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Diego Muzzio: "Puedo pasar meses o años corrigiendo un libro"

Por Luciano Lamberti

"Creo que uno escribe apoyándose en el bagaje de lecturas que va acumulando a lo largo de los años, y al momento de escribir todo eso está presente, juega un papel importante, ya sea de manera positiva o negativa, a nivel consciente o inconsciente", dice desde París, donde reside, el autor de Doscientos canguros, cuentos que son novedad de editorial Entropía.

Por Luciano Lamberti.  

 

Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) ya había sorprendido gratamente con la publicación de Las esferas invisibles, tres nouvelles góticas ambientadas en la época de la peste en Buenos Aires. Ahora vuelve al ruedo con Doscientos canguros (Entropía), un libro de cuentos muy contemporáneos, cuyas tramas y acontecimientos bordean el absurdo y el fantástico.

Muzzio estudió Letras en la UBA y hace tiempo ya que vive en París. Ha publicado, también, libros de poemas y un buen número de libros infantiles. Hablamos una mañana por Skype de sus comienzos como escritor, del libro que acaba de salir, de la irrupción de los animales en la trama y de la diferencia entre escribir para adultos y para niños.

 

¿Cómo empezaste a escribir? ¿Venís de una familia lectora?

No, no vengo de una familia lectora. En mi casa no había biblioteca. Algunos diccionarios, una enciclopedia, pero biblioteca no. Igual, desde chico mis viejos me incitaron a leer. Siempre me pareció rara esa especie de obsesión por la lectura, de parte de unos padres que no eran especialmente lectores. Tal vez antes se le daba otro valor a la lectura y a los libros. Mi viejo murió cuando yo tenía diez años. Antes de su muerte yo leía, pero más bien obligado. Después de la muerte de mi viejo empecé a leer por mi cuenta. Leía mucho, muchísimo. Los libros eran mi refugio. Y empecé a escribir también desde muy chico. Me gustaba buscar en mapas y diccionarios los lugares donde se desarrollaría la historia, tomaba notas, hacía un trabajo previo de investigación, y la cosa se quedaba más o menos ahí. Pero era divertida esa búsqueda. Como un juego. Jugaba a ser escritor.

¿Cómo armaste este libro? ¿Cómo escribís, en general? ¿Tenés algún método?

Me gusta tomar un tema en particular y escribir a partir de ese tema. En el caso de Doscientos canguros ese tema dominante es la paternidad. Cuando empecé a escribir el libro acababa de nacer mi hijo. Ahí había un tema a explorar, y los cuentos se fueron sucediendo. Se dio casi naturalmente. Cuando puedo, me gusta escribir por la mañana. Para mí es el mejor momento para escribir, levantarme muy temprano y trabajar hasta el mediodía. Normalmente, trabajo en varios libros al mismo tiempo. Es una de las ventajas de escribir para adultos y también para chicos o adolescentes. Puedo trabajar en algo y, si me quedo empantanado por algún motivo, dejo descansar ese texto y paso a otra cosa.

¿Hay alguna diferencia entre escribir libros infantiles y libros para adultos?

Sí, muchísima diferencia. Cuando escribo para chicos puedo delirar completamente, me divierto mucho. A veces me río a carcajadas mientras estoy escribiendo. Me siento más liviano, más libre, en algún sentido. Pero intento que los adultos también puedan disfrutar de mis libros para chicos, que puedan entrar en el texto, que encuentren algún lugar como lectores. No sé si lo logro, pero trato. Supongo que esto me viene de haber leído muchos libros a mis hijos, libros que a ellos tal vez les gustaban pero que para mí eran soporíferos. Y yo notaba ahí una gran diferencia, digo, entre esos libros escritos exclusivamente para chicos y otros autores, como Roald Dahl, o Rodari, o Lewis Carroll. Creo que un buen libro para chicos está dirigido también a los adultos, puede ser disfrutado tan intensamente tanto por los chicos como por los padres. Cuando escribo exclusivamente para adultos es otra cosa. Un trabajo más denso, en muchos sentidos, que a veces puede ser de una lentitud exasperante. En lo que no noto ningún cambio es a la hora de corregir. La corrección se ha transformado en una actividad casi obsesiva para mí. Puedo pasar meses o años corrigiendo un libro, ya sea para chicos o para adultos.

En Las esferas invisibles usás un lenguaje barroco, quizás propio de la narración histórica, mientras que el de Doscientos canguros es mucho más contemporáneo. ¿Creés que la forma cambia de acuerdo al tema?

Sí, creo que la forma cambia con respecto al tema, a muchos niveles. Un personaje del Buenos Aires de 1870, por ejemplo, no puede hablar como un argentino del año 2019. Es evidente. Tampoco hay que dejarse llevar, creo, por la caricatura, el intentar recrear un lenguaje o una entonación particular, sino dosificar, ensamblar ambas cosas. En alguna crítica a Las esferas invisibles leí, y creo que era una especie de reproche que hacía el crítico, que había usado la palabra “escaparate”. Bueno, yo no sé si en el lenguaje de entonces (los años de la fiebre amarilla) existía la palabra “vidriera”. Este tipo de detalle fue una preocupación constante a lo largo de la escritura del libro. Alguien podría decir, y con razón: “bueno, pero el narrador no tiene por qué adecuarse al lenguaje de la época”. Puede ser. Pero me pareció que, si quería hacer hablar a los personajes con ciertos giros o vocabulario del siglo XIX, después la voz del narrador no podía pasar así, de un salto, a utilizar un vocabulario contemporáneo. Intenté que fuera lo más neutro posible. Esto es tal vez un ejemplo de cómo el tema puede determinar la forma en una narración. En Doscientos Canguros, claro, no hay ese barroquismo en el lenguaje. Aunque también es verdad que intento utilizar un vocabulario bastante neutro a la hora de escribir. Es una cuestión de preferencias, de gustos, digamos…

¿Qué es lo que hace al hombre “diferente al resto de los animales”? ¿Los animales son un elemento perturbador, casi fantástico en el libro?

La consciencia de su propia mortalidad. Los animales no saben que van a morir, no son conscientes de su propia mortalidad. Esa es una de las grandes diferencias. Y sí, podríamos decir que los animales son, como vos decís, un elemento perturbador en el libro. Yo soy bastante fóbico con los animales, con la mayoría de los animales. Las ratas, por ejemplo, me causan pavor. Eso es bastante normal, creo, le pasa a mucha gente: con las ratas, o con insectos, arañas, cucarachas… Pero, a medida que fui creciendo, empecé a sentir desagrado hacia otros bichos, perros, gatos, pájaros… No me gusta tocarlos, ni que me toquen. No es que me provoquen asco, pero me causan una extraña desconfianza, un estado de alerta. No sabría muy bien cómo explicarlo.

En los cuentos abordás momentos críticos de la historia argentina, como la dictadura o la guerra de Malvinas. ¿Cuál es el desafío a la hora de escribir sobre temas tan transitados?

Justamente, el desafío tal vez consista en abordar esos temas desde otro ángulo. El cuento Caballo en llamas, por ejemplo, es una historia de amor disimulada bajo una historia de guerra, y en Los discípulos de Buda el torturador es un fanático del ajedrez. En el momento de escribir ambos cuentos me pareció que podía abordar esos temas porque me desviaba un poco de lo previsto. Además, creo, el componente histórico de los cuentos funciona, en ambos casos, un poco como telón de fondo. La historia va por otro lado.

¿“El cielo de las tortugas” es una suerte de reescritura de “La señorita Cora” de Cortázar? ¿Qué modelos literarios tenías a la hora de escribir estos cuentos?

No, la verdad que no tuve en cuenta el cuento de Cortázar a la hora de escribir El cielo de las tortugas. Leí La señorita Cora hace muchos años, y no había vuelto a leerlo desde entonces. Ese cuento en particular apareció publicado por primera vez en una antología que tenía como tema la eutanasia, fue un encargo, y después me pareció que encajaba bien en el conjunto del libro. En cuanto a los modelos literarios, bueno, no creo que haya tomado conscientemente un modelo en particular para escribir este libro. Creo que uno escribe apoyándose en el bagaje de lecturas que va acumulando a lo largo de los años, y al momento de escribir todo eso está presente, juega un papel importante, ya sea de manera positiva o negativa, a nivel consciente o inconsciente. Si se da a nivel consciente, si uno se da cuenta de que la influencia de determinado autor es muy fuerte en algún texto en particular, la primera reacción es intentar salir de ese lugar. A veces se puede, otras no, y hasta es probable que esa imposibilidad nos obligue a abandonar el texto, o a intentar replantearlo de una perspectiva totalmente distinta. Pero la mayoría de las veces uno no se da cuenta de las influencias que van modelando un cuento, o una novela, si no no sé si nos sentaríamos a escribir.

Muchos cuentos abordan el tema de la paternidad y de la herencia, ¿es algo que te interesa particularmente a la hora de escribir? ¿En “El caza Zero” la herencia del padre del protagonista es un destino del que no puede escapar?

Como te decía, el tema de la paternidad me interesó en ese momento en particular porque yo acababa de ser padre, pero es posible que, de no de haber sido así, lo hubiese abordado de todas maneras en algún momento de mi vida. En El caza Zero, específicamente, pienso que el protagonista, de una manera lateral y monstruosa, sí escapa a la herencia paterna. Se transforma en un monstruo, en alguien peor que su propio padre. Y, aunque al final podamos suponer que regresa a su antigua vida rutinaria, ese acto terrible cambia su vida para siempre. Al menos, eso imagino yo. Creo que muchos de mis cuentos pueden leerse en espejo. Las tramas se invierten. No es algo que haga de manera consciente, y generalmente me doy cuenta de este mecanismo mucho después de escribirlos. Caballo en llamas, por ejemplo, podría leerse como reverso de El caza Zero. O El hombre neutral como una inversión de La estructura de los mamíferos. Esa especie de dualidad tal vez me persigue.

 

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