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El espejismo y su reverso

Una antología literaria sobre Nueva York

Nueva York: historias de dos ciudades (Nórdica) incluye textos de Zadie Smith, Junot Díaz, Lydia Davis, Teju Cole, Valeria Luiselli, David Byrne y más. En total son 30 escritores incluidos en la antología, que trae un prólogo de Antonio Muñoz Molina, que aquí presentamos.

Texto: Antonio Muñoz Molina.

Nueva York es una ciudad y un espejismo de ciudad. La ciudad llevaba varios siglos existiendo antes de que surgiera el espejismo que la representa en el mundo, pero ahora ha desaparecido casi por completo detrás de él. Nueva York fue primero un puerto para el comercio y, a continuación, un centro formidable de manufactura: el puerto del que salían hacia Europa las pieles de los animales y el algodón que recolectaban los esclavos en las plantaciones del sur; y luego el polo de atracción de los millones de emigrantes que venían huyendo de los despotismos y las hambres de Europa. Hacia mediados del siglo XIX, Herman Melville dibuja la isla de Manhattan como un contorno al que se adhieren por todas partes proas de veleros. Cualquier calle de la ciudad acaba en su cintura portuaria y en el horizonte del mar. Primero los canales y luego los ferrocarriles la conectan con la inmensidad continental del interior del país. Nueva York entonces no es un espejismo, sino lo contrario de un espejismo: un puerto de mercancías que no descansa nunca, una terminal para la exportación de productos agrícolas, materias primas, hierro, acero; un paisaje de fábricas en las que los emigrantes, hombres y mujeres, trabajan jornadas de catorce horas, y de barriadas en las que se amontonan con un espesor de humanidad y pobreza que parecería de Calcuta o de Lagos. También una metrópolis en la que se acumula la riqueza y se vuelve obscena y desmedida su exhibición.

A Henry James el prosaísmo de Nueva York lo espantaba. Se fue a Inglaterra buscando atmósferas más propicias a la literatura, y cuando al cabo de los años volvió a su ciudad natal no la reconoció: aquellas torres enormes, con su mal gusto de parodias de estilos europeos, aquellos palacios de los escandalosamente ricos. Por no hablar del espectáculo inaudito de las multitudes: los asiáticos, los italianos, los judíos, los irlandeses. Para Henry James, Nueva York era lo contrario de un espejismo: era la áspera realidad, la vulgaridad de una civilización regida por el poder de las máquinas y del dinero, por la inundación humana de los emigrantes.

Sin duda el espejismo empezó con ellos, un sueño insensato y a la vez tangible: el nombre mágico, América, el nuevo mundo imaginado en una aldea de Sicilia o en un shtetl en la llanura fangosa de Ucrania, la tierra de la abundancia vislumbrada en las postales que enviarían los parientes pioneros. Con mucha frecuencia, el espejismo se disolvía nada más bajar del barco y llegar a los tenements del Lower East Side. Pero ya entonces le servía a la ciudad de lo que ha seguido sirviéndole siempre, y cada vez más: como fuente de ingresos y como imán para abastecerla de una riada inagotable de mano de obra, de gente dispuesta a trabajar en cualquier cosa en las condiciones que sean. En Estados Unidos, contra lo que pueda imaginarse en Europa, la expresión «the American dream» se usa generalmente con toda seriedad, sin rastro de esa ironía con que no podemos dejar de mirarla nosotros. Su significado es claro y simple: la promesa de que si uno se desvive trabajando y cumple las normas, conseguirá una vida mejor para él mismo y para su familia y sus herederos.

El «New York dream» es su equivalente en muchos sentidos, pero también tiene connotaciones propias. Funciona para el haitiano ilegal que conduce un taxi dieciséis horas al día como funcionó para el judío o el italiano que a principios de siglo pasado trabajaban en un taller de confección; también para el pakistaní, el hondureño, el dominicano, el nepalí, para la muchacha china o coreana que desde la mañana a la noche no levanta los ojos de los pies de clientes a los que les lima las uñas o les masajea los talones. Personas que tienen vidas miserables en sus países de origen llegan a Nueva York, dispuestas a lo que sea por salir adelante y enviar dinero a la familia que se quedó atrás. Lo que hacen, literalmente, es sacrificarse a sí mismas en beneficio de la próxima generación. Los hijos tendrán vidas mejores, irán a la escuela, en algunos casos a la universidad. La palanca de ascenso social, muy deteriorada, sigue funcionando en ocasiones. Y esa gente pobre y muy trabajadora facilita la vida de la ciudad con un coste muy bajo, lo cual aumenta golosamente los márgenes comerciales de quienes manejan los negocios. El Tercer Mundo, contiguo al Primer Mundo, le suministra repartidores de comida a domicilio que se juegan la vida en las medianoches de invierno a cambio de propinas, camareros, limpiadoras, albañiles, cuidadoras de niños, conductores de taxis. La mezcla de la necesidad y el espejismo, aderezada por un mercado laboral en el que el despido es gratis y los trabajadores no tienen derecho a seguro médico, vacaciones o baja por maternidad —y ni siquiera por enfermedad, en muchos casos— sostienen el funcionamiento de la ciudad y el bienestar de esa parte de sus habitantes que disfruta de algún tipo de privilegio. Los más pobres acuden de todo el mundo en busca de las oportunidades laborales que ofrece la presencia copiosa de los más ricos. El efecto económico, a la larga, es perverso: cuantos más ricos llegan a Nueva York más cara se vuelve la vida, no solo para los pobres, sino para los que están convencidos de pertenecer a la clase media. En el metro, por la mañana, o hacia la medianoche, hay siempre gente trabajadora que se ha quedado dormida, emigrantes centroamericanos o asiáticos demolidos por el trabajo y la falta de sueño, viajando durante horas hasta los barrios extremos en los que pueden pagarse un alquiler.

En la crisis de los años setenta y ochenta, Nueva York perdió el puerto, y también la industria. De traficar en mercancías y de fabricarlas, Nueva York ha pasado a fabricar espejismos y traficar desvergonzadamente en ellos. La ciudad promete mucho y, en general, da bastante poco a cambio. En muchos casos, lo que da es la reiteración cínica del espejismo, la explotación de la credulidad del que lo ha confundido con la realidad. Nueva York vive ahora del espejismo de la especulación financiera y de las fantasías prefabricadas del turismo. Decía James Joyce que Roma le hacía pensar en una familia que hubiera decidido ganarse la vida exponiendo en público el cadáver de su abuela. Nueva York vende un producto que no le cuesta nada producir, y se beneficia de una campaña publicitaria formidable y continua que le sale gratis. Millones de personas colaboran —colaboramos— desinteresadamente en ella. Los turistas llegan a Nueva York tan en oleadas ansiosas como llegaban hasta hace un siglo los emigrantes, buscando la confirmación del espejismo que los periódicos, las películas, las series de televisión, han propalado. Pero Nueva York es una ciudad de gente interesada y nerviosa que no pone mucho interés en cuidar al turista y le saca el dinero hasta un grado de extorsión a cambio de muy poco: la mayor parte de los hoteles son caros y malos; la comida que se da en los sitios por los que circulan los turistas tiende a ser tóxica. El tiempo, además, una gran parte del año, es hostil, o directamente infame, pues no hay extremo que no sea posible: de calor, de frío, de nieve, de lluvia, de humedad.

Una variante ilustrada del turista y el emigrante es el interesado en las artes: el que llega a Nueva York porque le han dicho que es allí donde hay que estar, el artista plástico, el actor, el músico, el escritor. Es verdad que en Nueva York puede disfrutarse en grado máximo de lo mejor en casi todas las artes. También que es dificilísimo abrirse paso en cualquiera de ellas: es mucha la competencia, y las condiciones durísimas. Pero en nombre del espejismo, el artista está dispuesto a aceptar condiciones de vida y de trabajo que le parecerían insufribles en su país de origen. Alguno llega a algo, con mucho esfuerzo y mucha suerte, al cabo de mucho tiempo. La mayor parte se queda en nada. Pero unos y otros gastan voluntariamente las mejores energías de su juventud en trabajos con frecuencia agotadores y siempre mal retribuidos y sin seguro médico, y pagan alquileres exorbitantes para compartir viviendas en mal estado cuyos dueños no gastan nada en acondicionarlas. Jóvenes latinoamericanos o españoles de clase media con aspiraciones literarias o artísticas, se someten a sí mismos a penalidades hasta entonces inconcebibles para ellos, en nombre del espejismo de Nueva York.

En otras épocas, cuando la ciudad era más barata, cuando no se había convertido aún en el punto de destino de los plutócratas del mundo —para comprobarlo solo hay que darse un paseo por la esquina del antiguo hotel Plaza y la acera de Central Park South— el espejismo ofrecía recompensas más sólidas. Una ciudad con excelentes museos, con una alta densidad de inteligencias creativas, con espacios vacantes, con alquileres bajos, favoreció la gran explosión cultural de Nueva York, que abarca todas las artes, y que va, más o menos, de los años veinte a los primeros ochenta. El catálogo de las obras admirables creadas en la ciudad en todo ese tiempo es abrumador, así como el de los movimientos de emancipación que cuajaron en ella: el jazz, el ballet, el teatro, la novela, la poesía, la pintura, el cine, Stonewall, los derechos civiles, el feminismo militante. Las divisiones sociales existieron siempre, y la presión del dinero, y la dureza de la vida, muy difícil de imaginar para un europeo, para un español de ahora. Pero había, a pesar de todo, un margen en el que se desataban todas las energías posibles, porque había espacios en los que todo eso sucedía. Ahora no hay esquina de Manhattan que no haya sido ocupada por un banco, un Starbucks, una sucursal de la ubicua cadena de droguerías Duane Reade. Hasta ser un artista pobre cuesta muchísimo dinero. Cada día hay más gente sin hogar y casi cada mes se inaugura una torre más alta de apartamentos cada vez más caros.

De esa transformación tratan las historias de este libro. Ficciones unas veces, otras crónicas o textos memoriales, todas ellas comparten el envidiable talento anglosajón, y específicamente norteamericano, para contar lo real y lo inmediato, retratar a la gente común, atrapar los matices del habla. La variedad de los autores y las diferencias entre las calidades de cada uno dan una textura densa y rica al conjunto. Las que yo prefiero son las menos visiblemente literarias, y las que menos me gustan vienen firmadas por los autores más célebres. Quizá cuando se es demasiado conocido resulta más difícil escribir con convicción sobre los desconocidos. En Nueva York hay tantas ciudades como espejismos posibles, y tantos mundos como idiomas y orígenes. Pero lo que hay, sobre todo, son esas dos ciudades contiguas y cada vez más alejadas entre sí, la ciudad del dinero y la de la pobreza, la ciudad deslumbrante y ficticia de los espejismos y la Nueva York áspera de la realidad: áspera, con frecuencia hostil, y sin embargo con momentos y lugares de arrebatadora belleza.

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