Carlos Battilana: "No creo en el uso instrumental de la poesía"
Por Agustina Rabaini
Viernes 01 de julio de 2022
"A veces pienso que la poesía me salvó porque fue como ir en busca de oxígeno", cuenta en esta entrevista el autor de Ramitas y La lengua de la llanura (Caleta Olivia). "Siempre me interesó el tono bajo, me interesa el susurro, tal vez porque está ligado a escuchar la propia respiración, el lugar de la enunciación poética".
Por Agustina Rabaini. Foto de Silvia Castro.
“En el caso de los buenos poemas, las palabras regresan a la lengua, a la voz del lenguaje con una fuerza nueva”, escribió Carlos Battilana en El empleo del tiempo (El ojo del mármol, 2017), un libro de ensayos, reseñas y prólogos que publicó antes de los tres últimos: Ramitas (Caleta Olivia, 2018), Luz de invierno (UNL, 2020) y La lengua de la llanura (Caleta Olivia, 2021).
Nacido en Paso de los Libres, Battilana vive en Buenos Aires desde los siete años y además de escribir poesía –su obra apareció en decenas de libros propios y en antologías argentinas y latinoamericanas–, ejerció el periodismo cultural y trabaja como docente de Literatura en diversos niveles (actualmente en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de Hurlingham). Cuando no dibuja versos en clase o en sus cuadernos –sigue escribiendo a mano– lee, investiga y suele desplazarse acá y allá para conversar con jóvenes y colegas en aulas universitarias o ciclos culturales.
Battilana lleva un largo recorrido haciendo de la observación y la indagación una obra y un método: entrar en conversación con él es encontrarse con una voz que sabe ya que la poesía no se busca sino que acontece, se abre paso para quien sepa rendirse al misterio y a las profundas insinuaciones de las cosas. Al leerlo, puede haber escenas que superan incluso al sueño, y escribe versos como estos: “Los días de hace años/ los luminosos/ trabajosos días/ forman parte/ también/ de un mínimo/ acontecimiento/ en este instante. Sin nostalgia, hay horas pasadas/ horas buenas/ que siguen ocurriendo/ no terminaron de suceder”.
¿Será el mismo que comenzó deslumbrándose con Vallejo, con Sor Juana, Darío o Martí? Con los años fue sumando, como lector, a un grupo selecto de autores contemporáneos: voces o lenguas que prefieren –no casualmente– sugerir o susurrar a alzar el tono; escrituras que eluden la estridencia.
Una vez la poeta Glauce Baldovin dijo haberse acercado a lo poético temprano, por todo lo que la conmovía el sol sobre las naranjas en el campo cordobés. ¿Cuándo dirías que empezaste a mirar desde la poesía?
Creo que la escena fundacional tiene que ver con el dibujo. Cuando era chico dibujaba, pintaba y un día mamá tuvo la buena idea de mandarme a clases, pero el profesor era estricto con la normativa y eso me desilusionó… Terminé dejándolo. Con el tiempo me puse a escribir a partir de lo que veía en las series de televisión. Más que leer, miraba El zorro y escribía cuentos. A la poesía llegué más tarde, a los 17 años, cuando hicimos una revista subterránea –underground– con amigos. Empecé a descubrir a autores que me conmovían: recuerdo una antología de la poesía del 50 del Centro Editor donde estaban Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bayley y Alejandra Pizarnik. Y hubo otro día en que leí a Ungaretti por primera vez y me disparó a un lugar de la lengua nuevo, un territorio totalmente vivo.
¿Por qué, después de tantos años, seguís eligiendo el lenguaje escrito y no el dibujo, o tantos otros?
La lengua incluye la imagen; con la palabra también se puede fundar imágenes. Justo ahora estoy escribiendo un libro a partir de mi condición de lector, y pensar en eso me llevó al momento en que aprendí a leer. En primer grado teníamos un libro, Primeras luces, y cuando la maestra decía “acá está la letra L”, yo no podía dejar de ver las minúsculas, mayúsculas y cursivas como dibujos. Había una relación entre la imagen y el signo. Tal vez fuera esa confluencia lo que me interesaba.
Allí hay otra escena fundante: el niño Carlos frente al pizarrón. Hay muchas secuencias así, en tu obra reunida, a través del tiempo. ¿Qué te da la poesía para seguir abrevando ahí?
La poesía estuvo siempre, para mí, asociada a la respiración. De chico tenía dificultad para respirar –una alergia imposible– . Hice muchos tratamientos hasta que, en un momento, me curé. A veces pienso que la poesía me salvó porque fue como ir en busca de oxígeno. La poesía está asociada a una acústica y ahí la lengua está en un lugar de incandescencia muy fuerte, cuestiona la inercia. Aunque hable de la quietud o de la muerte, para mí la poesía está vinculada con lo vivo y con un estado de lo íntimo.
Lo privado, lo íntimo, y el empleo del tiempo para lo poético…
Sí, la poesía es una necesidad y entre la lengua poética y el tiempo se da una relación de extrañamiento; el tiempo uniforme, sucesivo y cotidiano tiende a cierta inercia y eso nos lleva a la alienación. En medio de los días, la poesía nos introduce en otra temporalidad y en otra dimensión, no en un “fuera del tiempo” sino en un tiempo discontinuo. En cuanto al “empleo del tiempo”, elegí ese título para mi libro a partir de una película hermosa de Laurent Cantet que indaga en el corazón del capitalismo, y se adentra en el tema de los despidos y el desempleo. Muchas veces se utiliza el enunciado “el empleo del tiempo” en relación a la eficacia y la productividad, y la poesía trabaja a contracorriente de eso. Quizás sea una forma de pequeña resistencia, no enfática sino vital, particular de cada uno. El subtítulo del libro es Poesía y contingencia.
¿La poesía puede ser útil en algún otro sentido?
La poesía estaría a contracorriente de lo eficaz y lo utilitario. La poesía resulta política precisamente porque su elemento social básico, el lenguaje, vulnera los límites aceptados respecto del modo en que es posible enunciar en el presente, y profetiza en su acontecer, en su existencia misma, una nueva forma del discurso en el ámbito de lo público. No creo en el uso instrumental de la poesía. Está fuera de todo tipo de moraleja, aunque intervenga en lo social a la hora de desactivar lugares comunes de la lengua. Hay un tipo de poesía que produce una relación de extrañamiento con la lengua y eso me interesa más que la poesía que busca gravitar en los demás a través de una idea previa, o de un impulso expresivo plagado de supuestas buenas intenciones.
En tus escritos sobre la obra de Estela Figueroa, tan cerca de otro autor, Juan Manuel Inchauspe, se confirma cierta preferencia por un tono más bien bajo, poco estridente: “La poesía de Estela Figueroa con su lirismo soterrado que no levanta el tono, que canta de manera sutil y como susurrando” .
Sí, a Estela Figueroa la leo desde antes que saliera su obra reunida, El hada que no invitaron, y me parece una poeta maravillosa, un hada que no era muy conocida y que llegó a la poesía argentina para quedarse, como la obra de su amigo, Juan Manuel Inchauspe. A él también lo descubrí en la década de los 90 y fueron autores importantes para mí porque con ellos sentí que podía dialogar. Siempre me interesó el tono bajo, me interesa el susurro, tal vez porque está ligado a escuchar la propia respiración, el lugar de la enunciación poética.
¿Seguís escribiendo en cuadernos?
Sí, escribo poesía a mano y recién después paso los textos a la computadora. Tal vez por pura superstición; todos escribimos de acuerdo a una mitología. Pero no; escribo a mano porque me permite sentir la materialidad –la hoja, la tinta–, y me gusta eso. De hecho, tengo un libro llamado Materia. Hay un gozo y una vibración ahí, algo del espesor... Lo sagrado, para mí, no deja de ser materia. Por eso me interesan el jardín, las plantas y la naturaleza. Las escenas de intimidad en lo cotidiano que expresan lo sagrado de la vida. Lo sagrado a partir de experiencias reales, no de algo abstracto.
En tu libro Una mañana boreal hay unos versos que reflejan algo de eso: “Sabe la maleza algo que yo no/ Los árboles conocen un misterio natural/ vedado/ a todo el lenguaje”, se oye al comienzo de “Alrededores”… Y al final: “Ya no como forma de la posesión/ sino como testimonio/ o como huella/ de un ojo que mira/ el día/ por primera vez”.
Cuando uno mira una planta o abraza a un hijo, interviene cierta sacralidad tangible, algo te saca del tiempo cotidiano y te pone en otra dimensión. Hay una reserva de sentido, y también un despojo. La posesión tiene que ver con la acumulación, y eso no tiene que ver con la poesía. La mirada explora lo que le resulta enigmático, y eso se vincula con lo silvestre de la vida, con lo que no se sabe. La poesía es siempre exploración, un poema puede estar construido mediante un procedimiento, pero hay algo que se escapa y que no entendemos del todo. Lo que desconocemos, en la poesía, también lo deseamos.
Si buscaras otras afinidades como poeta y lector, ¿qué otros nombres aparecen?
Tengo un recuerdo nítido de mis 18 años, cuando estaba a punto de operarme de los bronquios. El día anterior, una profesora que había tenido en la escuela me prestó un libro de César Vallejo y fue un momento de revelación, ese poeta se quedó conmigo para siempre. Fue un relámpago, algo que no podía entender bien y ese instante está plasmado en uno de mis poemas. Estaba feliz en mi cama en la soledad del hospital, me pondrían anestesia general pero yo ya había leído a Vallejo. Me parece un autor inmenso, un poeta cuya sintaxis proviene de cierta visión latinoamericana y en su escritura se mezclan la infancia, su cristianismo antiguo y su marxismo. Me gusta mucho Los heraldos negros por su mezcla de lenguaje lujoso –con ecos del modernismo dariano– y de lenguaje coloquial. El segundo libro, Trilce, también, pero ya es plenamente vanguardista.
¿Y sor Juana?
A Sor Juana la amo, me gusta hablar de ella con los estudiantes. Está ese poema, "Las inimitables plumas", cuando dice “¿Cuándo, númenes divinos, / dulcísimos cisnes, cuándo / merecieron mis descuidos / ocupar vuestros cuidados?” Se dirige a los grandes intelectuales de Europa y les dice que guarden sus aplausos. En su escritura tiene una gravitación del barroco y una fuerte impronta americana. Me conmueve mucho. A pesar de los silogismos, de los juegos de lenguaje y de todas las figuras retóricas que utiliza, la de Sor Juana es una poesía transparente. Otro de mis favoritos es el "Romance II", donde dice: “Finjamos que soy feliz, triste pensamiento, un rato…”
A lo largo de los años, escribiste sobre la obra de muchos otros contemporáneos. ¿A quienes o qué rescatás de lo que se escribe ahora?
Hay muchos poetas, nombrar a unos, excluiría a otros. Pero podría decir, por ejemplo, que con Osvaldo Bossi nos conocemos de toda la vida, de cuando recién comenzábamos con nuestros poemas. Y es un gran poeta. Mencionaría a Beatriz Vignoli, a Osvaldo Aguirre, que hace una poesía rural, campestre y trabaja con una lengua muy particular. Y a un poeta santafesino que me gusta mucho: Santiago Venturini. Si tuviera que mencionar a alguien de acá, se me ocurre Eduardo Ainbinder. Respecto de libros que leí recientemente y me gustaron, podría sumar a La gran meseta, de Martín Armada; Yeguariza, de Camila Vázquez; Stárenka, de Natalia Leiderman; Todo lo que sabemos del cielo, de Patricio Foglia e Hijo único, de Alejandro Lastra.
Fuiste parte de la generación de los 90, con sus grupos tan recordados (La 18 Whiskies, el Diario de Poesía), ¿dónde te ubicaste vos, cómo fue tu camino?
En mi caso, más allá de que dialogara con los poetas de la época, no estuve en un grupo en particular, me interesaban distintos tipos de poesía y me fui nutriendo de lo que pudiera enriquecerme para decir lo que quería decir. Nunca tuve una idea binaria de las cosas, y así como se trabajó, por ejemplo, en contra del “lirismo”, a mí hay autores que me interesan hasta hoy (Juanele, Fijman), pero también lo que podríamos llamar una experiencia coloquial de la lengua. No veo lo excluyente allí. Creo que hay cuestiones que se pueden articular, integrar, experimentar. Yo no sé si elegí hacer un camino propio, simplemente sucedió, fui escribiendo y me aparté de discusiones que me resultaban, en fin, estériles.
Naciste en Corrientes y pasaste los primeros años en el litoral. ¿De qué manera incidió el paisaje de infancia en tu poesía?
Yo nací en Paso de los Libres, pero me vine a Buenos Aires temprano, a los siete años. Durante mucho tiempo no sentí nostalgia de aquello, pero a partir de la escritura de Materia, y de un poema titulado “Parrilla”, la infancia empezó a regresar a mi cabeza. Cierta respiración, algunas imágenes y algo de la frontera con Brasil y el carnaval… Todo eso empezó a ingresar a modo de aproximaciones, o experiencias sensoriales. Algo flotante, diría, que me conectó con mis primeras visiones. Hace unos años regresé a Paso de los Libres y estuve en el río Miriñay. Ese día pude ver la otra orilla: Uruguayana.
En el poema "Ramitas" aparecen símbolos como la Navidad, y una escena conmovedora mirando a un hijo: lo maravilloso y lo difícil condensados, transfigurados.
La experiencia personal ingresa a la poesía, inevitablemente, y hay que ver cómo procesás eso a partir del lenguaje para transfigurarlo. Escribir supone ingresar en una zona desconocida, aun cuando la escena se haya visto o vivenciado. La escena navideña de “Ramitas” fue realmente conmovedora. Me conmovió ver a mi hijo Marcos tomar la estatuita de San José… Al escribir no sé si se transfigura esa experiencia o no, pero a veces ingreso a una zona donde puedo encontrar algo. La poesía acontece, ni siquiera sé si hay registro descriptivo ahí. Por eso a veces me resultan pesados algunos autores que escriben desde una idea previa. Un hecho amoroso desplegado en una escena puede ser más potente que hablar del “amor” o de la “pasión”. A mi me gusta Carver, por ejemplo; es un poeta narrativo. ¿Y por qué sucede lo poético en su escritura? En medio de ese sueño americano vulnerado, sus escenas e imágenes interrumpen algo y a la vez lo condensan todo. Y esa interrupción se vuelve poética. ¿Y qué será que nos gusta de los poemas que leemos? Hay algo que no tiene que ver con lo demasiado perfecto y aceitado sino con lo oscuro o enigmático. Un poema es eso, son esas palabras. Con los estudiantes, en clase, tratamos de intentar comprender qué nos está diciendo ese texto, qué impresiones deja. Hablar de eso es una de las cosas que más me gusta en la vida, además del cine y el fútbol.
En un poema de 2018 se lee: “Sostengo la estructura de este minuto”. ¿Qué vale la pena seguir sosteniendo?
Lo que vale la pena seguir sosteniendo es el riesgo del amor, lo único que tiene realidad. Y la poesía es un acto amoroso, el acto de enunciación tiene que ver con lo afectivo por más que se hable de otra cosa. Cuando leo a los autores que me gustan, siento una cierta intimidad. Como si hubiera una comunidad imaginaria con la que puedo dialogar: Ungaretti, Quasimodo, Trakl, Bustos, Urondo, Gruss y los amigos de la poesía de toda la vida. Me gusta encontrarme con ellos y leer poesía en público como una forma de encuentro. Cuando uno va ingresando a cierta edad, va encontrando cierto sentido de la oportunidad en los acontecimientos reales, el tiempo tiene otra densidad.