Cuando Patti Smith visitó la casa de Frida Kahlo
Robert Mapplethorpe vía Tate Museum
La rueda de la fortuna
Lunes 12 de diciembre de 2016
De su libro de memorias, M Train (Lumen), una crónica de Patti Smith. Aquí, su visita mexicana a la Casa Azul, donde vivieron Frida Kahlo y Diego Rivera, en cuya cama durmió una breve siesta: "Ella y Diego habían sido mis guías secretos a los dieciséis años".
Por Patti Smith.
Durante un tiempo no soñé. Por alguna razón se me oxidaron los rulemanes e iba por ahí en círculos despiertos, luego en trayectos horizontales, una sucesión de piedras de toque sin nada que tocar en realidad. Como no iba a ningún sitio, retomé un viejo juego que había inventado mucho tiempo atrás para combatir el insomnio, pero que también resultaba útil en largos recorridos en autobús para evitar el mareo. Una rayuela interior que se jugaba en la mente, no a la pata coja. El terreno de juego venía a ser una especie de carretera, una alineación en apariencia ilimitada, pero en realidad finita, de cubos de pirita por la que había que avanzar a fin de alcanzar un destino de resonancia mística, por ejemplo, el Serapeo de Alejandría, con la llave de acceso colgada de un cordón de terciopelo con borlas que se balanceaba desde lo alto. El juego consiste en pronunciar un ininterrumpido torrente de palabras que empiezan por una letra determinada, por ejemplo la «M». Madrigal minué maestro monstruo maraña misericordia madre malvavisco merengue mastín malicioso maravilla mente, y así sucesivamente, avanzando palabra a palabra, manzana tras manzana. ¿Cuántas veces había jugado a ese juego, quedándome siempre a muy poca distancia de la borla colgante, pero yendo a parar, en el peor de los casos, a un sueño en algún lugar? De modo que volví a jugar. Cerré los ojos y relajé la muñeca de forma que la mano diera vueltas por encima de mi teclado inalámbrico, y cuando la detuve señalaba con un dedo el camino. «V». Venus Verdi Violeta Vanesa villano vector valor vitamina vestigio vórtice vasija viña virus vial vitela veneno velo, que se abría inesperadamente con tanta fluidez como una diáfana cortina señalando el comienzo de un sueño.
Yo estaba de pie en medio de la cafetería del recurrente paisaje onírico. Sin camarera, sin café. Me veía obligada a ir al fondo del local para moler unos granos y prepararlo yo misma. Alrededor no había nadie aparte del cowboy. Me fijé en que una cicatriz le bajaba como una pequeña serpiente desde la clavícula. Serví un tazón humeante para cada uno y le rehuí la mirada.
—Las leyendas griegas no nos dicen nada —decía él—. Las leyendas son historias. Las personas las interpretan o les asignan una moraleja. Medea o la Crucifixión, no puedes disociarlos. La lluvia y el sol llegaron al mismo tiempo y engendraron un arcoíris. Medea descubrió los ojos de Jasón y sacrificó a sus hijos. Son cosas que pasan, eso es todo, el innegable efecto dominó de estar vivo.
Él se fue a hacer sus necesidades mientras yo contemplaba el Vellocino de Oro según Pasolini. Me detuve junto a la puerta y miré al horizonte. El paisaje polvoriento estaba salpicado de colinas rocosas desprovistas de vegetación. Me pregunté si Medea escaló esas rocas después de aplacar su ira. Me pregunté quién era el cowboy. Una especie de errante homérico, supuse. Esperé a que saliera del aseo, pero tardaba demasiado. Había indicios de que las cosas estaban a punto de cambiar: un cronómetro imprevisible, el taburete de la barra que giraba, una abeja achacosa que levitaba por encima de una pequeña mesa esmaltada de color crema. Pensé en irme de la cafetería sin pagar, pero cambié de opinión y dejé caer unas monedas en la mesa junto a la abeja moribunda. Suficiente para el café y un modesto entierro en una caja de fósforos.
Me zafé del sueño y me levanté de la cama, me lavé la cara, me trencé el pelo, busqué mi gorro y mi cuaderno, y salí pensando aún en el cowboy vomitando sobre Eurípides y Apolonio. De entrada me había caído mal, pero tenía que reconocer que su presencia recurrente era un consuelo. Alguien a quien podía encontrar, si lo necesitaba, en el mismo paisaje al borde del sueño.
«Callas es Medea es Callas», se oía al ritmo de las suelas de mis botas al golpear la calzada mientras cruzaba la Sexta Avenida. Pier Paolo Pasolini atisba en su bola de cristal y escoge a Maria Callas, una de las voces más expresivas de todos los tiempos, para un papel épico con poco diálogo y ninguna canción. Medea no canta canciones de cuna; da muerte a sus hijos. Maria no era una cantante perfecta; salía de las profundidades de su pozo infinito y conquistaba los mundos de su mundo. Pero todo el desconsuelo de sus heroínas no la había preparado para el suyo. Traicionada y abandonada, se quedó sin amor, sin voz y sin hijo, condenada a vivir en soledad. Yo prefería imaginar a Maria libre de los pesados ropajes de Medea, la reina incinerada con una túnica amarillo pálido. Lleva perlas. La luz entra a raudales en su departamento de París mientras ella levanta un pequeño joyero de cuero. El amor es la más preciosa de las joyas, susurra, abriendo el cierre del collar de perlas que le cuelga de la garganta, escalas de dolor que se elevan y caen.
El café ’Ino estaba abierto pero no había nadie, solo el cocinero asando ajos. Me acerqué a una panadería cercana, pedí un café y una porción de crumble, y me senté en un banco de Father Demo Square. Observé cómo un niño tomaba en brazos a su hermana pequeña para que bebiera de una fuente. Cuando ella terminó, él bebió hasta saciarse. Ya se estaban congregando las palomas. Mientras desenvolvía el crumble concebí una caótica escena de crimen en la que aparecían palomas frenéticas, azúcar negra y ejércitos de hormigas sumamente motivadas. Bajé la vista a la hierba que sobresalía del cemento cuarteado. ¿Dónde están las hormigas? ¿Y las abejas y las pequeñas mariposas blancas que se veían por todas partes? ¿Y qué hay de las medusas y de las estrellas fugaces? Abrí mi diario y miré unos pocos dibujos. Una hormiga se abría paso por una página dedicada a una palma chilena que descubrí en el Orto Botanico de Pisa. Un pequeño bosquejo del tronco sin hojas. Un pequeño bosquejo del cielo pero sin tierra.
Llegó una carta. Era de la directora de la Casa Azul, hogar y última morada de Frida Kahlo. Me pedía que diera una charla sobre la revolucionaria vida y obra de la artista. A cambio, se me permitiría fotografiar sus enseres, los talismanes de su vida. Era hora de viajar, de acatar el destino. Pues, si bien tenía ansias de soledad, no podía dejar escapar la oportunidad de hablar en el jardín que ya de adolescente había anhelado conocer. Entraría en la casa donde vivieron Frida y Diego Rivera, y recorrería las habitaciones que había visto en los libros. Volvería a México.
Supe de la existencia de la Casa Azul por un regalo que me hizo mi madre al cumplir dieciséis años: La fabulosa vida de Diego Rivera. Era un libro seductor que alentó en mí un deseo cada vez mayor de sumergirme en el Arte. Soñé con ir a México, conocer su revolución, pisar su tierra y rezar ante árboles habitados por sus misteriosos santos.
Volví a leer la carta con creciente entusiasmo. Pensé en la misión que tenía por delante y en mí misma cuando era joven y viajé allí, en la primavera de 1971. Tenía veintipocos años. Ahorré dinero y compré un billete a Ciudad de México. Tuve que hacer transbordo en Los Ángeles. Recuerdo que vi una valla publicitaria con la imagen de una mujer crucificada en un poste de telégrafo: L.A. Woman. Por la radio sonaba el single «Riders on the Storm» de The Doors. Entonces no tenía una carta como esta, ni un plan del mundo real, pero contaba con una misión y eso me bastaba. Quería escribir un libro titulado Java Head. William Burroughs me había dicho que el mejor café del mundo se cultivaba en las montañas que rodean Veracruz y estaba resuelta a encontrarlo.
Al llegar a Ciudad de México fui directamente a la estación de ferrocarril y compré un billete de ida y vuelta. El tren nocturno con coches-cama salía en siete horas. Metí en un morral de lino un cuaderno, un bolígrafo Bic, un ejemplar manchado de tinta de la Antología de Artaud y una pequeña cámara Minox, y dejé el resto del equipaje en la consigna. Después de cambiar dinero, entré en el bar del ya difunto hotel Ortega que había en la misma calle y pedí un bol de estofado de bacalao. Todavía veo las espinas del pescado nadando en el caldo color azafrán y una larga espina que se alojó en mi garganta. Me quedé allí sentada sola, ahogándome. Al final logré sacármela con el pulgar y el índice sin provocarme arcadas ni llamar la atención. Envolví la espina en la servilleta y me la guardé en el bolsillo, luego llamé al camarero para pagar la cuenta.
Recobré la compostura y me subí a un autobús con destino a Coyoacán, en la sección sudoeste de la ciudad, con la dirección de la Casa Azul en el bolsillo. Hacía un día precioso y yo rebosaba de ilusión, pero cuando llegué la encontré cerrada por obras. Me quedé aturdida ante los grandes muros azules. No había nada que hacer, no había nadie a quien acudir. No podía visitar la Casa Azul ese día. Caminé unas manzanas hasta la casa donde asesinaron a Trotski: un acto de traición tan íntimo que Genet habría elevado al asesino a la santidad. En la iglesia baptista encendí una vela y me senté en un banco con las manos juntas, evaluando de vez en cuando los pequeños daños sufridos en mi irritada garganta. De nuevo en la estación, el revisor me permitió subir al tren antes de hora. Tenía un pequeño compartimento con literas. Había un asiento abatible de madera que cubrí con mi pañoleta de rayas de colores y luego apoyé el libro de Artaud contra el espejo desconchado. Estaba realmente contenta. Me dirigía a Veracruz, un importante centro del comercio cafetero. Imaginaba que allí escribiría una meditación posbeat sobre mi sustancia preferida.
El trayecto en tren transcurrió sin incidentes ni efectos especiales a lo Alfred Hitchcock. Repasé mis planes. No quería más experiencia que la necesaria para encontrar un buen alojamiento y la perfecta taza de felicidad. Podía beber catorce tazas sin poner el sueño en peligro. El primer hotel que encontré era todo lo que podía desear. El hotel Internacional. Me dieron una habitación blanqueada con cal, con lavabo, ventilador de techo y una ventana con vista a la plaza de armas. Arranqué del libro una foto de Artaud en México y la puse sobre la repisa de yeso, detrás de una vela votiva. Él había amado México e imaginé que le gustaría volver. Tras un breve descanso conté el dinero que tenía, saqué el que necesitaría y metí el resto en un calcetín de algodón tejido a mano con una pequeña rosa bordada en el tobillo.
Salí a la calle y escogí un banco bien situado para tomar el pulso al barrio. Observé cómo a cada rato salían hombres de uno de los dos hoteles y todos enfilaban por la misma calle. A media mañana seguí con discreción a uno de ellos por una sinuosa calle lateral hasta una cafetería que, pese a su aspecto modesto, parecía el corazón de la actividad cafetera. En realidad no era una cafetería sino un concesionario de café. No había puerta. El suelo, a cuadros negros y blancos, estaba cubierto de serrín. En las paredes se apoyaban sacos de arpillera llenos de granos de café. Vi algunas mesas pequeñas, pero todo el mundo estaba de pie. No había mujeres ni en el interior ni en ninguna parte, de modo que seguí andando.
El segundo día de mi batida deambulé por allí tranquilamente como uno más, arrastrando los pies por el serrín. Llevaba mis Wayfarer, adquiridas en el puesto de Sheridan Square, y una gabardina de segunda mano comprada en la Bowery. Era una prenda de primera calidad, fina como el papel aunque un poco raída. Pensaba decir que era periodista de la Coffee Trader Magazine. Me senté a una de las pequeñas mesas redondas y levanté dos dedos. No estaba segura del significado de ese gesto, pero todos los hombres lo hacían con felices resultados. Escribía sin parar en mi cuaderno. A nadie parecía importarle. Solo puedo describir como sublimes las horas de acción a cámara lenta que siguieron. Reparé en un calendario clavado con chinches justo encima de un saco desbordante de granos de café en el que se leía «Chiapas». Era el 14 de febrero y me disponía a entregar mi corazón a la perfecta taza de café. Me lo presentaron de un modo un tanto ceremonioso. El propietario del local se detuvo junto a mí en actitud de espera. Le ofrecí una radiante y agradecida sonrisa.
—Hermosa —dije, y él me sonrió de oreja a oreja. Café destilado de granos cultivados en las altiplanicies, entremezclados con orquídeas silvestres y espolvoreados con su polen; un elixir que unía los extremos de la naturaleza.
El resto de la mañana me dediqué a observar a los hombres que entraban y salían probando café, y olisqueando los distintos granos. Se los llevaban al oído y los sacudían como si fueran caracoles, y los hacían rodar sobre una mesa plana con sus pequeñas y fuertes manos, como si leyeran la buenaventura. Luego hacían el pedido. En las horas que permanecí allí el propietario y yo no cruzamos una palabra, pero el café seguía llegando. A veces en una taza, otras en un vaso. A la hora de comer se fueron todos, empezando por el propietario. Me levanté, inspeccioné los sacos y me llevé unos pocos granos de recuerdo.
Esa rutina se repitió los días siguientes. Al final admití que no escribía para una revista sino para la posteridad. Quería componer una aria al café, expliqué sin disculparme, algo duradero como la Cantata del café de Bach. El propietario se detuvo ante mí con los brazos cruzados. ¿Cómo reaccionaría ante un orgullo tan desmedido? Luego, tras indicarme por señas que me quedara donde estaba, se retiró. Yo no tenía ni idea de si la Cantata del café de Bach era una obra genial, pero es bien conocida la obsesión del músico por el café en una época en que era visto como una droga. Costumbre que Glenn Gould sin duda adquirió cuando se fundía con las Variaciones Goldberg y gritaba como loco desde el piano: «¡Soy Bach!». Bueno, yo no era cualquiera. Trabajaba en una librería y lo había dejado para escribir un libro que nunca llegué a escribir.
Al poco rato reapareció el propietario con dos platos de granos de café, maíz asado, tortillas azucaradas y cactus troceado. Comimos juntos y me trajo la última taza. Pagué la cuenta pero él rechazó el dinero. Tomó su sello oficial de comerciante de café y lo estampó ceremoniosamente en una página en blanco de mi cuaderno. Nos dimos la mano sabiendo que era muy probable que no nos viéramos más y que yo no volviera a encontrar un café que me transportara a tantos lugares como el suyo.
Hice rápidamente mi pequeña valija metálica y arrojé encima Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Todo lo que había en mi lista era: pasaporte campera negra vaqueros ropa interior cuatro camisetas seis pares de calcetines de abejas carretes de Polaroid cámara Land 250 gorro negro frasco de árnica libreta de papel cuadriculado cruz etíope. Saqué la baraja de tarot de su gastada funda de gamuza y elegí una carta, una pequeña costumbre antes de viajar. Era la carta del destino. Sentada, miré soñolienta la gran rueda que giraba. Está bien, pensé. Servirá.
Soñaba con Pat Sajak cuando me desperté. En realidad no estoy segura de que fuera Pat Sajak, pues solo vi unas manos masculinas dando la vuelta a unas cartas de tamaño desmesurado para dejar ver letras peculiares. Lo extraño es que tuve la sensación de revivir un sueño antiguo. Las manos descubrían varias letras, las suficientes para que yo adivinara una palabra, pero no me salía nada. En sueños me esforzaba por ver el perímetro del sueño. Todo estaba en primer plano. No había forma de ver nada más que lo que ya veía. De hecho, el contorno exterior estaba algo distorsionado, de modo que la tela de gabardina de su bonito traje se curvaba, como seda cruda anudada. También tenía las uñas arregladas, pulcras y bien cortadas. En el meñique llevaba un anillo de sello de oro. Debería haberlo examinado más de cerca, ya que tal vez tenía sus iniciales grabadas.
Más tarde recordé que en la vida real Pat Sajak no da la vuelta a las letras. Aunque es discutible si un programa concurso cuenta como vida real. Todo el mundo sabe que es Vanna White, y no Pat, quien les da la vuelta. Pero yo había olvidado, peor aún, ya no era capaz de recordar su rostro. Podía evocar un desfile de brillantes vestidos de tubo pero no su rostro, y eso me preocupaba, me causaba la misma inquietud que podría experimentar al ser interrogada por las autoridades sobre mi paradero en un día determinado para el que no tenía una coartada de peso. Estaba en casa, habría respondido débilmente, observando cómo Pat Sajak descubría letras formando palabras que yo no era capaz de desentrañar.
Llegó el coche. Cerré la valija, me metí en el bolsillo el pasaporte y me subí al asiento trasero. Había mucho tráfico, nos quedamos parados esperando una brecha para salir del túnel Holland. Me puse a pensar en las manos de Pat Sajak. Hay una teoría según la cual da buena suerte verse las manos en un sueño. Un augurio al que aspirar, aunque tenían que ser mis propias manos, no un primer plano de las de Pat haciendo un gesto a lo Vanna. Me quedé dormida y tuve un sueño completamente distinto. Me encontraba en un bosque y los árboles estaban cargados de adornos sagrados que brillaban al sol. Estaban demasiado altos para alcanzarlos, de modo que los sacudía con un largo palo que encontraba oportunamente en el césped. Cuando atizaba las ramas llenas de hojas llovían montones de manitas plateadas que aterrizaban junto a mis zapatos con cordones de cuero marrón, llenos de rasguños, y cuando me agachaba para recogerlas veía que una pequeña oruga trepaba por mi calcetín.
Cuando el coche se detuvo en la Terminal A estaba desorientada. ¿Es aquí adonde voy?, pregunté. El conductor murmuró algo y me bajé, no sin antes asegurarme de que tenía conmigo el gorro negro, y entré en la terminal. Me había dejado en el otro extremo y tuve que abrirme paso entre cientos de personas que iban quién sabe adónde hasta dar con el mostrador de facturación adecuado. La chica que lo atendía insistió en que utilizara la máquina. No sé dónde me he metido en los últimos años, ¿desde cuándo se han introducido máquinas de autofacturación en las terminales de los aeropuertos? Yo quería que una persona me diera mi tarjeta de embarque, pero ella insistió en que tecleara mis datos en la pantalla de una maldita máquina. Tuve que revolver en el bolso hasta localizar las gafas para leer, y después de contestar preguntas y escanear mi pasaporte, me sugirió que triplicara las millas acumuladas por ciento ocho dólares. Pulsé «No» y la pantalla se congeló. Tuve que avisar a la chica. Ella me dijo que siguiera pulsando. Luego me sugirió que probara con otra máquina. Yo estaba cada vez más alterada. La tarjeta de embarque se había quedado atascada y la chica se vio obligada a insertar un bolígrafo de la compañía para extraerla. Triunfal, me entregó la tarjeta, una especie de lechuga mustia y arrugada. Eché a andar hacia el control de seguridad, saqué la computadora de la funda, me quité el gorro, el reloj, las botas, lo puse todo en una bandeja junto con una bolsa con pasta dentífrica, crema facial de rosas y un frasco de Powerimmune, y pasé por el detector de metales, luego reuní de nuevo mis cosas y subí al avión rumbo a Ciudad de México.
Nos hicieron esperar en la pista de despegue cerca de una hora, durante la cual oí una y otra vez en mi cabeza la canción «Shrimp Boats». Empecé a preguntarme: ¿por qué me he acalorado tanto en el mostrador de facturación? ¿Por qué me he obstinado en que la chica me diera la tarjeta de embarque? ¿Por qué no he intentado adaptarme a la situación y la he sacado yo misma? Estamos en el siglo XXI; ahora las cosas se hacen de otro modo. Estábamos a punto de despegar. Me riñeron por no llevar abrochado el cinturón de seguridad. Había olvidado ponerme el abrigo sobre el regazo para ocultarlo. No soporto sentirme atada, sobre todo cuando es por mi bien.
Llegué a Ciudad de México y me llevaron en coche a mi distrito. Me registré en el hotel y me instalé en una habitación del segundo piso con vista a un pequeño parque. En el cuarto de baño había una gran ventana y me fijé en que las personas a las que yo miraba a su vez me miraban a mí. Disfruté de una comida tardía, impaciente por probar la cocina mexicana, pero el menú del hotel estaba dominado por la cocina japonesa. Eso me confundió, aunque curiosamente se ajustaba a mi sensación de lugar: leía a Murakami en un hotel mexicano especializado en sushi. Me decidí por unos tacos de gambas con wasabi y un pequeño vaso de tequila. Después salí a la calle y caí en la cuenta de que estaba en la avenida Veracruz, lo que me dio esperanzas de encontrar un buen café. Deambulando pasé por delante de un escaparate lleno de manos de yeso pintadas de color carne. Me figuré que estaba donde me tocaba estar, aunque las cosas parecían un tanto deslucidas, como una viñeta de Mandrake el Mago de las tiras cómicas del domingo.
Anochecía. Paseé arriba y abajo por las calles sombreadas, pasando por delante de hileras de furgonetas ambulantes de tacos y de puestos que vendían revistas de lucha libre, flores y boletos de lotería. Estaba cansada pero me detuve en el parque situado al otro lado de la avenida Veracruz. Un chucho amarillo de tamaño mediano se separó de su amo y saltó limpiamente sobre mí. Sentí cómo todo mi ser era traspasado por sus penetrantes ojos castaños. Su amo lo apartó rápidamente, pero el perro siguió tirando de la correa para no perderme de vista. Qué fácil es enamorarse de un animal, pensé. De pronto estaba muy cansada. Llevaba despierta desde las cinco de la mañana. Regresé a mi habitación, que habían arreglado en mi ausencia. Vi la ropa pulcramente doblada y los calcetines en remojo en el lavabo. Me dejé caer en la cama totalmente vestida. Pensé en el perro amarillo y me pregunté si volvería a verlo. Cerré los ojos y poco a poco desconecté. La voz distorsionada de un megáfono me devolvió a la realidad. Palabras incorpóreas transportadas por el viento aterrizaban en mi alféizar como una paloma mensajera enloquecida. Era después de la medianoche, una hora extraña para hablar por megáfono.
Desperté tarde y tuve que darme prisa pues me esperaban en la embajada de Estados Unidos. Bebimos café tibio y entablamos una conversación sobre algún tema cultural, con mediano éxito. Pero lo que me sorprendió fue algo que un empleado comentó un momento antes de que el coche que me había llevado se alejara. Dos periodistas, un cámara y un niño habían muerto asesinados en Veracruz la noche anterior. La mujer y el niño habían sido estrangulados, y los dos hombres destripados. Por delante de mis ojos pasó una imagen desconcertante del cámara arrojado en una tumba poco profunda: se incorporaba en la oscuridad y se fijaba en que la manta que cubría su cama estaba hecha de tierra.
Tenía hambre. Para comer tomé lo que podría considerarse, sin mucho rigor, unos huevos rancheros en un local llamado café Bohemia. Consistía en un bol de nachos reblandecidos, huevos fritos y salsa verde, pero me lo comí de todos modos. El café estaba tibio y tenía un regusto a chocolate. Me peleé con las pocas palabras que sabía en español y logré juntar «más caliente». El joven camarero sonrió y me preparó otro, una perfecta taza de café caliente.
Esa tarde me quedé sentada en un banco, bebiendo jugo de sandía de un vaso desechable con forma cónica que compré a un vendedor callejero. Los niños que reían a mi alrededor me recordaban al niño asesinado. Los perros que ladraban eran amarillos a mis ojos. De nuevo en mi habitación oí toda la actividad que se desarrollaba en el piso de abajo. Canté unas pocas canciones a los pájaros de mi alféizar. Canté a los periodistas, al cámara, a la mujer y al niño asesinados en Veracruz. Canté por aquellos a los que habían dejado podrir en zanjas, vertederos y depósitos de chatarra, pasto para un cuento ideado por Bolaño. La luna era un foco de la naturaleza sobre los brillantes rostros de los transeúntes que se reunían en el parque de abajo. Su risa se elevaba con la brisa, y durante un breve instante no hubo dolor ni sufrimiento, solo unidad.
A mi lado en la cama estaba Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, pero no lo abrí. Pensé en las fotografías que iba a tomar en Coyoacán. Me dormí, soñaba que tenía una coordinación perfecta y muy buenos reflejos cuando de repente me desperté sin poder moverme. Me estallaron las tripas y el vómito salió disparado por toda la colcha acompañado de unas migrañas paralizantes. Incapaz de levantarme, me quedé allí tumbada. Busqué instintivamente los anteojos. Por suerte estaban intactos.
Con la primera luz del día pude levantar el teléfono y llamar a recepción diciendo que me encontraba muy mal y que necesitaba ayuda. Entró en la habitación una camarera que enseguida llamó pidiendo medicamentos. Me ayudó a desvestirme y a lavarme, limpió el baño, cambió las sábanas. Yo rebosaba de agradecimiento hacia esa mujer que canturreaba mientras escurría mis sábanas manchadas y las tendía sobre el alféizar. Me iba a estallar la cabeza. Me aferré a su mano. Con su rostro sonriente flotando sobre mí, me sumergí en un sueño profundo. Abrí los ojos y me imaginé que veía a la criada sentada en una silla junto a la cama, en pleno ataque de risa. Agitaba unas páginas del manuscrito que yo había deslizado debajo de mi almohada. Me sentía molesta. No solo ella leía mis páginas, sino que estas estaban escritas en español, al parecer de mi puño y letra pese a que eran incomprensibles para mí. Yo pensaba en lo que había escrito y no lograba adivinar qué podía haber causado aquellas carcajadas.
—¿Se puede saber qué es tan gracioso? —inquiría, pero sentía unas ganas crecientes de unirme a ella, pues su risa era muy contagiosa.
—Es un poema —respondía ella—, un poema totalmente desprovisto de poesía.
Me quedaba perpleja. ¿Eso era bueno o malo? Ella dejaba caer al suelo las páginas. Yo me levantaba y la seguía hasta la ventana. Ella tiraba de una delgada cuerda atada a un pulcro saco en el que había una paloma forcejeando.
—¡La comida! —gritaba triunfal, echándose el saco al hombro.
Al dirigirse a la puerta se hacía cada vez más pequeña, de su vestido salía apenas una niña. Yo me precipitaba hasta la ventana y la veía correr por la avenida Veracruz. Me quedaba allí de pie, petrificada. El aire era perfecto, como la leche del pecho de la gran madre. Leche con la que amamantar a todos sus hijos: los bebés de Juárez, de Harlem, de Belfast, de Bangladesh. Todavía oía la risa de la criada, pequeños sonidos que se materializaban como avispas transparentes, como deseos de otro mundo.
Por la mañana evalué mi estado. Lo peor parecía haber pasado, pero me sentía débil y deshidratada, y la jaqueca se había desplazado a la base del cráneo. Mientras esperaba el coche que debía llevarme a la Casa Azul, confié en que se mantuviera a raya y me permitiera cumplir mi misión.Cuando la directora me dio la bienvenida pensé en mi yo más joven de pie ante la puerta azul que no se abrió.
Aunque la Casa Azul es actualmente un museo, mantiene la atmósfera vívida de los dos grandes artistas. En el taller estaba todo listo para mí. Los vestidos y los corsés de cuero de Frida Kahlo extendidos sobre papel de seda blanco. Los frascos de medicina en una mesa, las muletas contra la pared. De pronto me sentí medio mareada y tuve náuseas, pero logré hacer unas cuantas fotografías. Disparé rápido a la escasa luz, y me guardé en el bolsillo las polaroids sin arrancarles la capa adhesiva.
Me condujeron al dormitorio de Frida. Sobre la almohada había una colección de mariposas disecadas que ella podía ver desde la cama. Era un regalo que le había hecho el escultor Isamu Noguchi cuando perdió la pierna, para que se recreara la vista contemplando algo hermoso. Fotografié la cama en la que ella había sufrido tanto.
Ya no podía disimular lo mal que me encontraba. La directora me ofreció un vaso de agua. Me senté en el jardín y apoyé la cabeza en las manos. Pensé que me desmayaría. Después de consultarlo con sus colegas ella insistió en que descansara en el dormitorio de Diego. Yo quería protestar, pero no fui capaz de hablar. Era una modesta cama de madera cubierta con una colcha blanca. Dos mujeres colgaron una tela de gasa en la entrada de la habitación. Me recosté y despegué el papel adhesivo de las polaroids, pero no pude mirarlas. Me quedé allí tumbada pensando en Frida. Percibía su proximidad, su sufrimiento estoico y su entusiasmo revolucionario. Ella y Diego habían sido mis guías secretos a los dieciséis años. Me trenzaba el pelo como Frida, llevaba un sombrero de paja como Diego, y ahora había tocado los vestidos de ella y estaba descansando en la cama de Diego. Una de las mujeres entró y me tapó con un chal. La habitación era oscura de por sí y, agradecida, me quedé dormida.
La directora me despertó delicadamente con una expresión preocupada.
—Pronto empezará a llegar la gente.
—No se preocupe —dije—. Ya estoy bien. Pero necesito sentarme.
Me levanté, me puse las botas y reuní las fotos: el contorno de las muletas de Frida, su cama y una escalera apenas esbozada. Irradiaban la atmósfera de la enfermedad. Esa noche me senté ante casi doscientos invitados en el jardín. No sabría decir muy bien de qué hablé, pero acabé cantándoles una canción como había cantado a los pájaros del alféizar. Era una canción que había acudido a mí mientras estaba tumbada en la cama de Diego. Habla de las mariposas que Noguchi le regaló a Frida. Vi cómo las lágrimas corrían por el rostro de la directora y el de las mujeres que con tanta ternura me habían cuidado. Rostros que ya no recuerdo.
Ya entrada la noche había una fiesta en el parque situado delante del hotel. Se me había pasado el dolor de cabeza. Miré por la ventana. De los árboles colgaban tiras de luces navideñas aunque solo era el 7 de mayo. Bajé al bar y me tomé un vasito de un tequila muy joven. No había nadie, pues casi todo el mundo estaba en el parque. Me quedé allí mucho rato. El camarero iba rellenándome el vaso. El tequila era ligero, como jugo de flores. Cerré los ojos y vi un tren verde con una M dentro de un círculo, era de un verde desteñido como el lomo de una mantis religiosa.
El presente texto fue tomado de M Train (Lumen), de Patti Smith.