Caminar
Henry David Thoreau
Miércoles 02 de noviembre de 2016
"Thoreau, más allá de estar asociado al trascendentalismo, es el inventor de un vitalismo anarquista estadounidense que han continuado y reinventado desde Hemingway a Kerouac y la generación de los beats". El prólogo a la edición de Interzona de Caminar, de Henry David Thoreau.
Por Edgardo Scott.
¿Qué sería hoy caminar, perdernos en el bosque? ¿Qué motivo, qué causa guiaría nuestros pasos? ¿Y por dónde caminaríamos, cuando todo está perimetrado, cuando la propiedad privada es infinita y omnívora, y tan parecida a una prisión? Los días aciagos que Thoreau, como buen excéntrico e involuntario mesías de Concord anunciaba en esta conferencia de 1862, ya son nuestros días desde hace mucho. “Pero aun así caminar”, podría insistir su fantasma y tal vez, hasta nos susurrara y revelara al oído: “porque caminar es vivir”.
Dictada y escrita hacia el final de su vida, Caminar concentra y resume las ideas que se despliegan en sus obras más conocidas, Walden y Desobediencia civil. Thoreau acaso sea el primer autor, el gran precursor en armar ese conjunto de elementos poéticos, esa mitología norteamericana que incluye la naturaleza, lo salvaje, la soledad, y que encontrará una y otra vez notables herederos. Si hasta el mejor exponente de la belle époque, el dandy por excelencia de la generación perdida, el genial Scott-Fitzgerald, se lamentaba: “Después de haber leído a Thoreau sentí cuánto había perdido al dejar fuera de mi vida a la naturaleza”.
Porque Thoreau, más allá de estar asociado al trascendentalismo, es el inventor de un vitalismo anarquista estadounidense que han continuado y
reinventado desde Hemingway a Kerouac y la generación de los beats, desde Jim Morrison a toda una larga y todavía inacabada iconografía del cine (Into the wild, filmada por Sean Penn hace pocos años, es acaso la última variación y reedición de aquellos mitos fundamentales de Thoreau). “Aquí está la vida, un experimento”, supo decir. Sin embargo, en Thoreau ese vitalis-mo es un sueño también razonado, filosófico, su energía siempre emancipatoria, libertaria, nunca deja de ser una política. Para nosotros, que después de la ideología habitamos el tiempo de la biopolítica, Thoreau, como sucede con Nietzsche, es otro pensador contemporáneo, de plena vigencia.
También Thoreau es uno de los primeros cultores del oeste. Escribe en Caminar: “Hacia el este, voy solo por la fuerza; pero hacia el oeste camino libremente.” Por supuesto, el oeste es un símbolo. ¿Símbolo de qué? De lo deshabitado e inexplorado, de lo salvaje sí, pero sobre todo de aquello por conquistar. Y Thoreau sabía
–sentía– lo mismo que Borges o Melville: que todo hombre siente nostalgia del mar y de la batalla. Otra manera de decir: que todo hombre siente nostalgia de la conquista. Pero una conquista que no supondrá sumisión para nadie. En aquel tiempo, el oeste era eso: el horizonte virgen del mundo; “the other side” (el otro lado), el mundo de espaldas a su mellizo civilizado y ordinario, conocido y brutal. “El oeste se está preparando para añadir sus fábulas a las del este. Los valles del Ganges, del Nilo y del Rin ya han dado su cosecha; resta ver qué entregarán los valles del Amazonas, del Plata, del Orinoco, del San Lorenzo y del Mississippi; tal vez cuando en el curso del tiempo, la liberación de América se haya convertido en una ficción del pasado –como lo es ahora, y hasta cierto punto, del presente– los poetas del mundo hallarán inspiración en la Mitología Americana.”
Por otro lado, Caminar ya da cuenta de ideas que se han cristalizado en el discurso de la ecología. El agotamiento de los suelos y recursos naturales, la tala de los bosques, el avance imparable de las ciudades, la extinción de especies. La gran diferencia es el sentido. La ecología de Thoreau (no tan distinta a la de John Berger, por ejemplo) es plenamente humanista y está al servicio de la difícil armonía que el hombre debe conseguir para su propia vida, en su propia vida, porque, como escribió en Walden, cuando vivió más de dos años en una cabaña hecha por él mismo junto a un lago: “Todo hombre tiene como tarea hacer su vida digna, hasta en sus menores detalles”. Entonces no se trata de salvar a los bosques por los bosques mismos, se trata de salvar a los bosques si es que en los bosques también se halla, se refleja el hombre. Los bosques de Thoreau –la Naturaleza, incluso lo Salvaje, como enfatizará con mayúsculas– también son bosques y nombres del sentido y la experiencia: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar solo los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido.”
“Él hallaba la fuente de su poesía en su percepción espiritual”, explicó su amigo Emerson. Aunque en su prosa, en su escritura, la palabra vive tanto en los actos que describe, en su fidelidad a las cosas, como en su sensibilidad musical. “Pero si detecté, cuando el viento se calmaba y podía oír desde lejos, el murmullo de la música más delicada que pueda imaginarse –como el de una colmena distante, en mayo–, que tal vez fuera el sonido de sus pensamientos.” Una colmena distante, en mayo. Es atractivo ver cómo Thoreau, cada tanto, se desliza hacia el poema o hacia la epifanía. Como si su impulso –su espíritu– lírico, sublimado, soterrado en la prosa, de golpe necesitara desplegarse más y entonces se deslizara al canto, al verso, a la visión. Más allá del original, he contado para esta traducción, con una traducción
española de Federico Romero y con una traducción mexicana a cargo de Alexia Halteman. Las dos han hecho sus valiosos aportes, y han enriquecido en el diálogo implícito esta versión del Río de la Plata, que justamente intenta subrayar los frecuentes y notables arrebatos líricos de Thoreau.
Para Martin Luther King fue su primera inspiración, el primer contacto con las ideas de resistencia civil sin violencia, a las que después él mismo les daría su vida. Henry Miller lo admiraba y lo consideraba “un romano antiguo”. Entre nosotros, y más allá de la lectura y la simpatía que despertara en Horacio Quiroga o en Borges (por contigüidad a Emerson y a Whitman), fue Martínez Estrada quien verdaderamente lo leyó y lo difundió con pasión: “Thoreau era uno de aquellos hombres, cada vez más raros, que decidieron cargar sobre sus hombros un poco de la culpa de los ciudadanos del confortable mundo occidental”.
Pero volviendo al inicio, al que si de verdad siguiéramos sus pasos, nunca deberíamos volver: ¿Por dónde caminaremos entonces? ¿Qué nos diría él? Si hoy los caminos pertenecen a la prisión, deberemos caminar por la prisión; hasta deshacer los muros con otra mirada, hasta volverlos transparentes y que nos dejen salir o, al menos, hasta que nos dejen ver más allá. Finalmente él también pasó alguna noche en una celda. “Creo que antes que súbditos tenemos que ser hombres”, escribió. Y al parecer, ser hombres es también un aprendizaje. Un aprendizaje sobre la marcha. Por eso un hombre debe caminar y caminar. No para estar más saludable, sino para aprender a medir el mundo con sus propios pasos, con su propio ritmo.