Bizcocho para polilla
Un cuento de Antonio Di Benedetto
Jueves 06 de diciembre de 2018
"Puede apolillarse una persona, se dice, cuando se retira, cuando hace de la soledad su compañera. Puede, sí; puede apolillarse. Es mi caso, como todos lo saben". Tomado de Prefiero la noche, prefiero el silencio (Adriana Hidalgo editora, 2018).
Por Antonio Di Benedetto.
Puede apolillarse una persona, se dice, cuando se retira, cuando hace de la soledad su compañera. Puede, sí; puede apolillarse. Es mi caso, como todos lo saben.
Todos lo saben, porque me ven; todos, asimismo, desconocen las causas. La opinión generalizada, no por generalizada, creo yo, acertada, es que siempre me resistí a los deportes o por lo menos al aire libre, al campo o simplemente a cualquier esfuerzo físico.
Quizás induzca tales pensamientos mi cuerpo, ahora tan visible. Es, posiblemente, mi castigo. En esto tiene que consistir. Porque esto de apolillarse, esta palabra rancia que me ha ocurrido, tomó posesión de mí como menos podía esperarlo, sin haberlo esperado nunca, claro está.
La polilla, este ejército ciego y famélico, me come, me come, paciente pero activamente, cuanta ropa me pongo para cubrirme, sin dar alivio no sólo a mi pudor, sino a mis carnes metalizadas por el frío. Todo es imposible contra ellas. Cualquier trapo que me caiga encima suscitará, no digo su apetito, que debe ser implacable, sino su decisión de cumplir una especie de abominable mandato que me persigue. Devoran; me dejan con los brazos cruzados sobre el pecho; y desaparecen. Desaparecen; pero yo sé, avisado por la experiencia, que siempre volverán.
Nada puedo contra ellas y tampoco, ¡Cristo!, puedo contra mí. No es sólo porque al tomar el revólver las polillas se comerían las balas, sino porque yo quiero vivir. Yo quiero vivir. No sé para qué; pero quiero. Lo único que pido es que se me libre de las polillas, que se me permita andar por la calle oculto, como todo el mundo, dentro de un traje.
La gente no se acostumbra y casi no me tolera. Al principio, yo cultivaba la esperanza de que se habituaran a verme, como les ha sucedido con el hombre sin piernas y tantos otros desdichados que tienden la mano, si es que la tienen. Pero no. Lo único que legalmente no se me impide es andar libremente por la calle, ir a la confitería y al cine, o adonde necesite o puramente quiera presentarme. Con esa disposición al simbolismo que, con el pretexto de sobrepasarla, elude la realidad, se ha entendido que yo, por algún designio que nadie explica, soy el símbolo de la pobreza. Es un error. No se animan a ver la realidad escueta y simple: estoy sin ropas porque las polillas me las comen.
* * *
Hacia el término de este mal año, la reflexión ha sucedido al desasosiego. La lucidez ha venido, tal vez adulterada por la resignación, y he dado con la pregunta clave que pocos quieren contestarse sensatamente: ¿para qué vivir?
Ayer hice lo elemental: hablarles. Les pedí compasión, sin entrar a preguntarles si pueden tenerla o les está prohibido ejercerla. Nada me respondieron, quizás por no comprometerse; se habían acercado a mí y me circundaban, como antes, cuando yo intentaba cubrirme. Esto, para mi espíritu necesitado de esperanzas, fue suficiente. Emprendí la parte consecuente de mi plan. Puesto que las polillas comen las superficies manchadas y excavan devorando, les dije que en mi vida había una mancha, localizada en el pecho. De tal manera, calculé, si lograba conmover su sentimiento, podrían darme la necesaria muerte sin asumir mayores responsabilidades ante su mandante.
Ahora están comiendo mi corazón, ahí han llegado las penetrantes, y yo siento, cada vez más, un grande alivio, como si fuera entrando en el sueño, pasito a pasito...
El resto de corazón que me queda palpita de gratitud por ese acto de amor y cuando –todavía– pienso en el amor, se me ocurre, ignorando el porqué, que toda mi culpa debe de haber sido ocultarle mi cuerpo. Aparte de esto, que se me diga, por piedad, se me diga, ¿qué puede haber cometido de aborrecible un muchacho de veinte años?