Cuarenta y cinco años después
Por Philip Roth
Martes 28 de mayo de 2019
"Chéjov advirtió con agudeza tanto a los lectores como a los escritores de que la labor del artista literario no es tanto solucionar problemas como mostrarlos". Un adelanto del libro que Random House publicó con la edición definitiva, a cargo del propio Philip Roth, de sus ensayos, discursos y entrevistas esenciales acerca de la literatura, su obra, su vida y su país.
Por Philip Roth.
Al releer El mal de Portnoy cuarenta y cinco años después, me sorprendo y alegro: me sorprendo de haber sido tan temerario, me alegro al recordar que una vez fui tan temerario. Sin duda mientras trabajaba no comprendí que en adelante no volvería a librarme de este paciente psicoanalítico al que llamé Alexander Portnoy, ni que, de hecho, estaba al borde de cambiar mi identidad por la suya y de que, por tanto, muchos pensarían que su persona y toda su parafernalia eran la mía y que mi relación con personas conocidas y desconocidas cambiarían en consecuencia.
El mal de Portnoy fue el cuarto de treinta y un libros. Al escribirlo solo buscaba liberarme del escritor que había empezado a ser. No buscaba mi catarsis como neurótico ni mi venganza como hijo, tal y como sugirieron algunos, sino más bien una liberación de los planteamientos tradicionales al contar una historia. El protagonista puede estar esforzándose por librarse de las ataduras de la conciencia moral, pero yo intentaba librarme de una no menos generalizada conciencia literaria que habían conformado mis lecturas, mi formación y un sentido del decoro en la prosa y de la decencia en la composición hacia los que había gravitado como graduado y joven profesor de inglés. Impaciente con las virtudes de la progresión lógica, quise evitar el desarrollo ordenado y coherente de un mundo imaginado –el curso que había seguido en mis tres primeros libros– y avanzar a trompicones, en un frenesí, igual que el clásico paciente de psicoanálisis avanza llevado por los impulsos de la libertad asociativa.
Para ayudar a este frenesí, retraté a un hombre que es el depositario de todos los pensamientos inaceptables, un abogado respetado y próspero de treinta y tres años dominado en secreto por sensaciones peligrosas, quejas terribles, sensaciones siniestras y empujado de manera inexorable por el deseo. Hablé de esa parte no socializada que hunde sus raíces en casi todo el mundo y que cada cual reprime con distinto éxito. Oímos al abogado Portnoy en la improvisada labor del paciente psicoanalítico de gestionar (o gestionar mal) su trastorno.
Portnoy está tan lleno de ira como de deseo. Pero ¿quién no? Miren la traducción de La Ilíada de Robert Fagles. ¿Cuál es la primera palabra? «Cólera.» Así es como empieza toda la literatura europea: cantando la viril cólera de Aquiles, que quiere que le devuelvan a su novia.
Uno escribe un libro repelente (y muchos pensaron que El mal de Portnoy no era más que eso) no para ser repelente, sino para representar lo repelente, para mostrar lo repelente con la mayor finura posible, para revelar cómo y qué es con exactitud. Chéjov advirtió con agudeza tanto a los lectores como a los escritores de que la labor del artista literario no es tanto solucionar problemas como mostrarlos.
En el sentido en que la norma freudiana básica es que nada en nuestra historia personal es demasiado insignificante o vulgar para que no valga la pena hablar de ello y al mismo tiempo nada es demasiado grande o monstruoso, la sesión psicoanalítica me proporcionó el entorno adecuado para dar rienda suelta a ese frenesí. La consulta del psicoanalista, donde ocurre la novela, es un lugar donde no es necesario censurar nada. La norma es que no hay normas, y esa fue la norma que me propuse observar para describir la burla satírica de un hijo de su familia judía, en la que el objeto más cómico de la burla resulta ser el propio hijo, rodeado como está por su sátira escandalosa. La desagradable agresión de la sátira combinada con el hiperrealismo de la sátira –el retrato que roza la caricatura, el entusiasmo por lo estrafalario y lo disparatado–, por supuesto, no gustó a todo el mundo igual que no gustaron la vulgaridad de la controversia de Portnoy, la crudeza de sus apetitos, y el regodeo culpable de los orgasmos en la casa de la risa. Yo, por mi parte, me dejé arrastrar en alas de la risa lejos de mi emergencia inicial como escritor con buenos modales.
La idea grotesca que Portnoy tiene de su vida debía mucho a las normas, inhibiciones y tabúes que ya no dominan a nuestros jóvenes sin ataduras eróticas, ni siquiera en el más remoto pueblucho norteamericano. Sin embargo, durante una adolescencia estadounidense de posguerra en los años cuarenta –más de medio siglo antes de que nadie soñara siquiera en la pornografía de internet– esas restricciones prevalecían en la constreñida jurisdicción bajo la que Portnoy se enfrentaba a la realidad criminal de una naturaleza licenciosa: la obstinación maníaca de la tumescencia, la tiranía despótica de la testosterona. Debido a la drástica alteración de la perspectiva moral de los últimos cuarenta años, la novedad de una carnalidad que parecía tan calamitosa cuando Portnoy proclamó por primera vez su historia fálica a su psicoanalista en 1969 ha sido en gran parte desactivada. Como resultado, mi desmesurado libro, nacido en el tumulto de los años sesenta, está hoy tan periclitado como La letra escarlata o como el coetáneo de Portnoy, Parejas de Updike, otra novela genital entonces todavía lo bastante escandalosa para desafiar las ya vacilantes certezas de una generación sobre los límites del eros y las prerrogativas del deseo.
Alexander Portnoy, R.I.P.