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El efecto Bernhard

Por Matías Moscardi

Una recorrido por la obra del novelista, dramaturgo y poeta austriaco. "Las novelas de Bernhard no van a ningún lado, no se desarrollan, no avanzan, son tornillos verbales gastados por el empecinamiento de la rosca profunda: el lenguaje como descarga sintomática de algo que jamás cesa de descargarse".

Por Matías Moscardi.

 

Los orígenes de Twitter deberían buscarse en el aforismo clásico: desde el adagio hasta el proverbio, los aforismos proclaman la autonomía de las frases, su carácter insubordinado con respecto a la Obra, su resistencia a la integración en el nivel del Discurso. La literatura, en su demanda imaginaria, borra las frases al proponer objetos completos como representantes privilegiados de su ontología: libros, novelas, cuentos, poemas. En tanto objetos parciales, las frases, por sí mismas, no parecen representan ninguna literatura: quedan confinadas, de este modo, a la nebulosa de la indeterminación.

Yo asumo el fetichismo de las frases: aventura de la búsqueda del tesoro, goce físico de la marca, del subrayado. En esta escala, parecemos siempre a la expectativa del epígrafe: es la coronación de la frase por el valor su ingenio condensando. Encanto de las escrituras sentenciosas, enfáticas, proverbiales. Por otro lado, en la realidad, consecuente rechazo de toda persona que profiera sentencias, aforismos o proverbios: ¿vergüenza de quedar al descubierto en mi fetichismo? A la vez, esta seducción pulsional de la frase –¿goce de la máxima condensación, es decir, de la intensidad?– no es excluyente de otros placeres de lectura. En el prólogo a Los demonios, Borges defiende a Dostoievski así: «Nabokov declaró que no había encontrado una sola página de Dostoievski digna de ser incluida en su antología de literatura rusa. Esto quiere decir que Dostoievski no debe ser juzgado por cada página sino por la suma de páginas que componen el libro». La puntuación, la frase, el párrafo, la página, el verso, el poema, el libro: estratos, segmentaciones, intensidades distintas de nuestro deseo de lectura.

Sin embargo, el camino hacia la frase implica, primero, el camino del libro. Ahora bien: ¿cómo llegamos a un libro? ¿No les sucede, muchas veces, que si una persona determinada les recomienda uno, vamos directo a buscarlo y, al revés, si otra nos sugiere una lectura, la evitamos o la aplazamos indefinidamente? Un libro jamás se nos aparece como un objeto puro, inmaculado: siempre viene comentado, incluso subrayado por los lectores que le preceden. Hace poco, en la feria del libro, un amigo mío –poeta– fue a comprar el libro de un escritor chileno porque alguien le había dicho que se parecía a lo que él escribía: curiosidad narcisista de la lectura. ¿Otro utilizará mis frases?

Llegué a Thomas Bernhard de manera indirecta: me habían recomendado El asco. Thomas Bernhard en San Salvador, de Horacio Castellanos Moya, un libro ácido, paródicamente quejoso, sobre el lugar de la literatura y los escritores en la cultura de ese país. Previamente, había leído Los incapaces, de Alberto Montero, una novela densa, sintomática, opresiva, que insiste en las «maneras bernhardianas» de la palabra escrita. Hasta ese momento no había leído a Thomas Bernhard ni tampoco me importaba: sencillamente no había llegado a sus libros. No soy de ese tipo de lectores que se sienten en falta cuando se nombra a un autor que no leyeron.

Leí Trastorno (1966) y El malogrado (1983) porque me los crucé, azarosamente, para descargar en Epub. El azar puede ser, también, un buen consejero de lecturas. Los argumentos de las novelas de Bernhard suelen ser sencillos en términos narrativos. Por lo tanto, y en contraste con libros que demoran en exponer los acontecimientos centrales, empezar a leer una novela de Bernhard es estar instalado, de inmediato, en los hechos: en Trastorno, el hijo de un médico rural acompaña a su padre por un pueblo de Alemania donde vistan a sus pacientes; en El malogrado, el narrador monologa obsesivamente alrededor de dos muertes: la de Glenn Gould –personaje real, uno de los mejores pianistas de nuestra época– y el suicidio de Wertheimer –personaje ficticio–, de los cuales se dice que el primero era el genio y el segundo, un ambicioso.

Las novelas de Bernhard tardan un poco en entrar en calor: pero esto no tiene que ver, como decía, con el nivel de la trama sino con el nivel de la frase. El estilo de Bernhard encuentra su asidero técnico en la repetición constante, el ritornelo tenaz, inagotable, obsesivo, de una misma frase, de una misma palabra, de una misma idea: en las novelas de Bernhard, el lenguaje se precipita como un disco acabado que gira y gira y gira: la escritura encuentra su motricidad esencial en la condición eléatica del lenguaje. Por eso, las novelas de Bernhard no van a ningún lado, no se desarrollan, no avanzan, son tornillos verbales gastados por el empecinamiento de la rosca profunda: el lenguaje como descarga sintomática de algo que jamás cesa de descargarse. Como en toda práctica atravesada por la repetición, el efecto Bernhard es dilatorio: lo notamos cuando la clonación de las frases empieza a hipnotizarnos y a sacarnos el aire de a poco. 

En Trastorno, el médico y su hijo llegan a la casa de un hombre que criaba aves exóticas. El hombre se muere y las aves empiezan a emitir un chillido insoportable que no se detiene nunca. Sus familiares, desesperados, empiezan a matar y a embalsamar las aves, no por crueldad, sino porque no aguantan más el ruido de su duelo. Así van transcurriendo las visitas y los trastornos, hasta que padre e hijo llegan al castillo del príncipe Saurau. Al principio, el príncipe parece razonable, juicioso; pero habla demasiado, no para de hablar, hasta que llega un punto en el que su voz se empieza a ir de mambo por completo y logra acaparar, a la fuerza, el lugar del narrador, como si poder político y poder simbólico fueran un mismo organismo.

En un ensayo de Cioran sobre Henri Michaux, que casualmente estaba leyendo por estos días, Cioran escribe sobre su amigo: «Nada es más agradable, al menos para mí, que una conversación con Michaux sobre enfermedades. Se diría que las ha presentido y temido todas, que las ha esperado y huido: todos sus libros son un desfile de síntomas, de amenazas vislumbradas y en parte actualizadas, de dolencias pensadas y repensadas. Su sensibilidad para las diversas modalidades de desequilibrio es prodigiosa». Lo mismo podría de decirse de las novelas de Bernhard. También esta otra frase de Cioran, producto de la coincidencia de las lecturas, me hizo pensar en Thomas Bernhard: «La política, baja tentación prometeica, ¿qué es sino un desequilibrio permanente, exasperado, la maldición por excelencia de un simio megalómano?». De pronto, Cioran relaciona la política con el trance alucinógeno que producen algunas sustancias psicotrópicas. Escribe Bernhard, justamente: «La oscuridad es una ciencia política». Pero ¿qué relación existe entre la alucinación, la política y las frases? Ahí lo vemos al príncipe de Saurau, monologando sin parar, frenético, saltando de un tema al otro, sin ilación: «El Estado está apolillado, digo; en serio, el Estado está apolillado. En los últimos tiempos, mi frase favorita es, querido doctor, el Estado está apolillado». El trastorno del príncipe consiste, precisamente, en que las frases han tomado el control de su discurso, y no al revés: el discurso ya no controla las frases que profiere. Nada más y nada menos: el poder político está hecho de frases que se han autonomizado del discurso. Dicho de otro modo: las frases han adquirido mayor poder que el discurso que las produce; las frases del príncipe son frases que, de tanta rosca, se han rebelado ante el discurso.

Lo mismo le ocurre al narrador de El malogrado: «Decimos una palabra y aniquilamos a un hombre, sin que ese hombre aniquilado por nosotros, en el momento en que pronunciamos la palabra que lo aniquila, se dé cuenta de ese hecho mortal». El «malogrado» es, precisamente, la palabra mortal –pronunciada como inocente apodo por Glenn Gould– que termina por aniquilar a Wertheimer. En las novelas de Bernhard, el poder del lenguaje subyace en sus moléculas mínimas: una palabrita, una frase, son suficientes para desencadenar los efectos más devastadores.

Por último: «el pianista ideal es el que quiere ser piano» escribe el narrador de El malogrado. ¿El escritor ideal será, entonces, el que quiere ser puro lenguaje, palabras y frases sueltas sin remisión a ninguna totalidad, a ningún poder exterior que dictamine órdenes y segmentaciones reguladoras del sentido y de la intensidad del lenguaje? Como si la literatura y la música, en las novelas de Bernhard, existieran en función de una inexistencia primordial: la ausencia de un lenguaje total que cumpla con su fantasía de ser completamente entendido. Así lo resume el príncipe: «Si hubiera un lenguaje que se entendiera, todo estaría de más».

 

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