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Consejos para ser leídos por poetas años más tarde de que los tiempos hayan cambiado

Por Miguel Vitaliano

Miguel Vitagliano escribe el posfacio a la reedición de Incrustados, la primera novela de Ian Watson que acaba de salir por La Compañía. "Incrustados fue la primera novela que utilizó la gramática transformacional de Noam Chomsky como base de una trama de ficción".

Por Miguel Vitaliano.

 

Come writers and critics
Who prophesize with your pen
And keep your eyes wide
The chance won’t come again

Bob Dylan, «The Times They Are A-Changin’» (1964)

El futuro se abría paso en la primera página de Babel 17 (1966), pero, por debajo de las naves intergalácticas, Samuel R. Delany buscaba destacar otro tipo de contacto. Un general se dirigía al encuentro con la mayor poeta de ese tiempo, Rydra Wong, para pedirle que descifrara un mensaje. Intuía que podía hallar allí detalles del próximo ataque enemigo. Con precisión de lingüista, la poeta le explicó la diferencia entre un lenguaje y un simple código para encriptar mensajes. «Un lenguaje –dijo– tiene su propia lógica interna, su propia gramática, su propio modo de expresar ideas por medio de palabras que cubren varios espectros de sentidos». Pronto partió en una misión exploratoria a bordo de una nave a la que no dudó en llamar Rimbaud. Pero antes, al notar que el general la observaba con fascinación, le susurró los primeros versos de su poema «Consejos para aquellos que amarían a los poetas»: «Joven, ella te roerá la lengua. Muchacho, él te robará las manos».

En Babel 17 estaban marcadas las dos líneas que Ian Watson (Inglaterra, 1943) iba a llevar muy lejos en su primera novela, Incrustados (1973): la reflexión lingüística y la literatura con toda su potencia crítica, ya no con Rimbaud sino a través de Raymond Roussel y sus Nuevas impresiones de África. El género había tocado esas zonas varias veces, pero fue la llamada «ciencia ficción de autor», que emergía de la contracultura de los sesenta, la que le dio un tratamiento específico. Las reglas del género cedieron ante los nuevos autores decididos a hacer colapsar los límites de ese territorio de la cultura popular masiva y también, por contrapartida, el de la «gran» literatura. Ya no había lugar para un guardián en la frontera, ningún escritor debía bajar la cabeza como si estuviera ante la ley. Ballard contaba que en sus años de formación durante los cincuenta se sentía capturado en una disyuntiva: «La narrativa popular era demasiado popular, y la narrativa literaria, demasiado seria». Por suerte no fue mucho lo que tardó en publicar El mundo sumergido (1962), una influencia decisiva para el tono y la ambición de Incrustados.

Lo contracultural se afirmaba en la incorporación de nuevos saberes –la lingüística y la crítica literaria, por ejemplo– y en la potencia que se les reconocía para modificar el statu quo. Una poeta, y no un militar ni un varón, era quien podía resolver, en Babel 17, las complejas perspectivas ante una guerra. En Incrustados son dos los protagonistas, ex amigos que retoman contacto a partir de una vieja lectura compartida del libro de Raymond Roussel. Pierre, un antropólogo que vive con la tribu de los xemahoas en el Amazonas, cree entrever una clave en el modo de escritura de Roussel para comprender el funcionamiento de la lengua de sus anfitriones; Chris Sole reside en Inglaterra, donde desarrolla un experimento lingüístico con chicos huérfanos. Investigaciones secretas que ni siquiera conoce Eileen, la madre de su hijo de tres años, aunque tiene sospechas por lo que cree haber oído. ¿Un hospital psiquiátrico? No toleraría saber que las pruebas que realizan en esos chicos consisten en «incrustarles» en el cerebro diversas y extrañas estructuras lingüísticas que los exponen al borde del desquicio.

Incrustados fue la primera novela que utilizó la gramática transformacional de Noam Chomsky como base de una trama de ficción. Y, desde luego, en contrapunto con el método de escritura de Raymond Roussel, lo que implicaba entrecruzar la vanguardia estética con una compleja teoría lingüística, pero también a Michel Foucault, a Lévi-Strauss y la crítica literaria más innovadora.

Continuidad de las lenguas

La lengua no es una forma que el ser humano aprende desde cero por el simple contacto y la experiencia con los otros, sino una forma que desarrollamos en esas circunstancias porque disponemos de una capacidad innata, consistente en un conjunto de reglas y principios al que se denomina gramática universal. «Lo innato es el mecanismo de adquisición del lenguaje», afirma Chomsky. En cada lengua existente –y posible– subyace la gramática universal, aun cuando las lenguas no muestren similitudes entre sí en sus realizaciones de superficie.

Sobre ese principio, que es exclusivamente teórico, se pueden proponer una serie de posibilidades ficticias que nos permitirían acercarnos a lo que Watson construyó en su novela. Tomemos algunas preguntas como una guía directa hacia el asunto. Primero: si la gramática universal contiene las estructuras profundas de cada una de las lenguas, ¿no estaría en ella todo lo que es posible ser dicho? ¿No se encontrarían allí las respuestas a los interrogantes que nos planteamos, necesariamente, a través del lenguaje: la existencia de dios, el tiempo, la muerte? Segundo: si fuera factible capturar las estructuras profundas de cada una de las lenguas posibles, ¿no se accedería al límite del pensamiento?

El antropólogo y el lingüista buscan hacer equilibrio entre esas tensiones. Pierre descubre, al inhalar una droga de la tribu, que la lengua de los xemahoas se abre y muestra en su interior una forma dentro de otra y otra y otra. Como las oraciones «incrustadas» que se hunden y perforan el texto de Raymond Roussel. ¿Cuál podría ser el límite de una lengua que parece ocuparlo todo, incluso hasta ella misma? Y Chris se había interesado en Nuevas impresiones de África porque asociaba, justamente, el método de escritura de Roussel con los «árboles» chomskianos que describen las estructuras lingüísticas. Lo que busca hacer con sus pruebas experimentales es volver empírica la metateoría de la gramática universal. O, desde otro punto de vista, «incrustar» (un término de la gramática transformacional) en los cerebros de esos chicos una variedad de clones de Raymond Roussel.

El método de Roussel, y que él mismo se ocupó de (no) explicar en Cómo escribí algunos de mis libros, era una máquina de forestación, construía selvas de frases inesperadas; de allí la tentación a la semejanza con los «árboles» de Chomsky. Comenzaba escribiendo dos palabras de sonido parecido y significado disímil: billard (billar) y pillard (bandido). Después las incorporaba en dos enunciados con las mismas palabras pero que evocaban sentidos diferentes. Por ejemplo: «La punta del taco en el agujero del billar/bandido». Así avanzaba la máquina de escritura –al menos en los textos iniciales–, sembrando «incrustaciones» en el territorio de la página; a su vez, cada una incorporaba otras y otras nuevas, como retoños semejantes y obstinadamente diferentes. Un efecto de cajas chinas o muñecas rusas: cada una se asemeja a la que la precede cuanto más distante se impone. Incrustados tematiza esa mise en abyme; pero, como veremos, no se detiene ahí.

Ninguna de las novelas de ciencia ficción anteriores había propuesto una teoría sobre el lenguaje con ese grado de complejidad, ni en el plano poético ni en el lingüístico. Desde 1984 (1949), de George Orwell, los principios de las ficciones tendían a basarse en la hipótesis Sapir-Whorf; es decir, la concepción de que cada lengua condiciona o define el comportamiento de sus hablantes. La Nueva Lengua que imponía el Big Brother a la población anulaba la diferencia entre contrarios, y erradicada la posibilidad de matices reflexivos. El mecanismo es evidente en las tres consignas del Partido: «La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza». La obligación de «abreviar» la lengua cumplía el objetivo de reducir la capacidad crítica de sus hablantes: solo es pensable lo que puede ser dicho. En la novela de Jack Vance, Los lenguajes de Pao (1958), la lengua era considerada desde una concepción análoga. En el mundo de Pao era posible la rebelión, únicamente, si el pueblo cambiaba su lengua. El tratamiento de la hipótesis Sapir-Whorf resultaba más sofisticado en Babel 17: comprender la lengua del enemigo era experimentar el mundo desde esa otra perspectiva. ¿Podría haber una lengua tan potente como para imponerse y desplazar la que llevaba consigo un nuevo hablante? Recordemos que eran los días de la guerra de Vietnam y que Jerry Hopkins, uno de los columnistas más agitadores de la prensa under, podía sacar a relucir un volante del Vietnam Day Committee para comentarlo. Decía: «El volante del VDC que ofrece consejos sobre el reclutamiento incluye estas preguntas bajo el encabezamiento: “¿ES USTED 4-F? ¿Tiene usted: asma, alta presión, diabetes, tímpanos perforados, soplo cardíaco, úlcera duodenal, hemorroides graves, tatuajes obscenos, perturbaciones psicológicas (…)?”. ¿Leyeron lo que acabo de copiar? Corran, no caminen, corran hacia el salón de tatuajes más próximo».

En Gran Bretaña, como en el resto del mundo, la rebelión contracultural también estaba en alza. Ian Watson comenzó a escribir su novela en 1971, a los veintiocho años, en los días en que asistía a las reuniones de la Liga Obrera Socialista, descubría el LSly leía La sociedad del espectáculo (1967), de Guy Debord, que denunciaba la encerrona a la que nos sometía en todas partes la sociedad mercantil.

Hacía muy poco había regresado a Inglaterra y se sumaba como profesor en la Politécnica de Birmingham, después de enseñar Literatura Inglesa durante cinco años en Tanzania y Tokio. En Birmingham, dictaba dos cursos, uno de Estudios sobre el Futuro y otro de Ciencia Ficción. Es decir: dos perspectivas posibles acerca de lo porvenir, una desde la narrativa de imaginación y otra desde el pensamiento especulativo. La experiencia en Japón había sido fundamental en su decisión de escribir ciencia ficción. Todo cuanto descubría en Tokio sacaba de quicio a su idea del presente. Junto a la sociedad tradicional aparecían otras que se le imponían en la piel como las formas de un tatuaje: nubes de gas venenoso, temblores en la tierra, robots, globos publicitarios flotando entre el smog, enfermedades causadas por la polución industrial, estudiantes vestidos como samuráis enfrentándose a la policía. Fue en esa ciudad donde escribió la primera versión de Orgasmatón, una novela que recién publicaría en 2010. Un mundo en el que se fabricaban mujeres como máquinas sexuales para el disfrute de los varones. Ironía ácida contra el futuro y el porno desde un género que convocaba, por entonces, a un público mayoritariamente masculino. Un antídoto contra los valores tradicionales heredados.

La «ciencia ficción de autor» bifurcaba los caminos. Estar on the road era inventar desvíos en la ruta conocida. Bifurcar saberes y disciplinas, cuestionar los límites para las experiencias con lo propio y con los otros. De ninguna manera era una contradicción que la «ciencia ficción de autor» se impusiera en una década en la que la crítica literaria colocaba, precisamente, al lector en primer plano. Formaba parte de las nuevas asociaciones. El autor moderno se descubría como lector al tiempo en que el lector se descubría autor. Roland Barthes destacó ese aspecto al distinguir entre el texto de placer y el texto de goce: el primero propone una lectura confortable, sin sobresaltos, porque es un libro que deriva sin desvíos de la cultura heredada; el segundo desacomoda al lector y lo hace vacilar, cuestionar los fundamentos del saber y la experiencia. El texto de placer es el reino del autor y el lector lo contempla como un objeto completo y colmado en su sentido, por eso teme estropearlo si lo toca. El texto de goce está en las antípodas: es un territorio en que solo el lector puede definir su límite. El texto exige su intervención para completarse. ¿Hasta dónde puede llegar? ¿Cuándo comienza el cansancio y el aburrimiento? ¿Está en las páginas que lee o en el modo en que elige leerlas? ¿De quién depende fijar el sentido del texto?

Como tantos otros, el camino entre autor y lector rompía con la dirección única. Julio Cortázar lo había propuesto en Rayuela (1963) y Stanislaw Lem, un narrador inscrito en la ciencia ficción, lo volvió problema en Vacío perfecto (1971), donde el saber ficcionalizado era la crítica literaria. Borges asomaba allí, por supuesto, formaba parte de esa familia que no podía sino ser discontinua. Pierre Menard leía el Quijote como texto de goce, por eso no lo copiaba, escribía lo que había leído. Y, desde luego, el misterio de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» recorría la genealogía completa. La literatura de ese mundo-lenguaje era precisa en sus convicciones: «Es raro que (en el mundo de Tlön) los libros estén firmados. No existe el concepto de plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un autor, que es intemporal y es anónimo».

Incrustados fue un vástago de esos lazos familiares, no porque propusiera una discusión sobre la categoría de autor, sino porque invitaba a ser leído como texto de goce dentro del género. Se colocaba en el centro de la ciencia ficción a través de experimentos científicos y contactos con alienígenas, y desde allí impulsaba su desvío: eran otras las ciencias –lingüística y antropología– y el comportamiento de los alienígenas terminaba por corresponderse perfectamente con las grandes corporaciones en la sociedad del espectáculo.

Watson no buscaba clausurar la novela en un único sentido. Se comportaba igual que sus personajes: leían todo sabiendo que el todo estaba incompleto. Por eso Pierre recuerda la experiencia de la lectura de Roussel mientras está en la selva, y por eso, entre tantas otras cosas, Chris escucha de otro modo una canción de Jefferson Airplane, la banda de rock psicodélico que había concentrado la mayor atención en el Woodstock de 1969, donde Bob Dylan se abstuvo de actuar:

Sentado en el avión con rumbo al oeste, Sole escuchaba por los auriculares del asiento las emisoras disponibles en el espacio aéreo que atravesaban (…) Jefferson Airplane cantaba:

¡Secuestren la nave estelar!
La construirán en el aire desde 1980.
Los que tengan un plan astuto podrán asumir el papel del Poderoso.
¡Secuestren la nave estelar!
Y nuestras criaturas vagarán desnudas por las ciudades del universo…´

El álbum se titulaba Blows Against the Empire [1970]. Golpes contra el Imperio. Y, no obstante, pensó Sole, el Imperio se mantiene firme. Ha interceptado la primera nave estelar auténtica. La hará orbitar por encima de océanos de modo que nadie pueda verla, salvo algunos islandeses muertos de frío y marineros en alta mar. Está inundando la Amazonia. Financia unidades de neuroterapia en terceros países por medio de fundaciones fantasmas.

 

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