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Diamela Eltit: el ojo en la mira

La autora de Impuesto a la carne narra en su nuevo libro, El ojo en la mira (Ampersand), los primeros tiempos de docencia en el liceo y labores publicitarias mientras escribía su primera novela. Un extracto para quedarse con ganas de más.

 Por Diamela Eltit.

 

 

He sido profesora, primero en escuelas secundarias y más tarde en universidades, desde los veintitrés años. En ningún momento estuve interesada en incursionar en una carrera académica. Pero precisamente este hacer me permitió leer, pensar y repensar. Enseñar me obligó a escuchar y a leer de manera sistemática. De mis estudiantes, a lo largo del tiempo, he recibido muchos comentarios excepcionales, recomendaciones de lecturas, y críticas a mis métodos que me han parecido pertinentes. La docencia me ha permitido actualizar lecturas.

Tengo que reconocer que la práctica pedagógica en liceos públicos fue agotadora por las horas y horas y horas y más horas diarias que transcurrían de una sala a otra y a otra. Fueron difíciles los años en los que trabajé en liceos públicos bajo la dictadura. El tiempo más prolongado transcurrió en el Liceo Carmela Carvajal de Prat.

Eran años terribles, agobiadores, marcados por un gobierno impropio y letal, apoyado por una parte importante de la burguesía local y por sectores medios que se parapetaron tras el ejército. Formamos una especie de férrea unión con un pequeño grupo de profesores de historia, filosofía, y yo, de castellano. 

La situación era dramática para las niñas de ese tiempo. Prácticamente carecían de la posibilidad de continuar sus estudios por la debilidad que ya experimentaba la educación pública y la fragilidad económica o la abierta pobreza que iba generando la dictadura. Nuestro grupo se abocó a reformular, apoyar, innovar, establecer estrategias, usar los pequeños resquicios, incrementar saberes.

En el liceo de ese tiempo era frecuente que las inspectoras realizaran allanamientos en las salas, en los que revisaban las mochilas de las alumnas buscando pastillas anticonceptivas. Y yo, de pie en la sala, pensaba que era un atropello sin límite, pero no podía hacer nada porque necesitaba el trabajo del cual dependíamos. Mirando ese tiempo desde hoy, me resulta impactante que hubiese alumnas “soplonas” que mantenían vigilancia sobre sus profesoras y profesores. Las “soplonas” estaban diseminadas entre los últimos cursos y lo sabíamos. Recuerdo que en un aniversario de la muerte de Pablo Neruda, leí algunos de sus poemas como un homenaje a nuestro premio Nobel, ante la clase de alumnas de último año. Más tarde, durante uno de los recreos, la directora del liceo me llamó a su oficina y me dijo que estaba prohibido leer a comunistas. Me advirtió que solo porque me apreciaba no tomaba otras medidas. Entendí que la “soplona” de esa clase se había precipitado a la oficina de la directora. Sé quién fue. Nunca me olvidé de la cara de esa chica.

Pero en ese ambiente leíamos y leíamos con las estudiantes-niñas. Intentaba que ellas pensaran, ampliaran el horizonte tan reducido de esos años. Asistía a enseñar todos los días, era profesora de jornada completa y también oficiaba como jefa del Departamento de Castellano del colegio, porque fui elegida por mis colegas para esa función que implicaba la supervisión de las pruebas y distintas actividades ligadas a la materia.

En esos años, para aumentar los ingresos, realizaba trabajos adicionales que hoy podrían parecer curiosos o que, en retrospectiva, me resultan insólitos y bastante divertidos. Entre mis compañeros de literatura en la Universidad de Chile estaba el cineasta Carlos Flores. Todos compartíamos la misma posición antidictatorial y experimentábamos grandes penurias económicas. Carlos, que venía de Valdivia, empezó poco a poco a realizar algunos spots publicitarios. Después de que egresamos de la Chile, me pidió que colaborara con él. Estaba dirigiendo un comercial para una compañía de buses, Igi Llaima, que realizaba viajes a regiones. Lo que necesitaba era bastante simple: me pidió que me sentara en el bus, que contaba con un mecanismo para recostar ligeramente el asiento. Mi participación consistía en inclinar el asiento. Lo hice, y en alguna ocasión vi el comercial en la televisión.

Más adelante, Carlos me dijo que tenía una publicidad importante. Le habían encargado un spot para promover el detergente más conocido de la época: Omo. Esta vez, por la dimensión de la compañía que elaboraba el producto, podía pagarme un salario. La suma me pareció alta y necesaria, por no decir urgente. El comercial sería emitido en horarios de alta sintonía. Lo hicimos. Mi aparición en la “tele” causó cierta conmoción entre mis alumnas del liceo y mis vecinos del barrio. Yo me sentía incómoda y ridícula recomendando los beneficios del detergente, sonriendo, con la caja en la mano.

Mi última incursión en el mundo de la publicidad bajo la dirección de Carlos Flores fue para la promoción de cera Nugget. Carlos me dijo que todo iba a ir muy bien porque yo ya contaba con “experiencia” ante las cámaras. En el comercial aparecía encerando un piso y después mostraba ultraorgullosa el brillante resultado. Ese dinero contribuía a estabilizar en algo la economía de la casa. Pero mi incomodidad iba en aumento, y en el siguiente llamado para un nuevo spot le dije que realmente ese trabajo me resultaba perturbador. Más tarde, cuando la situación económica pudo estabilizarse, Carlos Flores fundó una escuela de cine de mucho prestigio.

Pude terminar mi ciclo de comerciales porque conseguí un trabajo freelance como redactora para una reconocida agencia de publicidad. Mi labor consistía en escribir una columna semanal, que se publicaba en la revista dominical del diario El Mercurio. Mi columna promovía los beneficios de una marca de cremas de belleza: humectantes, limpiadoras, nutritivas. La estrategia que utilicé para escribir esas columnas, que tenían que convencer y aumentar las ventas de los productos, se apoyó, para realzar los beneficios de las cremas que publicitaba, en algunos elementos culturales, especialmente pictóricos. Recuerdo que usé y abusé de Salvador Dalí, de Pablo Picasso, de los impresionistas. Por supuesto que las columnas no estaban firmadas. Era un trabajo anónimo. Así se cursaban esos tiempos. Había que sobrevivir.

Todo ocurría mientras trabajaba en el liceo de manera intensa. En ese tiempo escribía mi primera novela y la seguía escribiendo y repensaba lo escrito y odiaba mis limitaciones. Pero también esas clases en colegios secundarios me permitieron memorizar textos clásicos por la repetición de la misma materia, de sala en sala, mientras me desplazaba por los cursos. A B C D E F. Así leía, a lo largo de las horas, idénticas obras para doscientas cuarenta alumnas. Todavía puedo recordar de memoria largos segmentos de textos literarios. Era un trabajo realmente agotador, demasiado mal pagado. En las tardes, después de corregir toneladas de pruebas, contaba con tiempo para atender a la familia y, de a ratos, algunos días, escribir. Desde luego, mi experiencia es parecida o idéntica a la vida de muchos o miles o millones. Escribir a contracorriente podría pensarse como una forma de subversión. Pacífica. O no pacífica.

La municipalización de la enseñanza implicó una nueva humillación para nuestro gremio, los profesores. Se suspendieron la carrera docente, las mejoras salariales. Los alcaldes no solamente adeptos sino adictos a la dictadura iniciaron su vigilancia sobre los establecimientos. Recuerdo de manera especial a Herman Chadwick cuando era alcalde, un personajillo que hasta ahora circula por los espacios públicos. Lo recuerdo muy bien en un acto en el que, acompañado por su mujer, iba observando atentamente a cada una de las estudiantes niñas que estaban en una fila, mientras le comentaba a su mujer cuál de ellas le parecía en algo bonita (“no está mal”) o, para ser clara, menos fea. Así, ambos personajillos, insoportablemente clasistas, les pasaban “revista” a las niñas, que eran examinadas como si fueran animales. Fui testigo. Nunca he olvidado esa escena aterradora.

Y en uno de esos días, cuando volvía del liceo, vi a una mujer que caminaba con mucha dificultad por la calle. Se ayudaba con un “burrito” y estaba acompañada por una asistente. Caminaban justo por la vereda que estaba en la esquina de mi casa. La reconocí. Era María Luisa Bombal. Personalmente, a pesar de que no experimenté una fascinación por su trabajo literario, reconozco que tuvo un muy buen nivel de escritura y fue muy perspicaz para textualizar a la mujer burguesa. Su vida fue muy paradójica, trasgresora y hasta insólita si se piensa en su abierta posición antifeminista y filiada a la derecha.

Cuando vi a la escritora entendí que vivía allí, internada en el hogar de ancianos que había en esa casa. La fachada del hogar era mi paso obligado cuando volvía del trabajo. Me impresionó verla, pero no me atreví a saludarla, me pareció, no sé por qué, inoportuno. No pude dejar de pensar en la escritura y, en un momento complejo, oscuro, vi en ella mi destino final como escritora. Yo escribía entonces mi primera novela. Un tiempo después ella murió en el Hospital Salvador.

Muchos años más adelante, en el 2002, Jorge Arrate, mientras se desempeñaba como embajador en Buenos Aires, realizó gestiones y puso una placa conmemorativa en el edificio donde vivió María Luisa Bombal. Fue emotivo. En la calle, frente a la puerta del edificio, hablamos su sobrina, quien fue la impulsora de ese gesto, y yo. Me acordé del asilo de ancianos, de la soledad de algunas mujeres en sus finales. Ese día en Buenos Aires sucedió una de esas pequeñas, casi inadvertidas reparaciones. Y una mañana, mientras caminaba hacia el liceo donde enseñaba, me detuve frente a un puesto de diarios y leí que Louis Althusser había asesinado a su esposa. No lo podía creer. Pensé toda la mañana en la noticia. Durante un recreo se lo comenté a un colega, Gonzalo, profesor de Filosofía. Él quedó completamente conmocionado y hablamos durante todo el recreo del suceso. Sentí que compartir el hecho volvía menos fuerte la noticia.

Más adelante leí un libro de Althusser en el que se refería a sus problemas de inestabilidad emocional, a sus estadías en psiquiátricos, a su hermana, a sus sueños, a su sexualidad. Sentí que más allá de su autohistoria, él había asesinado a su esposa y el libro estaba atravesado por una forma de manipulación en la que se exculpaba a sí mismo. De manera inteligente, desde luego, después de todo Althusser fue un pensador brillante. Pero la mató. 

Y más adelante, para seguir la unión entre escritura y crimen, pensé en el libro Cárcel de mujeres. Un libro escrito por María Carolina Geel, que mató a balazos a su amante en un elegante hotel céntrico de Santiago y, de esa manera, entró de lleno a la historia de la crónica roja. Lo leí con atención porque efectivamente unía el imaginario de la letra y la sangre. O, para volver a citar a Marx: el crimen vende y produce a su vez mercancía, como la novela de Geel. Ella ya era una escritora de ficción y comentarista literaria en el poderoso diario El Mercurio. Estuvo poco tiempo en prisión y su libro fue, desde luego, un superventas. Lo más importante del libro, desde mi perspectiva, es que de manera explícita aparecía el lesbianismo como experiencia.

Me resultó evidente que María Carolina Geel produjo un libro que dejó afuera su propio crimen y, en cambio, su narración se abocó a mirar “hacia abajo” (con un clasismo insoportable) a las reclusas de la prisión. De alguna manera, y así lo sugiere en su texto, su verdadero castigo era coexistir con “esa clase” de mujeres, las delincuentes, algunas de ellas lesbianas. Ella puso y dispuso el poder de la escritura como escudo para exculparse y culpar a “las de abajo” por su condición social. El sujeto de sí que construyó me resultó demasiado manipulador y, lo más insoportable, me pareció dueña de un arribismo incomprensible.

Renuncié al trabajo en el liceo después de diez años para ingresar de lleno a la universidad. Aunque parezca melodramático o retórico, en realidad lo vivo así: una parte mía fantasmal, algunas veces, todavía camina por esas salas, entre las niñas. La memoria y sus imágenes son autónomas. Saltan. Invaden.

 

 

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