De vuelta en Tulsa otra vez
Un texto de Joe Brainard
Miércoles 14 de febrero de 2018
Tomado de Me acuerdo y otros autorretratos, el libro de Joe Brainard que acaba de publicar Eterna Cadencia Editora, uno de los textos más representativos de su estilo, su ritmo, su música al escribir, y un desenlace personalísimo. Además de su obra más conocida, Me acuerdo, en este tomo podemos encontrar misceláneas como la que sigue.
Por Joe Brainard. Traducción de Ariel Dilon.
De vuelta en Tulsa otra vez, viaje gratis mediante, desde la casa del padre de Ron: Ron viene a ser un estudiante de la Universidad de Columbia, poeta además, y el padre de Ron, un John Wayne con botas de cowboy de 80 dólares. Yo cal- zo botitas de gamuza. Pat por lo general usa zapatos chatos negros básicos, aunque le quedan mejor los tacos altos. Com - plementan sus piernas. Muy lindas. Sí, Pat también emprendió la gran vuelta a Tulsa. Los tres chiflados emprendieron la gran vuelta a Tulsa. Los tres fuckados emprendieron la gran vuelta a Tulsa. La gran vuelta a Tulsa fue acometida por Pat, Ron y yo.
El viaje de vuelta fue tan normal como puede ser un viaje teniendo en cuenta que manejaba John Wayne (en sus botas de cowboy de 80 dólares) y que nosotros, los tres “tulsanos en Nueva York”, éramos sus pasajeros. Sí, incluso Ron era un pasajero, así como ahora yo soy un convidado en mi propio hogar. En mi propio hogar soy un convidado. Nosotros los tres “pasajeros” emprendimos la gran vuelta a Tulsa. Tres personas: un extraño número de miembros para una relación. Nosotros tres: una chica y dos muchachos. ¿O debería decir mujer y hombres? Ambas cosas me dan vergüenza y parecen “no del todo bien”. Tres personas, un poeta, una mujer y un pintor. Yo vengo a ser el pintor. Pat la mujer, naturalmente, y Ron obviamente el poeta. Pero Ron obviamente es un estudiante de la Universidad de Columbia. Nosotros tres, siendo Pat mi favorita después de mí mismo, emprendimos la gran vuelta a Tulsa para el almuerzo; un almuerzo fantásticamente voluptuoso con diversión.
“Almuerzo”, le dijo Ron otra vez a su padre en botas de cowboy de 80 dólares que manejaba como un loco apuntan - do directamente a Tulsa con la seria convicción de un rum - bo. Sí, el padre de Ron estaba ansioso por llegar de vuelta a casa, de vuelta a Tulsa. De vuelta al espacio y a la claridad, las blancas y cuadradas estaciones de servicio y los estacio- namientos relucientes. El padre de Ron obviamente es de Oklahoma. Nosotros los hermanos Marx menos uno obvia - mente tan solo somos unos náufragos. Naufragando porque no somos ni neoyorkinos ni oklahomianos. Pero yo soy un pintor. No un hombre sin patria, sino un hombre (o debe - ría decir muchacho) con una patria muy pero muy grande. Una patria demasiado grande y sin escondite secreto ni club house. Sencillamente las cuotas son muy altas: demasiado, demasiado altas. El cielo es más alto en Tulsa. El cielo es más alto en Tulsa que en Nueva York.
“Almuerzo”, repetía Ron una y otra vez. Ron obviamente tenía hambre; lo que a Pat y a mí nos daba mucha envidia. Envidia porque Ron al menos momentáneamente había en - contrado alguna forma positiva y viva de existir, alguna identidad con el deseo, que realmente era . Lo envidiábamos, lo envidiábamos enormemente. Pat incluso más que yo, dado que ella es mujer y todo eso. Las mujeres son mucho más susceptibles a esas emociones: las de la envidia, o la piedad, o los celos: todas emociones poco constructivas. Sí, Pat tenía envidia. Ron tenía hambre. Y yo también tenía envidia, pero no demasiada envidia, ya que estaba constipado.
Una lista, en interés de una lista
1. Pat Mitchell
(a) envidiosa
(b) le quedan mejor los tacos altos
(c) mujer
(d) o chica
(e) náufraga
(f) sin hambre
(g) mi favorita
(h) suele usar zapatos negros chatos
2. Ron Padgett
(a) hijo de John Wayne
(b) náufrago
(c) estudiante en la Universidad de Columbia
(d) hambriento
(e) poeta
(f) heredero de unas botas de cowboy de 80 dólares
(g) “pasajero” en su propio auto familiar
3. Yo
(a) constipado
(b) envidioso, pero no demasiado
(c) autor de “De vuelta en Tulsa otra vez”
(d) pintor
(e) náufrago
(f) embrollado con la terminología; hombre o muchacho
“Almuerzo”, gritó Pat: Pat estaba ingresando en el espíritu de las cosas.
“Almuerzo”, grité yo, solo para no ser aguafiestas. Además, tenía esperanzas de encontrar un baño en el café elegido.
“Tres a uno, ¡ja ja! ¡ganamos!”, cantamos una y otra vez con la melodía de “Love Me Tender” (originalmente grabada por Elvis Presley) mientras Ron le hacía un piquete de ojos a Pat con sus dos dedos más cercanos al pulgar (bien separados) y yo le mordía en broma el dedo gordo a Ron. Su dedo gordo es gordo, saben. Sí, en ese momento realmente éramos los Tres Chiflados. O incluso los hermanos Marx menos uno. Pero cada uno de nosotros se daba cuenta de que pronto el hechizo se rompería y Pat se convertiría en una mujer, Ron en un poeta y estudiante, y yo en un pintor. Mi nombre es Joe Brainard.
Repentinamente Pat vino a parar encima mío cuando el padre de Ron, John Wayne, se salió bruscamente de la ruta apuntando directo a un pequeño café, pequeño pequeño. El súbito giro del auto a una velocidad muy alta, sí muy alta (como el cielo en Tulsa), fue algo de lo más espontáneo de parte del padre de Ron, y de lo más sorpresivo para nosotros. Sí, nos sacudió un poquito. De resultas de lo cual Pat fue proyectada de pronto sobre mi regazo, lo que parecía físicamente imposible. Como he dicho, Pat estaba sobre mi regazo, lo que me hizo sentir muy bien. Me hacía sentir muy bien tener a Pat sobre mi regazo. De hecho, me hacía sentir demasiado bien, ya que me temo que la incordié. Pat se convirtió en una mujer. El hechizo estaba roto.
Sonreí cuando mis ojos dieron con el letrerito de 7-Up colgado de una cuerda atada a un artefacto luminoso. Lo usaban como interruptor a cadena, para encender las luces. Sonreí. Me sentía bien. Me comí el almuerzo. Los tres nos comimos nuestro almuerzo, pero yo fui el único que pidió un sándwich de jamón sin mostaza: un sándwich seco para que mi Pepsi resultara más útil y gratificante. Sonreí otra vez, me reí casi, mientras echaba una lenta ojeada al café, justo después de haber tomado un enorme trago de mi Pepsi fría, y disfrutando de su efecto cosquilleante, casi quemante en mi garganta. La sentí a lo largo de todo el camino hasta mi panza; que había sido previamente aliviada gracias a “siga hasta el fondo, doble a la derecha y entre en la segunda puerta pintada de verde claro”. El café tenía un solo baño, para hombres y mujeres, así que tenías que trabar la puerta. Y si eras empleado de ahí, tenías que lavarte las manos antes de salir. Es la ley. Eso decía el letrero. No siendo empleado, saqué provecho de mi libertad. Continué observando el café, el café sin nombre en las afueras de Joplin, Missouri: pequeño, muy pequeño, con un gran cartel blanco que decía “Café”. Grandes letras de imprenta blancas sobre fondo azul, un azul de verdad. Vi muy claramente el café en su conjunto, su belleza y su razón. Qué bien me hacía sentir eso de tener ojos. Ojalá me apurara y terminara mi sándwich así podría fumar un cigarrillo; un cigarrillo Tareyton Dual con dos fálicas franjas rojas en el pa - quete. Dos franjas rojas muy cerca una de la otra. Y con un anillo blanco alrededor del filtro. Treinta centavos el paquete, veinte por paquete, un centavo y medio cada uno, y pronto desaparecerían convertidos en humo. Y yo pronto estaría en Tulsa. Traté de imaginarlo. No pude. Me di cuenta de que este preciso momento era lo único que era real e inequívoco. Me sentía bien porque me sentía bien.
“A rose is a rose is a rose is a rose is a rose” (o algo del mismo tenor).
Gertrude Stein
Canté “Vamos de paseo en un coche-coche” porque eso era lo que hacíamos. 1 Sí, íbamos otra vez de paseo en un coche-coche, un coche-coche manejado por John Wayne en dirección a Tulsa, Tulsa Oklahoma: John Waye manejando hacia Tulsa Oklahoma en botas de cowboy de 80 dólares.
Era mi turno de ir del lado de la ventanilla: qué bien. Estaba abierta, con mi brazo y mi cabeza asomados afuera, y el viento ardiéndome en la cara y volviendo todavía más difícil respirar. Canté más fuerte, pero nadie podía oírme: el viento me bajaba el volumen hasta hundirlo vibrantemente en lo profundo de mi garganta. Canté las peores canciones del mundo sin saber por qué; sin saber por qué cantaba las canciones más peores del mundo: “The Tennessee Waltz”, “Tell Me Why”, “Dancing Matilda” y “The Thing”. Y tam- bién otras, sí, muchas otras. Y otras más. Muchos muchos etcéteras.
Dormíamos. El padre de Ron manejaba. Olíamos la hierba seca: feo al principio, después la gloria. Entramos en Tulsa. ¡Uf!
¡Uf! ¡Uf!, cantamos, ¡Uf! ¡Uf! mientras entrábamos en Tulsa. ¡Uf!, sonrió John Wayne y nosotros tres cantamos: ¡Uf! ¡Uf!
Comenzó una indescriptible farsa, simplemente indescriptible, lisa y llanamente era increíble. Una farsa que únicamente podía ocurrir entre una mujer y dos hombres, una chi - ca y dos muchachos, en un coche manejado por John Wayne calzado en unas botas de cowboy de 80 dólares que manejó desde Nueva York hasta Tulsa, Tulsa Oklahoma.
Cantamos “Oklahoma”.
“O-O-O-Oklahoma”, empezamos.
“O-K-L-A-H-O-M-A, Oklahoma, O.K.”. Terminamos. Nos reímos. Ron se rió nerviosamente y yo resoplé. Pat estaba atragantada con un maní español.
Así empezó. Así empezó la farsa: la farsa empezó así.
Pat, para entonces ya verde, seguía atragantada, atragantada a muerte con su quinto maní español del día. Ron y yo nos revolcábamos por el (muy apretado) piso del Ford, en lágrimas: lágrimas de piedad o de nerviosismo no sabíamos cuál de las dos. Y nos importaba menos todavía, ya que el “espíritu” estaba en nosotros, el espíritu del que jamás dudábamos. Ron y yo estábamos rojos de la risa. Pat estaba verde por la falta de aire. El Ford era amarillo claro. El cielo era azul, un cielo azul: un alto cielo azul, como el cielo en Tulsa era. Ron sacó la lengua sin ninguna razón. Yo me reí de él por esa misma razón. Pat trató de reírse por esa misma razón, pero le resultó difícil. Le resultó de lo más difícil reírse mien- tras estaba atragantada con un maní español, especialmente por esa misma razón. Yo hice una danza de flamenco: no estaba bien hecha, pero fue voluptuosamente estimulante y muy carnalmente excitante, quiero decir, para mí. Pat se unió a ella, aunque le resultaba muy difícil bailar flamenco en un Ford amarillo que iba a 150 kilómetros por hora mientras se atragantaba con un maní español: y con un compañero, además. Pero Pat tenía el espíritu. Ron tenía el espíritu cuando se desvistió apresuradamente. Yo me desvestí. Le guiñé un ojo a Ron y dije vamos: atacamos violentamente a Pat. Funcionó, Pat se tragó su quinto maní español del día. Estábamos felices. Pat estaba especialmente feliz. Lo celebramos de una manera feliz: nos detuvimos a tomar un Dairy Queen, un cono de 25 centavos. ¡Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría! ¡Día feliz! “The sun’s a shinen, oh happy day-a, no more trouble, no skies are gray-a, oh, oh, oh, oh oh oh oh, happy day...” 2 Cantamos violentamente. Sí, violentamente, porque el Dairy Queen nos había estimulado hasta llevarnos a un grado fantástico de agudeza. Veíamos claramente, en aquel momento, aquel glorioso momento de conocimiento, que el mundo era básicamente violento, al menos en comparación con un Dairy Queen de 25 centavos. Me vinieron lágrimas a los ojos. Lloré, lloré por primera vez en siete años. Lloré violentamente sobre mi Dairy Queen.
Para entonces mi Dairy Queen se había derretido consi- derablemente. Lo había dejado caer varias veces: estaba sucio y pegajoso. Las lágrimas lo ponían muy aguachento y estaba desbordando. Lo observé. Vi una mosca en él: una mosca en mi Dairy Queen violentamente desbordante. Eso ya fue demasiado. Me acordé del alegre señor rosado que me lo había tendido cuidadosamente desde la pequeña y cuadrada aber - tura con bisagra y mosquitero. Él había sonreído cuando yo tomé posesión, y le tendí mis 25 centavos, mis últimos 25 centavos. Fue hermoso: tan puramente blanco y bonito en un cono delicadamente crocante, con un rizo en la cima, ondas de arena blanca. “Arabia”, pensé. Sí, debo ir a Arabia, tan a menudo había estado ahí en mis sueños. Me preguntaba si tendrían Dairy Queens, allá en Arabia. Era tan hermoso, y ahora, ahora estaba sucio. ¡Sucio! ¡Sucio! ¡Sucio!
Me puse a llorar, es decir, seguí llorando.
Seguí llorando por el resto de mi vida.