Damas de lo extraño: siete escritoras de gótico y terror
Jueves 11 de julio de 2024
Juan Mattio presenta la antología de Teresita Pumará publicada por AZ donde reúne las pesadillas de las autoras que escribieron entre la mitad del siglo XIX y la primera década del siglo XX.
Por Juan Mattio.
1.
Cuando Borges escribió “Kafka y sus precursores” no sólo encontró una galaxia literaria capaz de pesarse en relación a eso que hoy llamamos lo kafkiano sino que también reconfiguró la manera de pensar las tradiciones literarias. Lo que antes se pensaba como un hecho fijo e inalterable, Borges lo imagina como un evento mutante donde el pasado puede ser modificado por el presente: “Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría”.
La literatura de terror suele estar asociada a figuras muy visibles como Edgar Poe, Arthur Machen, H. P. Lovecraft, Clive Barker o Stephen King. Son, desde distintas épocas, quienes expresan de manera más nítida los cambios y las transformaciones en los modos de producir —y, por lo tanto, de entender— el terror moderno. Porque, para decirlo todo, lo que nos da miedo también es un evento mutante, no permanece igual a sí mismo sino que se nutre de nuevas configuraciones en el intercambio social, en nuestra relación con la naturaleza, en nuestra percepción de los cuerpos y en la manera en que lidiamos con lo desconocido. Si construyéramos una historia de la humanidad desde los relatos de terror —empezando por los que debieron circular de forma oral cuando todavía no se había fundado la primera ciudad ni se había descubierto la agricultura— lo que tendríamos sería un inmenso mapa psíquico de nuestra especie.
Esos nombres, entonces, justifican su insistencia en cualquier antología porque representan momentos críticos en los que nuestra manera de aterrarnos se modificó. Pero el modelo de lectura que nos ofrece Borges al leer a Kafka, también nos da otra posibilidad: asumiendo que hoy tenemos nuevos miedos o nuevas formas de experimentar el miedo, podemos indagar en el pasado en ficciones que se acerquen a nuestra sensibilidad presente. Y, al hacerlo, estaríamos intentando —también rastrear las huellas de lo que hoy está sucediendo en la literatura contemporánea en ficciones que no siempre aparecen —de hecho, son muy pocas las veces— en el canon del terror, el weird o el fantástico.
Si los nombres de Mary Shelley o Vernon Lee, por ejemplo, nos resultan inmediatamente reconocibles, no ocurre lo mismo con Rosa Mulholland, Charlotte Perkins Gilman o Madeline Yale Wynne. Corre sobre ellas un río amnésico que solo permite a especialistas o académicos encontrarse con sus ficciones. Y, sin embargo, cuentos como “El empapelado amarillo” o “El cuarto pequeño” son artefactos con una capacidad ejemplar de sumergir al lector en el misterio y llenarlo de inquietud.
2.
Una antología funciona siempre como una serie, una manera de poner en relación objetos antes dispersos, desordenados, ajenos entre sí. En ese sentido, el trabajo delicado, inteligente y exhaustivo de Teresita Pumará en la selección y traducción de estos relatos, funciona también como una hipótesis de lectura: existe una zona opaca en el campo del terror que, de mirarla con atención, podría ayudarnos a percibir tendencias y movimientos que tienen lugar en la escena contemporánea.
Es evidente que hoy la literatura de terror ganó una centralidad que hasta hace unas décadas no tenía. Diría más, la literatura de terror escrita por mujeres y, además, por mujeres latinoamericanas: Mariana Enríquez, Mónica Ojeda, Fernanda Melchor, Liliana Colanzi, Samanta Schweblin, María Fernanda Ampuero, entre muchas otras. Esa escena crece y se multiplica en lectoras y lectores de distintas lenguas y en diversas geografías. Es indudable que algo está sucediendo en los territorios imaginarios de Latinoamérica. Y que ese algo, que tal vez sea muy pronto para intentar definir, está relacionado con nuevas modulaciones en la manera en que experimentamos nuestros miedos.
Hay muchos modos en los que podemos generar preguntas a esos territorios macabros que se están escribiendo en nuestro continente. Se me ocurre que un modo de indagar —aunque no el único, por supuesto— en ese nuevo terror que estamos viendo surgir y replicarse, podría ser volver a visitar lo que otras autoras, en otras épocas y en otras lenguas, tuvieron para decir en relación al terror. ¿Una mujer encerrada en su vida doméstica termina obsesionándose con el empapelado de su cuarto hasta volverse loca? ¿Un minero y su perro son los únicos testigos del asesinato de una mujer por su amante? ¿Un hombre se obsesiona con una adolescente y le pide a una bruja que le dé un talismán para enamorarla? ¿Un cuarto aparece y desaparece y vuelve a aparecer en una casa durante distintas visitas sin que nadie lo pueda explicar? La cartografía de terrores que construye la antología permite acercarnos a ciertas intuiciones sobre qué tipo de pesadillas circulaban en estas autoras entre la mitad del siglo XIX y la primera década del siglo XX.
3.
El imaginario gótico suele asociarse a vampiros, fantasmas y otras entidades de lo no-muerto. Como dice Daniel Link, su campo simbólico es el pasado y la muerte, pero no un pasado quieto, fijo, de museo. Se trata acá de un pasado que insiste y se niega a ser retirado del presente. De algún modo, si la ciencia ficción es una práctica social que nos ayuda a percibir los temores y expectativas que nos produce el futuro, lo que encontramos en el terror es una reflexión sobre cómo el pasado sobrevive y deja rastros —aunque no siempre nos gusten— en esa materia extraña que llamamos realidad.
De modo que una antología que reúne autoras que escribieron hace más un siglo supone una paradoja: pensar cómo lo que entendemos como nuestro pasado se relacionaba, a su vez, con su propio pasado. El terror victoriano parece emerger ante la locura, las novedades científicas, el sustrato premoderno euro- peo de brujas y mitologías paganas o las posesiones espectrales. Nuestra época, en cambio, creo que concentra sus temores en el futuro: la distopía política, ambiental o tecnológica parecen discursos más enraizados en nuestro inconsciente político que fantasmas y monstruos. Y en esto, tal vez, podamos señalar una primera pero decisiva diferencia con los terrores que recupera la antología. Los procesos históricos que vivimos, los traumas sociales que atravesamos —desde dictaduras militares a guerras, pasando por un inmenso campo de violencias y aberraciones— nos permitieron elaborar una alianza con lo monstruoso —los cuerpos, las lenguas y los gestos del monstruo hoy pueden ser motivo de reivindicación y orgullo— pero, en el extremo opuesto, desarrollamos un profundo terror a la maldad humana. Y en ese paso, me parece, se cifra un síntoma muy importante de nuestros tiempos. Un síntoma que se lee, a contraluz, en cada relato de esta antología.