César Vallejo, cronista
Materiales liberados
Martes 02 de junio de 2020
Tomado de Camino hacia una tierra socialista (Fondo de Cultura Económica), uno de los escritos de viaje del autor de Trilce que el sello liberó en plena cuarentena en sus redes. Aquí, su llegada a Moscú en 1931: "La urbe socialista y la ciudad del porvenir", titulaba.
Por César Vallejo.
Si el arribo a Moscú es por la mañana y viniendo del norte, la ciudad queda de lado y a dos piernas, con el Moscova de tres cuartos. Si la llegada es por la tarde y viniendo del oeste, Moscú se pone colorado y los pasos de los hombres ahogan el ruido de las ruedas en las calles. No sé cómo será la llegada a Moscú por el este y al mediodía, ni cómo será el arribo a medianoche y por el sur. ¡Una lástima! Una falta geográfica e histórica muy grave. Porque para poseer una ciudad certeramente, hay que llegar a ella por todas partes. Si Paul Morand hubiera así procedido en Nueva York, El Cairo, Barcelona, Roma, Bombay, sus reportajes no sufrirían de tamaña banalidad.
Esta vez llego a Moscú al amanecer. El tren viene de Leningrado, y es en los comienzos del otoño. Un kulak y dos mujiks viajan en mi compartimiento, que aun siendo de tercera clase lleva cuatro camas, como un camarote. En Rusia, tanto los pasajeros de pullman como los de tercera disfrutan de una cama ferroviaria. Porque el pullman existe actualmente en Rusia. “¿Cómo? —se preguntan las gentes en el extranjero—. ¿Subsiste la división de clases y las categorías económicas en los ferrocarriles soviéticos…? ¿Cuál es entonces la igualdad introducida por la revolución…? En un país donde impera la justicia y donde no hay ricos ni pobres, tampoco debería haber primera, segunda ni tercera…” Pero en estas exclamaciones se padece de dos errores. En primer lugar, se yerra al suponer que la igualdad económica puede producirse y reinar, de la noche a la mañana, por un simple decreto administrativo o por acto sumario y casi físico de las multitudes, como si se tratase de la nivelación topográfica de un camino o de un jardín. La igualdad económica es un proceso de inmensa complejidad social e histórica, y su realización se sujeta a leyes que no es posible violentar según los buenos deseos de los individuos y de la sociedad. La democracia económica depende de fuerzas y directivas sociales independientes, por así decirlo, de la voluntad o capricho de los hombres. Lo que, a lo sumo, puede hacerse es transformar el ritmo y la velocidad del proceso, pero no forzarlo con medidas eléctricas y mapas o manos mágicas. No es, pues, serio atribuir al soviet el poder de realizar, de golpe y en los trece años que lleva en el gobierno, la democracia económica completa, y tan completa que puede ya reflejarse en mínimas relaciones de la vida colectiva, como es la cuestión de las clases de los trenes. El otro error reside en que, aun suponiendo que la igualdad económica fuese un hecho absolutamente logrado en el soviet, se olvida que en Rusia hay extranjeros de paso y que estos extranjeros son, en su mayoría, ricos. El soviet no puede obligar a un millonario yanqui, inglés o alemán a que sea pobre o viaje como pobre. Si así lo hiciese, nadie iría a Rusia y se llegaría al aislamiento de este país del resto del mundo. Precisamente, la primera de todos los trenes rusos va ocupada exclusivamente por extranjeros.
Al entrar el tren en Moscú, son las 7 de la mañana. Un sol caliente sube por un cielo sin nubes. No se produce en el tren ese aprieto y tumulto que se ve en otros países a la llegada a una estación. ¿Por qué? Entre otras causas, porque el número de pasajeros que van a bajar en Moscú es relativamente reducido, y su descenso del tren puede, en consecuencia, realizarse holgadamente. Con idéntica holgura ha subido y bajado mucha gente en las distintas estaciones del tránsito. Y esta ausencia de prisas y congestiones en el movimiento de pasajeros es fruto del nuevo calendario que el soviet acaba de poner en vigencia, en reemplazo del antiguo calendario religioso. Se ha instaurado el año de trabajo continuo, con la semana de cuatro días laborables y uno de reposo. Este último no es el mismo para todos los trabajadores. Una rotación especial de las semanas establece que cada quinta parte de la población disfrute de reposo hebdomadario el día en que las cuatro quintas partes restantes trabajan. De este modo, y siguiendo el turno, para unos el día de reposo es hoy; para otros, mañana; para otros, pasado mañana, y así sucesivamente. Se ha instituido, de otro lado, el día de trabajo continuo, y los equipos de obreros se suceden siguiendo una rotación destinada, asimismo, a repartir el tráfico por igual entre todas las otras horas del día. El tiempo así estructurado ha producido, entre otros resultados prácticos y económicos realmente sorprendentes —tales como el añadir sesenta días más de trabajo a la producción económica anual—, la descongestión automática del tráfico. Los trenes llevan todos los días un número más o menos uniforme de pasajeros; no hay en las estaciones días y horas de angustiosa aglomeración al lado de otros de vacío absoluto. Esto, que los países capitalistas más importantes no pueden realizar, pese a los innumerables ensayos emprendidos por la Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos y Francia, ha sido resuelto de golpe por el soviet.
Cuando el extranjero baja del tren y entra en las calles de Moscú, a sus restaurantes, a sus teatros, clubes obreros, bazares, cinemas y demás focos de aglomeración ciudadana —cualquiera que sea la hora, el día o el mes del año—, palpa de modo más directo aún los beneficios del nuevo calendario soviético sobre el movimiento de la ciudad. Ningún embotellaje. Ningún espectáculo de desorden, de disputa e imprecaciones del público motivado por la congestión de la multitud. Ningún servicio ad hoc de policía. No circula ciertamente en Moscú la enormidad de vehículos que circula en Nueva York, en Londres, en París, en Berlín, en Viena. Pero la población de Moscú (dos millones y medio de habitantes) es, con relación a su área y capacidad de alojamiento, superior a la de cualquiera de las urbes capitalistas, y ella va creciendo día a día y con rapidez pasmosa. De otro lado, la intensidad y orden del tráfico de una ciudad no se reflejan tanto en las calles, sino en otros centros y núcleos colectivos, destinados al trabajo, al comercio y a los espectáculos públicos. Es aquí donde el soviet deja ver la forma armónica y radical con que se ha resuelto en Rusia el problema del tráfico urbano.
Una vez más hay que convencerse de que los problemas sociales deben ser afrontados en sus bases económicas profundas, y no en sus apariencias. La cuestión del tráfico no es del resorte policial ni municipal; ella es más bien esencialmente económica, y su solución no es tan fácil como se imagina cualquier prefecto de policía capitalista, sino que está entrañada y depende de la estructura intrínseca del Estado y de las relaciones sociales de la producción. La dación de un nuevo calendario destinado a organizar científicamente las exigencias modernas del movimiento urbano no puede venir sino de un gobierno socialista, cuya gestión se apoya en la síntesis organizada y realmente soberana de los intereses colectivos. En el Estado burgués, la anarquía y contradicciones que emanan de la división de la propiedad impiden las transformaciones de conjunto, y cualquier medida que, en una u otra forma, contradiga o hiera una parte de los intereses particulares en juego resulta literalmente imposible.
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Burgo, entre mongol y tártaro, entre búdico y cismático-griego, Moscú es una gran aldea medieval, en cuyas entrañas maceradas y bárbaras se aspira todavía el óxido de hierro de las horcas, el orín de las cúpulas bizantinas, el vodka destilado de cebada, la sangre de los siervos, los granos de los diezmos y primicias, el vino de los festines del Kremlin, el sudor de mesnadas primitivas y bestiales. Cada rincón de la ciudad lo testifica plásticamente: su plano irregular y abrupto, sus muros amarillos y blancos, las calzadas empedradas, los tejados rojos y salpicados de musgo; en fin, el decorado elemental y asiático.
Solo que junto a las ruinas del pasado anterior a 1917, se advierten las ruinas y devastaciones producidas por la Revolución de Octubre y las guerras civiles que la siguieron. El bombardeo, los saqueos y destrucciones se hallan aún impresos en las puertas desquiciadas, en las ventanas rotas, en los techos volados, en los muros partidos, en los monumentos y edificios mutilados. Especialmente, las iglesias, los palacios y las estatuas sufrieron una revisión histórica implacable. Se ve que, aparte de la ruinosa ciudadela de Iván el Terrible, sobrevive allí la ruinosa ciudadela de la revolución, es decir, los vestigios de un tremendo huracán político.
Pero, además de ser Moscú un conjunto de ruinas prerrevolucionarias y un conjunto de escombros de la revolución, es la capital del Estado proletario. La urbanización obrera se acelera con ritmo sorprendente. Esta urbanización abraza dos actividades: construcción de casas totalmente nuevas y transformación de las antiguas en alojamientos colectivos para obreros. Una tercera parte de la ciudad es ya nueva. A la margen izquierda del Moscova, la casi totalidad de las casas son de reciente construcción. ¿Su estilo? Un estilo rigurosamente soviético. Sobriedad de concepción, líneas simples, ángulos rectos, material sólido, ingeniería despreocupada del absorbente mito monumental y decorativo de la arquitectura de occidente. Nada más lejos, por otro lado, de la miseria arquitectónica de las casas para obreros que el capitalismo construye —cuatro muros y un techo—, como si se tratase de encerrar en ellas, no ya a seres humanos, sino a boyadas de trabajo o ganado de camal. Las casas proletarias del soviet son amplias, confortables, higiénicas. Sobre todo, higiénicas. Cada casa es una pequeña ciudad, con jardines, bibliotecas, salas de baño, clubes y hasta teatro. Nada de colorines murales. Nada de banal ni de superfluo. Nada de barroco ni de churrigueresco. Se ha pretendido asimilar estas construcciones al rascacielos de Nueva York y a la nueva arquitectura alemana. Mas ni esta ni aquel reúnen, como la arquitectura soviética, el confort y la sencillez, la elegancia y la simplicidad, la solidez y la belleza.
A cada uno de estos tres aspectos urbanos de Moscú corresponde un sector social particular. La población reaccionaria se destaca y diferencia rotundamente del elemento bolchevique y de las masas obreras soviéticas. Son tres capas sociales cuya mentalidad, costumbres e intereses diversos y, a veces, opuestos coexisten, sin embargo, en la ciudad actual. Luc Durtain lo ha constatado, en parte, aunque clasificando la población por generaciones, es decir, con criterio individualista, en lugar de clasificarla según los ciclos del progreso social, es decir, con criterio colectivo. Luc Durtain sigue un procedimiento geológico y, para estudiar el fenómeno ciudadano, le da cortes verticales, en lugar de seguir un procedimiento biológico, seccionándolo horizontalmente. Luc Durtain, siendo médico, olvida el método de Darwin. Nos gustaría ver cómo Durtain estudia un tallo, cortándolo fibra a fibra, en vez de darle cortes horizontales.
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Contemplando el panorama de Moscú, desde una de las torres del Kremlin, pienso en la ciudad del porvenir. ¿Cuál será el tipo de la urbe futura? La ciudad del porvenir, la urbe futura, será la ciudad socialista. Lo será en el sentido en que Walt Whitman concibe el tipo de gran ciudad como el hogar social por excelencia, donde el género humano realiza sus grandes ideales de cooperación, de justicia y de dicha universales. Lo será en el sentido en que Marx y Engels la conciben: como la forma más avanzada de las relaciones colectivas, cuando la sociedad cesa de ser una jauría de groseros individualismos, un lupanar de instintos bestiales —y menos que bestiales, viciosos—, para empezar a ser una estructura política y económica esencialmente humana, es decir, justa y libre y de una libertad y una justicia dialéctica, cada vez más amplias y perfectas.
¡La ciudad del porvenir! ¿Dónde, en efecto, y mejor que en la ciudad socialista, podrá producirse ese maravilloso fenómeno futuro? Porque la ciudad del porvenir ha de ser construida solo por el socialismo, y ella misma ha de ser la más prodigiosa cristalización socialista de la convivencia humana. Concebir la urbe del porvenir dentro del sistema capitalista —como lo hacen los filósofos, profetas, políticos y escritores burgueses— es un absurdo y un contrasentido. Equivale a pretender edificar un rascacielos de mil pisos con barro o cualquiera otro de los materiales deleznables y rudimentarios empleados en las construcciones primitivas.
No es la ciudad del porvenir Nueva York. El simple espectáculo de sus maravillas mecánicas no la inviste del título ni de las cualidades suficientes para ser la urbe del futuro. Estas maravillas mecánicas constituyen apenas uno de los materiales —el más anodino— del tipo de ciudad a que aspira la humanidad. Indudablemente, el confort material, las facilidades de rapidez y precisión con que el progreso industrial encauza y motoriza la vida urbana son necesarios a la ciudad del porvenir. Mas no basta que la sociedad produzca y consuma estos elementos de vida, al azar. Menester es que su reducción y consumo se democraticen, se socialicen. Menester es socializar el trabajo, la técnica, los medios e instrumentos de la producción, de una parte; y de la otra, la riqueza. El mundo de los justos no es posible sin esta doble socialización. ¿Los Estados Unidos la han realizado? El capitalismo, en general, lleva consigo, según Marx, los gérmenes de ambos procesos. Pero en los Estados Unidos, el progreso de la técnica ha determinado únicamente una cierta socialización del trabajo. Los medios e instrumentos de la producción —fábricas y tierras— y los productos continúan de propiedad de unos cuantos. La fabricación de un alfiler es obra de cincuenta obreros; está socializada, está hecha en sociedad. Pero el dueño del alfiler, el que se aprovecha de su venta —una vez deducida una mínima parte para el pago de los jornales—, es un solo patrón, dos o cuatro. A Nueva York le falta, pues, la socialización integral del trabajo, de las fábricas y de los productos. Mientras en los Estados Unidos la propiedad, el trabajo y la riqueza no se hayan socializado integralmente, no es ni será Nueva York la ciudad del porvenir. Para que las maravillas mecánicas y eléctricas de Nueva York hagan de esta urbe la ciudad del porvenir, deben ser socializadas en su creación y en su aprovechamiento Si esto no sucede y si, por el contrario, la propiedad, los progresos de la técnica, el trabajo y los productos se basan, como hasta ahora, en la injusticia, en la explotación de la mayoría por una minoría y en la división de clases, Nueva York seguirá siendo una selva de acero en que se desarrolla el drama regresivo y casi zoológico de millones de indefensos trabajadores, devorados por unos cuantos patrones, y sus maravillas industriales —tan decantadas ya y exageradas— seguirán siendo el producto sangriento e inhumano de ese drama.
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Por lo demás, y siempre que no se trate de estudiar científicamente la realidad, sino simplemente de opinar según los gustos, intereses personales, sentimientos de clase o prejuicios afectivos, hay mil maneras de plantear un problema y otras mil de resolverlo, de deducir hipótesis o de formular profecías. No me refiero aquí a las opiniones de escritores exclusivamente literarios y tragaleguas, a lo Paul Morand, ni a las de pensadores de suma especulación metafísica, a lo Massis. Ya pueden estos publicistas divagar al infinito sobre esta y otras cuestiones, con alegatos y dialécticas más o menos fascistas o socialistas por snob. El daño y desviación que ellos producen en el criterio internacional no son muy graves para detenerse a refutar seriamente sus ideas y teorías. Aquí me refiero más bien a las ideas y teorías de uno de los publicistas liberales de mayor boga científica en Europa: a Lucien Romier, que pasa por ser un sociólogo de laboratorio y por plantear y tratar los fenómenos sociales con riguroso y hasta revolucionario método objetivo.
¿Cómo estudia Lucien Romier la génesis, formación y devenir de las ciudades en general, Nueva York y Moscú inclusive? Romier aplica a esta cuestión el criterio unilateral, incompleto y gastado de las aguas. Según Romier, no hay más que dos imperios: el imperio de los mares y el imperio de los grandes ríos. Cuando ambos se juntan, producen el supremo poderío, como en el caso de Londres. Toda gran ciudad, situada está sobre un río o sobre un puerto marítimo. Las ciudades de irradiación universal explotan lo más a menudo un estuario o comunican con él. Nueva York, sobre el estuario del Hudson, en el Atlántico, es otro ejemplo de gran urbe destinada a un gran porvenir.
Verdad es que Romier reconoce que, contra la grandeza creciente de Nueva York a base hidrográfica, hay ahora un arma nueva y terrible: la navegación aérea. “La circulación —dice Romier—, antes esclava de los peajes y sometida luego a los Estados, opera hoy con absoluta soberanía. Ella se ha liberado de los ríos, de los valles, de las montañas, y se liberará también del océano. Con el avión, el hombre ha abolido una distinción fundamental en la geografía de los viajes y del comercio: la distinción entre la tierra y el mar. El avión triunfará de los mares, no solo porque gasta menos energía humana que el navío, sino porque su utilidad y sus posibilidades de progreso tenderán más y más a abreviar las distancias y los plazos marinos.” Sin embargo, Romier, de razonamiento en razonamiento, elude la tesis exclusivamente aérea en cuestión y, mediante un enorme bostezo deductivo, utiliza al servicio de su tesis hidrográfica el propio valor aviónico a que alude.
Y Romier discurre en estos términos: ¿cuáles serán en el porvenir los países mejor equipados de transportes aéreos? Estos países serán precisamente los países de mayor litoral marítimo y fluvial.
Porque, para Romier, el avión, en suma, no tendrá casi utilidad terrestre en el porvenir, pues cada país llegará a tal punto a poblarse de aldeas y ciudades, que estas estarán casi pegadas entre sí y no tendrán necesidad de una locomoción parecida. En cambio, la aviación marítima será la que decida de la suerte de los países y de las capitales. Por otro lado, psicológicamente, los pueblos de mayor vocación aérea son los pueblos marítimos. “Más pronto —dice Romier— un mal marino se hace un gran aviador, que un hombre continental, un aviador mediocre.”
La teoría de Romier asigna, en fin de cuentas y según sus dos tesis, hidrográfica y aviónica, una gran fortuna a Londres y, sobre todo, a Nueva York, ya que, como él dice, esta última urbe disfruta del excepcional privilegio de hallarse situada, como ninguna otra, en la encrucijada de una gran corriente de circulación marítima y de una fuerte atracción de origen continental. ¡Qué triste suerte, por el contrario, para Berlín, París y, más aún, para Moscú, situada más que todas ellas lejos del océano, y sin comunicación con un estuario!
Por fortuna, la doctrina de Romier es falsa y apasionada, pese a sus apariencias científicas e imparciales. Su falsedad arranca de la ideología anticuada de Romier. Su apasionamiento reside en el espíritu clasista del autor. Romier, en efecto, no hace sino reconsiderar la fallida teoría hidrográfica de la vieja sociología naturalista, para la cual los fenómenos sociales y económicos se explican únicamente por las leyes del medio natural (tierras, aguas, clima). Romier hace suyo el célebre principio de los fisiócratas: “Las leyes constitutivas de la sociedad son las leyes del orden natural”.
Romier se queda aquí y rechaza o no concibe la influencia del medio social sobre la naturaleza y sobre la propia sociedad, influencia que, según Marx, toma día a día un peso decisivo en los destinos y transformaciones sociales. La rezagada visión de Romier apenas le permite entrever ligeramente la posibilidad abstracta de que el avión —que es una fuerza creada por la sociedad— pueda destruir la influencia y preponderancia hidrográficas en la suerte de las ciudades. Hasta aquí y no más allá llega la estancada mentalidad de Romier, y aquí empieza su ceguera orgánica, producto genuino de sus prejuicios clasistas. Aquí empieza, para salvar sus tesis en peligro, a echar mano a la sutileza, al ingenio y al sofisma, contra Moscú y los destinos del soviet. Es cierto que, cuando Romier estudia esta cuestión, no alude ni se propone impugnar la revolución social, de cuya suerte depende el futuro de urbes y naciones. Sin embargo, quien haya leído sus libros América o Europa y El hombre nuevo reconoce fácilmente su temperamento político y su aversión tácita y acaso subconsciente por el comunismo y el método marxista. Nada tiene, pues, de extraño que ignore o no comprenda la doctrina socialista, que atribuye a la sociedad y a la naturaleza una influencia recíproca, tendiendo la primera, constante y progresivamente, a dominar a la segunda, valiéndose de los progresos infinitos de la técnica. Romier no acepta que los progresos de la circulación decidan un día —por sobre los ríos, los estuarios y los mares— el desarrollo de una urbe. De aceptar esta verdad, Romier se vería obligado a dejar abierta la puerta del porvenir a las ciudades que, como Moscú, no caen dentro de las conclusiones favorables de su tesis y en las que, en cambio, la técnica empieza a cobrar un vuelo nunca visto mediante la socialización, más o menos evolutiva o revolucionaria, de la producción. Y esto es justamente lo que Romier no concibe ni toleraría.
* * *
Al instalarnos en el automóvil, le pregunto a Boris Pessis, secretario de voks (Oficina de Relaciones Intelectuales Internacionales) por el movimiento automovilístico en las ciudades soviéticas.
—Como usted ve —me dice en tanto atravesamos las primeras calles de Moscú—, no hay muchos automóviles en Rusia. Unos doscientos en Moscú, otros tantos en Leningrado y todavía menos en provincias.
—¿Las causas?
—En primer lugar, toda la producción de maquinaria la enfoca actualmente el soviet hacia la industria y la agricultura. En segundo lugar, la circulación ciudadana en automóvil no exige aún, desde el punto de vista comercial y económico de las ciudades, mayor número de carros que el que ahora existe. Dentro de la concepción soviética de la convivencia urbana, la velocidad es una cuestión estrictamente económica…
—Lo comprendo. Nueva York, por ejemplo…
—El esquema es este: a mayor riqueza, mayor velocidad. En el terreno mismo de la técnica de producción, una máquina, un aparato, un útil se mueve más rápidamente cuanto más dinero ha costado su fabricación…
—Hasta cierto punto —le observo a Boris Pessis—. Porque si ha habido robo o despilfarro en la fabricación del útil o de la máquina…
—Hablo, naturalmente, del coste verdadero de la fabricación. Pues bien; la velocidad, como expresión que es del desarrollo económico de un país o de una ciudad, sigue, en cierto modo, las modalidades sociales de la economía. En Nueva York, juzgadas las cosas en este plano, la población se divide en dos sectores: el proletariado de base y la gente pobre, de un lado, y del otro, la burguesía y el proletariado técnico. Para el primer sector, la velocidad ciudadana es mínima. Para el segundo es mayor, excelente, vertiginosa. Para la masa pobre solo existe el metropolitano y el tranvía, con todas sus limitaciones y embarazos de tiempo, precio y aglomeración. Para los patronos y los obreros técnicos están los automóviles públicos o particulares, hasta para ir a comprar un botón, y a la hora que se quiere. Pero en Rusia, la realidad es distinta. Dentro de la vida soviética de las ciudades, no hay esos dos sectores de población, rápido el uno y au ralenti el otro. Nadie, absolutamente nadie anda en automóvil en Moscú. Mire usted ese carro que pasa por allí… —añade Boris Pessis, señalando con el índice la Plaza de la Revolución.
Yo observo largamente en torno nuestro. La totalidad de los transeúntes va a pie. De cuando en cuando pasa un tranvía repleto. ¡Un automóvil! Es el que indica Pessis. Trato entonces de ver la clase de personas que lo ocupan y le digo a mi acompañante:
—¿Pero quiénes son, entonces, los que van en ese automóvil?
—Son funcionarios y empleados del soviet. El íntegro de los pocos automóviles existentes está dedicado a los servicios del Estado y de la cosa pública: sindicatos de producción, cooperativas, etcétera.
—Pero yo he viajado en taxi en Leningrado —le observo a Boris Pessis.
—En Rusia hay solo unos cuantos taxis destinados a los turistas o extranjeros de paso en las ciudades, que, en general, son ricos o acomodados, y a quienes el soviet debe dar facilidades, satisfaciendo sus hábitos de velocidad y confort, propios de su clase social. Fuera de esta excepción, esporádica y extraña a la existencia soviética, y que solo sirve al interés turístico del país, no hay —como está usted viendo— ni taxis ni automóviles particulares.
—¿Pero los habrá algún día? ¿Cuándo y cómo irrumpirá la velocidad en la vida ciudadana soviética?
—Eso es ya otra cuenta. Todo el mundo anda en Moscú en tranvía o a pie, porque la vida económica ciudadana marcha también —si se nos permite la frase— en tranvía y a pie. La potencia económica del soviet está, por ahora, operando en el campo y en la fábrica, en las minas, en los puertos, en los ferrocarriles, en las instalaciones mecánicas, en la electrificación industrial del país. La ciudad —y cuanto se relaciona con ella: velocidad, confort, etc.— es ya una forma avanzada del proceso económico de un país. Dentro del capitalismo norteamericano han surgido últimamente grandes urbes, como a la minuta, apenas el país cobró su máximo desarrollo económico. Solo que en la estructura social de Chicago, San Francisco y Manhattan, la velocidad, el confort, etcétera, pertenecen, como repito, solamente a ciertas clases sociales mientras otras carecen en gran parte de tales facilidades del progreso.
—Y en Moscú, en Kief, en Leningrado, ¿cómo será resuelta la cuestión de la velocidad desde el punto de vista social?
—Cuando la economía soviética haya llegado a producir las ciudades socialistas a que aspiramos, los medios y resortes de velocidad urbana estarán repartidos por igual en la masa ciudadana. No hay ahora en Moscú automóvil para nadie: mañana habrá automóvil para todos.
—Entretanto…
—Entretanto, hay que avanzar a pie o, a lo sumo, en tranvía. Los comienzos de una nueva historia van siempre a pie. El hecho de que nadie aún pueda ir en automóvil en Moscú no debe alarmar a nadie. Lo alarmante sería que algunos fuesen un día en automóvil a través de las masas a pie, como ocurre en las urbes capitalistas. Ese sería signo de que la Revolución Rusa ha fracasado o va a fracasar. Pero mientras eso no suceda, lo otro es cosa de pocos años.
Bajamos ante la puerta del Hotel Bristol, en Tverskaia Ulitsa y pago el taxi. Un rublo cuarenta, o sea 20 francos. ¡Una fortuna! En París, un recorrido igual costaría 7 francos. Pero en París gozo de la ventaja de ser un burgués entrañado a la mecánica igualmente burguesa de la ciudad, mientras que en Moscú soy un burgués extraño y totalmente al margen de la mecánica económica de Rusia. Debo, pues, pagar duro, en el mundo obrero, mi diferencia de clase social, como paga también duro el obrero su diferencia de clase en el mundo capitalista. Es la lucha de clases de la historia.