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Cuando se fuga el alma: el suicidio en la poesía chilena

Por Vicente Undurraga

Especial desde Chile, Vicente Undurraga entrega su segunda nota en este blog: "Si la poesía es una forma de conocimiento, el que arroja sobre el suicidio es cuantioso y sustancial".

Por Vicente Undurraga.

 

 

 

 

 

Si la poesía es una forma de conocimiento, el que arroja sobre el suicidio es cuantioso y sustancial, una luz cálida.

Suicidio y literatura establecen un diálogo de base común, la resistencia al porque sí de las cosas, del mundo y sus formas, a la inercia vital. 

Como a tantas cuestiones, pero más que a todas, al suicidio y la literatura los delinea el trato peligroso pero fundamental con eso que Marguerite Yourcenar, a propósito de Mishima, llamó “la visión del vacío”. 

Lejos de la estadística, la moral y la psicología, el poético es un acercamiento que intenta ojear sin premisas en esa zona impenetrable que Jean Améry merodeó intrépidamente en su ensayo Levantar la mano sobre uno mismo: “Cada vez que alguien muere por su propia mano, o intenta morir, cae un velo que nadie volverá a levantar, que quizás, en el mejor de los casos, podrá ser iluminado con suficiente nitidez como para que el ojo reconozca sólo una imagen huidiza”. Allanar esa imagen huidiza, ensayar acercamientos a esa irreductible soledad, ojear como se pueda en esa zona muda, traerla hecha destello o intuición a la página es lo que un buen poema puede lograr. 

En la poesía chilena el suicidio es una presencia gravitante. Entra, de hecho, antes que los suicidas; de manera definitiva lo hace en 1922 con Gabriela Mistral preguntándose en “Interrogaciones” cómo quedan los cuerpos de los suicidas, primero, los ojos, la boca, las vísceras, y qué pasa con sus almas, después: un abismante poema que va de lo físico a lo metafísico a través de sendas preguntas –única manera piadosa de desafiar a Dios–: “Y responde, Señor: cuando se fuga el alma,/ por la mojada puerta de las largas heridas,/ ¿entra en la zona tuya hendiendo el aire en calma/ o se oye un crepitar de alas enloquecidas?”.  

Qué pasa después, se pregunta Mistral. Qué hay antes, interrogan otros, cómo se llega al salto, cómo es el momento mismo de esa fuga, y cómo quedan los que quedan. 

Teresa Wilms Montt

Están los suicidas y los suicidarios. La distinción no es antojadiza. La proyecta Améry; suicidarios son quienes piensan en el suicidio con intensidad o regularidad, pudiendo o no llevarlo a cabo. En sus cerebros habrán de retumbar como cuchillazos pensamientos como esos que exponen unos versos de Elvira Hernández: “Tantas noches que quise cortar mi cuello/ aserruchar mis cervicales/ descuartizar mis imágenes/ pero a cambio me contenté/ con restregar plumas/ llorar tinta y otros mendrugos”. Quienes deciden dar el paso se convierten en suicidantes, ese estado del Ser que puede durar días, horas o meses y en el que una persona ya tiene la decisión tomada, por así decirlo, y su vida consiste en la planificación y ejecución del levantamiento de la mano sobre sí (la película El sabor de las cerezas de Abbas Kiarostami se enfoca con la máxima nitidez posible en este trance). Suicida sería quien ya consumó la partida. 

La poesía chilena medita el suicidio desde todos los ángulos, pensándolo con distancia, tanteándolo con avidez y pavor, como una y otra vez hace Claudio Bertoni, o conjurándolo con oscura risa, como desde su peculiar cristianismo estoico y mordaz hace Armando Uribe: “Yo veo a todo el mundo envejecido/ salvo al que miro más en el espejo…/ Y me alejo/ de mí que río adentro me suicido”, escribió.   

A través del distanciamiento del artefacto, Nicanor Parra expuso algo del sentir, en principio más colérico que melancólico, que le dejó la muerte de su hermana: “Ustedes mataron a la Viola/ pero conmigo la van a ver chueca”. En esta senda del deudo están también las elegías a suicidas, desde Enrique Lihn despidiendo a un estudiante que puso fin a sus días hasta el propio Bertoni o Bruno Cuneo honrando a amigas que han atentado contra sí. Sobresaliente es “Doralisa se lanzó bajo el tren de las 14” de Hernán Miranda, la evocación reflexiva de una muerte voluntaria vista en la infancia y nunca olvidada: “Ah Doralisa, Doralisa, eres para mí un recuerdo despedazado/ que debo empezar a armar pacientemente/ –un ojo junto a otro ojo,/ una pierna y la otra juntamente/ y tus senos y tus manos y tu cabellera sobre todo/ y tus pies desnudos sobre la tierra”. 

En ese intento por otear en lo inconocible, a veces el poema toma forma en la representación de la voz del que se arranca la vida, a veces lentamente, como hace Carmen Berenguer en su libro sobre Bobby Sands, el revolucionario irlandés que murió en huelga de hambre, lo que clasificaría como lo que Émile Durkheim llamó suicidio altruista, motivado por la deriva no del individuo sino de la sociedad: “Entrego mi vida como una acción de amor/ me entrego a una agonía lenta/ como único modo de cambiar/ la pólvora por jardines de paz”. Extremando esa exploración está Elábuga, ese libro (que toma su nombre del poblado ruso donde Marina Tsvetáieva se ahorcó) que escribió Yanko González dándole tensas vueltas a ciertos suicidios: desde cómo se comete el colgamiento (“Pésese & mídase/ para evitar la agonía/ y estírese y/ hiérvase/ también el lazo”) hasta cómo habrá sido el momento final de David Carradine o Unica Zürn. 

Y están los poetas suicidas, aquellos que se rebelaron a su futuro y que de esa abdicación dejaron indicios en su escritura, nudos verbales que refrendan el aserto de Rosabetty Muñoz: “Los suicidas sobrevuelan / sus lugares de muerte”. Al leer sus obras pueden hallarse, sin forzar la nota, vislumbres de que la decisión se estaba fraguando en ellos. Intuiciones en que la poesía dio cuenta, incluso anticipándose a la propia conciencia de cada poeta, de que una muerte por propia mano terminaría clausurando los días y las noches que integraban esas existencias. Es posible leer así a Violeta Parra en esas cartas en verso que le enviaba a Nicanor quejándose de su cuerpo y su pesadumbre: “Mi corazón está de velorio/ el humo de vela quemada/ ya me llega al cuello/ con este peso en los ojos/ los días se me hacen lerdos pero llorar no quiero”. O en ese manifiesto de abjuración vital que es “Maldigo del alto cielo”, contraparte de la celebración que es “Gracias a la vida” y que de tan extrema llega a maldecir los estatutos del tiempo y encamina la posibilidad del abandono. 

Pablo de Rokha

Y si se lee “El canto del macho anciano” de Pablo de Rokha –ese colosal poema escrito cuando “ha llegado la hora vestida de pánico/ en la cual todas las vidas carecen de sentido”– a la luz del suicidio que cometería años después, puede encontrarse el hilo rojo de un sentir y resentir que lo llevaría a esa acción (a seis años de que su hijo, el notable poeta Carlos de Rokha, muriera intoxicado por pastillas y alcohol, no se sabe si voluntariamente o no): “Ruge la muerte con la cabeza ensangrentada/ y sonríe rateándonos,/ y yo estoy solo, terriblemente solo, medio a medio/ de la multitud que amo y canto, solo y/ funeral como en la adolescencia, solo…/ solo y vacío, solo y oscuro, solo y remoto, solo/ y extraño, solo y tremendo,/ enfrentándome a la certidumbre de hundirme para/ siempre en las tinieblas”. 

Los diarios de Teresa Wilms Montt escritos en 1921, poco antes de que se despachara tomando somníferos, dejan ver que otros poetas, más que tramar indicios, anuncian hechos o dejan recado: “Nunca he tributado a mi cuerpo el honor de tomar su vida en serio, por consiguiente no he de lamentar el que ella me abandone”. Lo mismo los poemas de Rodrigo Lira que imaginan un lanzamiento desde las ventanas de las Torres Santa María, proyectan un alarido colosal de agonía, espejean en el lenguaje un desquicio sin salida o simplemente consignan lo que terminaría por concretarse la noche que el poeta cumplió 32 años: “En cualquier caso advierto/ que no tengo un gran futuro por delante/ que de repente/ puedo mandarme a cambiar/ en forma voluntaria/ deste conjunto de fenómenos/ en que estoy como una mosca en una telaraña/ que quedó ahí después que a la araña/ le pegaron un escobazo o le echaron insecticida”. 

Pero quizás el caso más prístino de suicidio cristalizado en versos sea el de Alfonso Alcalde. Quien, pese a su final de angustia y despojo, podría definirse con uno de sus propios versos como un “viajero en tránsito dichoso”. Es como si su impulso vital fuese la alegría y su sino, la desolación, y en esa tirantez hubiese creado una poesía que logra hacer convivir la risa y el llanto, dándole una conmovedora forma poética a “la comarca de la dicha y la agonía”. Siempre el suicidio como punto de fuga rondó su pensamiento y su escritura, que tanto celebra la vida y sus goces como la muerte y sus llamados. Uno de los puntos altos de esta meditación se da en su “Salmo de los suicidas”: “Es el porfiado abismo que buscan columpiándose/ en el adiós y sus señales, olímpicos y perfectos/ con la finura de un pez sobresaltado/ con la calma de un abuelo triste y final”. Impresionan doblemente imágenes así si se toma en cuenta que fueron escritas poco antes de que en 1992 Alcalde se ahorcara con su cinturón, aunque ya en El panorama ante nosotros (1969), ese prodigio de la poesía chilena, quedaban las fichas expuestas, sea en su musitar la muerte voluntaria de una forma comprensiva y abrazadora o bien proyectando en versos el arrojarse absoluto que supone un ahorcamiento:

 

Hoy un hombre se subió a un árbol 

y el árbol bajó por el hombre. 

Él ascendió por los frutos 

las hojas bajaron por sus ojos. 

El hombre levantó las ramas. 

La sombra quedó colgando 

en un atado de pájaros 

esperando más cargamento, 

otras identificaciones, 

nuevos espejos, 

más coloquio. 

No es significativo 

trepar y meterse en la corteza 

y luego seguir esperando el otoño 

con la lengua afuera.

 

Nietzsche pedía saber morir a tiempo: “A algunos la vida se les malogra: un gusano venenoso les roe el corazón. Por ello, cuiden tanto más de que no se les malogre el morir”. Es asombroso cómo la gran poesía que intuye, medita o rememora esa experiencia límite la trasciende y la hace resonante en todo tiempo y arroja desde ella una luz cálida, convirtiendo un fin en un eterno presente. “¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas?”, se preguntaba Mistral. Y Alcalde afirmaba que la poesía no muere, sólo duerme. En ella los suicidas despiertan para iluminar la vida que vivieron y la que nosotros aún poseemos. 

 

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