo dos libros, su desempeño de luchadora fue constante. Lo hizo, por ejemplo, en favor de las mujeres, primero las campesinas, para luego extenderse en otras direcciones alrededor del trato desigual. Y ello la condujo a apoyar con entusiasmo el ingreso al mundo de las letras de nuevas escritoras. O lo hizo en la industria cinematográfica, o bregó en favor de la excelencia de las artes taurinas tan manchadas por las negociaciones turbias de los participantes.
Sí, Josefina Vicens —menuda como era— fue cronista de toros, Pepe Faroles era su firma, y estuvo a punto de ser golpeada por un boxeador, amigo de un torero muy famoso, quien resintió sus comentarios adversos. Sorprende su interés en la fiesta taurina, que se explica por su obsesión con el acto de morir. Ahí —en la plaza— se da un enfrentamiento que ella resumía como “acto metafísico”. Fue, también, escritora de guiones cinematográficos y de política bajo el sobrenombre de Diógenes García.
Pero, en realidad, lo que aquí nos ocupa es su obra literaria y su deseo de explorar en los caminos de la libertad. José García está preso por su entorno de trabajo y familia, pero esa frustrada vocación suya de escritor lo lleva a perseguir un espacio más amplio para dejarse sentir, para sentirse ser.
Y si bien a veces la crítica se apoya en la biografía del autor y a veces la rechaza, a mí me parece que siempre estarán presentes los intersticios que forjan a quien escribe y que se asoman a partir de sus obsesiones. Aunque Josefina Vicens tuvo el buen gusto de no incurrir en lo que comenta Sergio Pitol: “Novelar a secas la propia vida resulta, en la mayoría de los casos, una vulgaridad, una carencia de imaginación”.
Ella nunca se permitió tal salida, sin embargo no es posible borrarse del todo. Así, el placer mórbido de Vicens por la muerte va a permear Los años falsos. Aquí también el personaje central del relato será masculino. Pero mientras José García es un hombre maduro que se acerca a la vejez, Luis Alfonso es apenas un joven a quien la vida empuja a asumir una madurez impuesta por las circunstancias.
Los años falsos pone a la vista el mal endémico nacional: la corrupción y las componendas del poder. Su lectura lleva a pensar que con los cambios que el paso del tiempo imprime en la apariencia y matices de los políticos presentes en la novela, las cosas quedaron atrás. Pero esta lacra subsiste con triste perseverancia y el libro ilustra lo que nos ha rodeado y rodea. Todo se pudre: las relaciones se pudren, se pudren los huesos bajo la tumba, se pudre la conciencia.

Con la muerte del padre del joven Luis Alfonso, éste va a ser orillado por los amigos del difunto y por su propia familia a suplantarlo. A suplantarlo en las prebendas y hasta en el hecho de heredar la amante paterna. Y con el medio tono de su escritura, Vicens recorre las triquiñuelas que han ensombrecido la vida pública por tantas generaciones. Y si su primer libro tiene un corte intimista, Los años falsos despliega la ya pública descomposición del sistema a principios de los años ochenta, cuando se publica.
Pero el libro no se detiene ahí, ya que, envueltos por el relato, la escritora hurga en los conflictos de la identidad, identidad que al personaje se le deshace. ¿Qué marca sus límites cuando tan fácilmente pueden alterarse los ejes que le dan coherencia a una vida? ¿Dónde empiezan y dónde se borran las fronteras del ser? ¿Es la identidad algo más que la apariencia? ¿Puede ser transferible como un título de propiedad? ¿Se puede aprender a ser otro?
Antes mencioné que en Los años falsos Josefina Vicens da cauce a su obsesión en torno a la muerte y a los panteones, mismos que ella visitó durante años buscando acercarse a un entendimiento del final. Y qué mejor forma para organizar el relato que frente a la tumba del padre. Ahí —durante la visita obsesiva del hijo— discurre la novela. Y ya que la muerte modifica y anula la vida de Luis Alfonso, bajo la sombra de la bugambilia, el lector va a ir conociendo los conflictos del personaje despojado de su calidad de hijo para convertirse en una especie de marido de su madre, padre de sus hermanas y amante real de la otra mujer de su progenitor. Sus propios deseos quedarán enterrados.
El manejo de las personas narrativas es muy interesante, el yo cambia de rostro, hay también un nosotros que abarca a hijo y padre al haberse extraviado los límites entre uno y otro. Josefina Vicens altera el cauce del tiempo, y será el muerto el verdaderamente vivo mientras el hijo quedará marchito dentro del sepulcro.
Tus amigos me han hecho de ti un retrato fiel: eras “el más macho de todos, el más atravesado y el más disparador”. De no haber ocurrido ese accidente estúpido, pronto habrías “pisado fuerte y llegado muy alto”. Ahora yo tengo que hacerlo. ¿Por qué, papá?
El conflicto que se suscita con la suplantación despoja al joven de la individualidad de su existencia. Éste —como José García en El libro vacío— desea huir de las cadenas que lo sujetan a una vida que, en su caso, no es la propia. Vicens buscará de nuevo indagar en las barreras de la libertad. Y si bien ambas novelas van a ceñirse al planteamiento del relato y al tema de la libertad, a aquellos aconteceres que se narran, la escritura de Josefina Vicens invita a una reflexión mucho más ambiciosa.
La personalidad de Luis Alfonso, de tintes suaves y no brutales como los paternos, debe asumir, además, otra de nuestras lacras culturales: el machismo, la violencia que toma por la fuerza lo que le es vedado. La pistola —causa de la muerte accidental del padre— llegará a las manos del hijo como símbolo de autoridad y como un emblema de lo fálico. Es decir, de las características viriles en su acepción más pedestre.
La libertad —sus límites— no ha sido ni será nunca clara. Se le añora, se le persigue, pero se sabe, también, que es inalcanzable. En Los años falsos, Josefina Vicens indaga alrededor de otro dique que la constriñe más aún: las imposiciones con las que la religión suele cercar al individuo.
La familia de Luis Alfonso manifiesta una obediencia ciega a la fatalidad que la religión propicia. Y el libro va a concluir con un “amén” amargo del personaje vencido. La vida terrena y el engaño comparten su razón de ser con los rezos que diluyen cualquier otra opción. Los años falsos cobra hoy nuevo aliento. Y lo que del libro haya podido quedar fechado, por el tiempo de su escritura, se desvanece, las circuntancias actuales lo devuelven con toda su frescura brutal.
Lo hondo que Josefina Vicens se sumerge en sus novelas le permite a éstas adecuarse sin obstáculo a la época de quien las lea. Así, el lector no puede menos que admirar la agudeza de la autora que le presenta asuntos donde el paso del tiempo radicará apenas en ciertas circunstancias externas bastante irrelevantes. En el fondo, aquello que preocupaba a Vicens no caduca. Es más espeso que la sombra de la enredadera de la tumba del padre y más acuciante que la necesidad de José García en su empeño por exprimir sus experiencias y su lenguaje.
Si algo enfatizó siempre ella fue la certeza de que la pasión debe acompañar los actos que se emprenden. Pasión que manifestó no sólo en sus actividades profesionales, sino también en su mirada interior, en su capacidad para observar las cosas nimias que en su escritura cobran sentido y altura.
Y es por eso, porque más allá de hechos concretos, su pensamiento merodeó tanto en la vida y sus gozos y trampas, como en la muerte, que le fue posible hablar de lo que nos atañe a todos. Es decir, al situarse en las encrucijadas vitales, dejó dos libros que viajan por la complejidad humana.
A través de su lectura se nos despliega una forma intensa, audaz, para dejar en el papel aquel “gran rumor” que permea las dudas de la especie. Vicens no ofrece respuestas, lo que hace es obligarnos a pensar al tiempo que disfrutamos el recorrido por los tonos desnudos que la singularizaron.
Y si El libro vacío se asoma a la intimidad más secreta de su personaje, Los años falsos se apoya en los acontecimientos externos que van a poner en entredicho la propia identidad. Finalmente somos ese interior individual y somos, asimismo, el producto de los sucesos exteriores que nos marcan indefectiblemente.
En su momento, el primer libro recibió la tercera emisión del premio “Xavier Villaurrutia”, después de Juan Rulfo y Octavio Paz, y el segundo, el “Juchimán de Plata”. Ambos fueron traducidos al inglés y, en el caso de El libro vacío, previamente también al francés.
La publicación de este volumen es un acontecimiento para las letras mexicanas. Una merecida recuperación de una obra que debió estar siempre al alcance de la mano. Las reflexiones de Josefina Vicens siguen siendo las nuestras.
Aline Pettersson
25 de febrero de 2006