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Bibliofilia: del amor puro a la perversión

Coleccionismo de ejemplares antiguos o raros, incunables, ediciones limitadas, primeras ediciones de libros prestigiosos: una visita al libro de Guido Herzovich, Kant en el kiosco (Ampersand).


 Por Guido Herzovich.



Sin establecer relación alguna entre ambos fenómenos, Domingo Buonocore consignó el abaratamiento y la difusión del libro -y aunque sin énfasis, también su serialización- que acabo de reseñar, a la vez que el establecimiento paulatino, que a él le resultaba indudablemente mejor celebrar, de un circuito del libro antiguo, raro o “de bibliófilo” en vías de institucionalización. En 1928, sin ir más lejos, se fundó la Sociedad de Bibliófilos Argentinos; pocas semanas después, la primacía de criterios bibliófilos durante la Primera Exposición Nacional del Libro generó molestia entre los editores, que reclamaron una feria más orientada a la difusión y la venta.

Pero los rasgos distintivos de una cultura bibliófila no eran nuevos en el país: coleccionismo de ejemplares antiguos o raros -incunables, ediciones limitadas o ilustradas-, primeras ediciones de libros prestigiosos -todavía fundamentalmente europeos-, cultivo de la belleza material y aun del lujo en las ediciones propias -reducidas ediciones de factura y encuadernación firmadas, e incluso construcción de ejemplares únicos mediante el agregado de nuevas ilustraciones y documentos-. En un estudio sobre la edición en las últimas décadas del siglo XIX, Sergio Pastormerlo observó la centralidad que esas prácticas habían alcanzado dentro de la cultura del libro.

En los ochenta, los lectores de la elite letrada aprendieron a contemplar con intensidad erudita la materialidad de los libros. El arte de la tipografía se transformó en un saber de alta legitimidad cultural, capaz de significar elocuentemente el grado de civilización (civilité) alcanzado por una sociedad, y comenzó a ser materia de certámenes que atraían la curiosidad del público lector más distinguido.

Era habitual que las reseñas atendieran especialmente a las características materiales, para lo cual se había difundido un lenguaje sofisticado que permitía describirlas. Pastormerlo ofrece un ejemplo extremo, si bien indicativo de la importancia que se asignaba a la factura material en una operación de canonización: el comentario que recibió, en el Anuario Bibliográfico de la República Argentina de 1887, la Historia de Belgrano y de la independencia argentina de Bartolomé Mitre, gran bibliófilo, además de expresidente y héroe de la unificación nacional. La reseña terminaba así:

La presente edición, hecha en París bajo la inteligente dirección del librero editor Sr. Lajouane, consta de 5 mil ejemplares, entre los que hay 500 que forman una especial edición de lujo, designados así: dos ejemplares impresos sobre gran Japón extra (reservados); cinco impresos sobre gran papel de las manufacturas imperiales del Japón; tres, en papel de China; cincuenta, en papel imperial del Japón; cien, en papel Whatmann; ciento cuarenta, en papel de Holanda; y doscientos sobre papel velin satinado. Los primeros sesenta ejemplares llevan impreso el nombre del suscriptor. Toda la edición está encuadernada: en tela, la vulgar; y con ricas encuadernaciones de amateur la de lujo. Los dos ejemplares reservados, destinados el uno al autor y el otro al presidente de la República, Dr. Juárez Celman, están impresos, como queda dicho, en gran Japón extra, encuadrando el texto anchas márgenes. La encuadernación es un trabajo artístico, hecha por el reputado encuadernador parisiense Mr. Pagnant. Es un marroquín plein de Levante, con el lomo y las tapas adornadas á petits fers y mosaicos, y monogramas en relieve -estando forradas en seda las guardias y los cantos ricamente dorados-. La edición entera está adornada con tres hermosos fotograbados: en el Tomo I, el retrato del General Mitre con su firma autógrafa; en el tomo II, el retrato del General Belgrano, con su firma también, copiado del retrato original al óleo hecho en Londres en 1814; y en el tomo III, una reproducción de la estatua del héroe que se levanta en la Plaza de Mayo. El volumen segundo tiene además bellísimos planos coloreados y explicativos de las batallas de Tucumán y Salta, -acompañados de los facsímiles de las medallas acuñadas para conmemorar esas victorias-.

Antes de concluir describiendo así la jerarquía de esta “cuarta y definitiva edición, corregida y aumentada”, la reseña ha demostrado que tal encarnación no es azarosa. La Historia de Belgrano, ya bendecida por una serie de honorables disputas y reconocimientos, tiene derecho a esa existencia material y por lo tanto al destino simbólico que ahora le aguarda. Pero ese derecho no es por supuesto ajeno a la operación que significa su construcción material. Una edición así aspira a determinar su circulación tanto espacial como simbólica desde su factura. Compuesta por ocho tiradas diferentes y jerarquizadas, ya ha diferenciado y jerarquizado sus públicos aún antes de salir de la imprenta: en definitiva, ha intentado determinar qué recorrido hará cada conjunto de ejemplares. Se trata de una práctica prodigiosa de singularización: si recorriendo cierta biblioteca privada uno tropezara casualmente con uno de los dos ejemplares reservados, sabría enseguida que se halla en la casa de un presidente de la Nación.

En términos más generales, puede decirse que la forma dominante de la práctica del libro -en el sentido de su legitimidad- aparecía en estos años fuertemente influenciada por valores bibliófilos. El tamaño restringido del circuito letrado, y la relación a menudo personal entre escritores y lectores, sumado a la habitual autofinanciación de los libros de autor local -que alcanzaban una primera consagración si eran exhibidos en la vidriera de ciertas librerías céntricas-, favorecían un notable énfasis en la construcción material. El libro, si bien reproducible por definición, se presentaba casi como una artesanía de creación colectiva: el editor, el impresor, el ilustrador y el encuadernador dejaban allí su firma, y ponían allí en juego su capital simbólico, al igual que el autor del texto. La existencia social de las obras literarias, de hecho, estaba tan determinada por la consideración del objeto-libro, que el concepto de “texto” con que la teoría nos ha enseñado a desligar la obra literaria de los avatares de su encarnación material revela aquí su limitación histórica con particular flagrancia.

En 1955, en un libro sobre el arte del libro en Buenos Aires, el poeta y bibliófilo Rafael Alberto Arrieta evocó la intensidad de la bibliofilia finisecular, con un candor que evidencia la inconmensurable distancia mejor que ningún análisis. El corazón del relato es la descripción minuciosa de la joya más suntuosa entre las muchas y muy lujosas que guardaba la biblioteca de uno de los bibliófilos más exigentes de la época. Con la historia de esa colección, Arrieta cierra las casi 200 páginas que dedica al siglo XIX en su La ciudad y los libros: es la pesadilla proverbial del fetichista, y a la vez, por su fecha y por la colocación que le da Arrieta, funciona como una parábola sobre la fragilidad -a la vez personal e histórica- de esta práctica distintiva. A esta historia siguen apenas 15 páginas de un último capítulo titulado “El siglo veinte”.

Arrieta describe la colección a partir del último catálogo que confeccionó el coleccionista, ejemplar “rarísimo” que él tiene frente a sus ojos. Enumera, en cierto momento, un conjunto de “volúmenes que llevan dedicatoria autógrafa del autor, y entre ellos, cinco argentinos, amigos del poseedor”, de quien todavía no nos ha dicho el nombre. Son los siguientes:

los dos libros de poéticos de Alberto Navarro Viola (Versos, Buenos Aires, 1882 y 1883, excelentemente impresos, encuadernados por Smeers Engel); Poesías, de Rafael Obligado (París, A. Quantin, 1885, uno de los seis ejemplares en papel del Japón); Cantos, de Calixto Oyuela (Buenos Aires, Coni e hijos, en papel del Japón) y Poesías, de Francisco Soto y Calvo (París, Garnier hermanos, 1895, con un retrato del autor por María O. de Soto y Calvo, grabado a punta seca; papel del Japón). De otro argentino más se inscribe un ejemplar sorprendente: Poesías, de Domingo D. Martinto (Peuser, Buenos Aires, 1894).

“Júzgueselo por las indicaciones y el comentario”, nos dice Arrieta de este último libro, y luego copia del catálogo la descripción minuciosa:

Ejemplar único, impreso en papel Whatman. Contiene: 1º, el retrato del autor, dibujo original de Eduardo Schiaffino; 2º, treinta y cuatro dibujos y acuarelas originales de Eduardo Sívori, intercalados en el texto; 3º, tres cartas dirigidas al autor y que se relacionan con sus versos, de los Sres. Núñez de Arce, J. M. de Pereda y M. Tamayo y Baus; 4º, una composición poética autógrafa.

Nada semejante a este ejemplar se ha hecho hasta hoy en Buenos Aires. Algunas de las acuarelas de Sívori son verdaderos cuadros y pueden contarse entre las mejores obras del artista, que pasó un año en la composición y ejecución de las ilustraciones.

“¿A qué privilegio debió el afortunado bibliófilo la posesión de esa joya sin par?” Sencillo: “Simplemente al hecho de ser él mismo el autor de aquel libro”.

El remate es triplemente revelador: responde la pregunta y devela finalmente el nombre del bibliófilo, pero la efectividad del suspenso evidencia además que la práctica de Domingo Martinto, de construir un ejemplar fabuloso y único para sus propios versos, se ha vuelto totalmente incomprensible. En 1955 resulta caricaturesca; de ahí el tono risueño que le inspira a Arrieta.

Martinto, en cambio, según se deduce de la descripción del libro y sus reflexiones generales, no percibía la suya como una conducta excesiva sino justa, en el sentido fuerte del término. En aquel catálogo melancólico había dado también su justificación para la bibliofilia. “En nuestros días -escribió antes de 1900-, las ediciones son numerosas, demasiado numerosas quizás, y no responden siempre a inspiraciones de buen gusto”.

El bibliófilo -sigue Martinto- trata siempre de poseer sus autores favoritos en ediciones especiales, lujosamente impresas y encuadernadas, ilustradas con grabados, retratos, autógrafos y toda clase de documentos curiosos. Cree tributar así justo homenaje al talento, y el respeto mismo que a los profanos infunde un libro en semejantes condiciones, lo hace hasta cierto punto inviolable, lo salva de la profanación que diariamente sufren sus hermanos más humildes.

Algún tiempo después de imprimir el catálogo, el coleccionista salió de viaje. No había cumplido los cuarenta años; era 1899. “Al ausentarse en Europa en aquel viaje que había de serle funesto, Martinto levantó su casa y dejó en un depósito el tesoro. Poco después el incendio del local lo redujo a cenizas. Se libró de la hoguera este rarísimo catálogo que hoy parece su In Memoriam…” 

Sin embargo, el siglo que comenzaba tras el incendio no fue testigo, como ya vimos, de la desaparición de estos goces aristocráticos ligados al amor del libro, sino de una mutación paulatina y acaso más perversa.

En el momento de su primera autonomización institucional, en los años veinte, la revista más emblemática de la vanguardia argentina, Martín Fierro (1924-1927), informaba a sus lectores: “los Señores Viau y Zona tienen en estudio la formación de una sociedad de bibliófilos argentinos, limitada a cien nombres, de los cuales hay ya anotados más de la mitad. Esta sociedad imprimiría los libros extranjeros o argentinos en Europa, ilustrados por famosos artistas”. Es verosímil que la atención bibliófila se debiera a Eduardo J. Bullrich, colaborador de la revista y bibliófilo él mismo; en la década siguiente será uno de los primeros accionistas de la editorial Sudamericana. De un pequeño aviso publicitario que salió menos de dos años antes, sin embargo, se deduce que los valores que reivindicaba la bibliofilia ya no podían darse por descontados, aun en un público sofisticado como el de la revista de vanguardia. En el número 25 de 1925, la librería El Bibliófilo, a los fines de promocionar sus servicios, se sintió obligada a hacer la pedagogía de sus valores:

El Bibliófilo/Librería/Antigua y moderna/Ediciones antiguas y raras/Libros de lujo/Obras de arte/Literatura en general/Publicaciones nacionales/Españolas-Francesas/El verdadero lujo de un libro se debe entender en la superioridad de la obra escrita; de la belleza en la ilustración; de la apropiación de la tipografía; de la perfección del tiraje; del papel y del número limitado de los ejemplares/Consulte nuestros precios/Zona y Viau/UT 31 Retiro 3354 Florida 641/Buenos Aires.

Hacia los años cincuenta en que escribía Arrieta, la bibliofilia ya era un circuito y un mercado establecidos y relativamente independientes, con criterios propios de valoración. “Hermosos libros que al ver la luz no se vendieron o solo lo fueron por uno o dos pesos, han obtenido hoy precios inverosímiles”, observaba complacido Domingo Buonocore en 1956. Pero la hermosura ya no era el principal índice de valor, como ocurría con el ejemplar de lujo o de lo que solía llamarse “libro de bibliófilo”.

¿Cuántos saben, por ejemplo, que un solo ejemplar de Las montañas del oro, de Leopoldo Lugones, librito de humilde apariencia publicado en 1897, por la imprenta de Jorge A. Kern, vale hoy más que toda la edición de la obra famosa costeada, recordemos, por la generosidad de sus amigos entrañables, Luis Berisso y Carlos Vega Belgrano?

Los libros que Rubén Darío, con financiación de sus amigos, publicó en Buenos Aires en 1896 -Los raros y Prosas profanas-, habían pasado de los 2,5 pesos originales a no menos de 1.200. Ricardo Güiraldes logró revaluar doblemente el fracaso de El cencerro de cristal, de 1915: el éxito de Don Segunda Sombra en 1926 cotizó su nombre, y la destrucción del 90% de la tirada original de su poemario, enterrada en un pozo de su estancia por el poeta mismo, como es fama, “por incomprensión de la crítica de entonces”,14 volvió raros y codiciados los 90 ejemplares supervivientes.

Pero nada más significativo y elocuente para patentizar la valorización del libro argentino, que el ejemplo del Martín Fierro, de Hernández. El famoso poema gauchesco apareció, como se sabe, en 1872, editado por la Imprenta “La Pampa”. Es un folleto de 78 páginas, mal impreso en papel de diario, con numerosas erratas y feo aspecto, que los paisanos de la época compraban, generalmente en varios ejemplares y por unos centavos. En la actualidad ese librito se ha tornado escasísimo -se cuentan con los dedos de la mano los poseedores de la edición príncipe- y constituye una verdadera joya que se paga por arriba de los cinco mil pesos.

Es justamente la autonomización de este circuito, a la vez que su integración a un mercado internacional especializado, lo que ha producido el alza de los precios, al mismo tiempo que una estandarización creciente de las prácticas y de los criterios de valor.

Estados Unidos -donde, aunque parezca extraño, se han publicado las primeras bibliografías de la literatura argentina- muestra un sostenido interés y curiosidad por esta materia y disputa las piezas más codiciadas en el mercado, pagándolas con moneda fuerte. Así se explica, por ejemplo, que un culto librero anticuario establecido en un subsuelo casi clandestino del aristocrático barrio norte de Buenos Aires envíe como primicia sus catálogos de obras literarias y de folklore a Nueva York, y reciba por cable, a los pocos días, la noticia de la compra en ‘block’ de las colecciones ofrecidas”.

A comienzos de los años sesenta, el bibliófilo amateur Leandro Suárez Casariego observaba que ya era habitual que una buena colección bibliófila argentina se rematara en Sotheby’s de Londres.17 Notaba también el aumento general de los precios: en menos de cuatro décadas, un Quijote original completo había pasado de 3.800 a 200.000 libras.

Ese proceso tendrá consecuencias muy diferentes sobre la naturaleza y la legitimidad de las destrezas y prácticas proverbiales de la bibliofilia, que Buonocore impugnará con “palabras duras y ásperas” muchos años después.

Lo que se advierte ya entonces es el linaje que quería darse a la bibliofilia local, al reivindicar y de algún modo perpetuar algo de la ciudad patricia (o incluso colonial), con sus figuras y prácticas. Arrieta dedicó 200 páginas al siglo XIX y apenas 15 a lo que iba del siglo en curso en 1955; este último capítulo, según la breve “Explicación” que lo introduce, “se emancipa de la concatenación temporal y pretende sintetizar el proceso contemporáneo en caprichosas figuraciones”.18 Una de esas sintéticas figuraciones es esta, representativa del conjunto: “En los andenes y quioscos del camino pilas de ejemplares, portadas llamativas, agresión de títulos saltones, tomitos colgados de alambres, como aves desplumadas…”.19 Buonocuore, cuyos intereses también excedieron con mucho la bibliofilia, invocó repetidamente el “espíritu” de Esteban Echeverría para santificar la autenticidad de una pasión bibliófila. En 1949 los herederos de Pedro Denegri donaron a la Biblioteca Nacional su colección de 4.500 volúmenes, notables “por el valor de las encuadernaciones firmadas por artistas famosos y por la cantidad de ediciones príncipe y especiales para bibliófilos de grandes obras de la literatura francesa”.20 Al comentar la donación en La Prensa, Buonocore adjudicó sin razón aparente:

en otro lugar -un rincón del histórico barrio de San Telmo- inició también la faena del estudio y del acopio de libros. Allí, en un departamento de tres habitaciones que ocupaba la planta alta de la residencia de sus mayores -calle Estados Unidos 342-, en cuyas vecindades deambuló otrora la adolescencia atormentada y romántica de Esteban Echeverría, y tal vez bajo su conjuro misterioso, realizaría don Pedro Denegri pacientemente, a lo largo de su dilatada existencia, su tarea de artífice.

En 1984 volvió a colocar a otros dos bibliófilos algo posteriores, Abel Cháneton (1884-1943) y Jorge M. Furt (1902-1970), bajo el mismo “conjuro”, si bien aquí la advocación parece algo menos antojadiza. Fueron ambos, cómo no, admiradores profundos de Echeverría, nos dice Buonocore; pero, además, a la muerte de Cháneton su colección fue adquirida por Furt, que la instaló en una estancia de su propiedad:

la famosa estancia “Los Talas”, junto a Luján, en la que fuera habitante fugitivo el maestro del romanticismo literario entre nosotros y en cuyo recinto -un par de cuartos humildes conservados intactos con amoroso cuidado- soñaría y escribiría algunas de sus obras.

Dos bibliófilos egregios puestos bajo la advocación nada menos que del precursor del libro artístico en la Argentina, ya que -pocos lo saben- Echeverría fue, precisamente, quien trajo por primera vez esa noble inquietud estética desde París, a su regreso, en 1830, de su viaje a Europa y enseguida la materializó en libros que hoy son joyas inhallables.

También los historiadores del libro argentino preservaron este imaginario patricio, como parte de una inclinación bibliófila, hasta los años cincuenta, como observó el editor y militante nacionalista Arturo Peña Lillo en 1965. En Félix de Ugarteche (Orígenes de la imprenta argentina, 1929), José Torre Revello (El libreo, la imprenta y el periodismo en América durante la dominación española, 1940), el padre Guillermo Furlong (Orígenes del arte tipográfico en América, 1947), el primer Buonocore (Libreros, editores e impresores de Buenos Aires, en su edición original de 1944), José Toribio Medina (varias obras) y Raúl Rosarivo (Historia general del libro impreso: desde el origen del alfabeto hasta nuestros días, 1964), Peña Lillo advirtió que “la tipografía es la parte fundamental de la imprenta”: “[s]us estudios son nostálgicas exaltaciones de un arte exquisito por lo que tiene de arcaico, minoritario y raro”.23 Esta nostalgia tenía como trasfondo las transformaciones materiales que supuso la masificación del libro, tal como las resume el historiador y bibliófilo mexicano José Luis Martínez: “Al convertirse la edición en una industria, gracias a los adelantos técnicos y al crecimiento de la demanda, se fue perdiendo el carácter artesanal y el refinamiento tipográfico que crearon obras de arte con algunos libros de los siglos XVIII y XIX”.24

En 1928, la Primera Exposición Nacional del Libro arremolinó los debates que oponían el libro como artesanía y como vehículo. El evento estuvo a cargo de una comisión de escritores y tuvo carácter de muestra: todo estaba en vitrinas, los visitantes no podían tocar ni comprar nada, y los focos caían sobre las obras bellas, antiguas, ediciones príncipe, etcétera. Todo lo cual criticaron no solo los editores -vivamente- sino también la revista Nosotros, porque el libro “pide un lector que lo abra y no solamente un curioso que mire su linda cubierta”. Entre una decena de conferenciantes, Arturo Cancela se refirió a “Tres presidentes bibliófilos: Mitre, Sarmiento y Avellaneda”, donde ilustró la tensión que subyacía a la muestra. Mitre, bibliófilo en sentido puro, había escrito incluso un folleto “sobre los insectos destructores de libros” titulado Bibliófagos.  “Yo no sé qué habría pensado Sarmiento sobre la polilla, pero es seguro que el mejor remedio que habría propuesto contra ella sería la reimpresión de los libros”.

En los años sesenta, luego de la revolución del libro de las dos décadas anteriores, aparecieron varios estudios centrados en la edición como fenómeno industrial y masivo. A diferencia de la perspectiva tipográfica, explica Peña Lillo en Los encantadores de serpientes. Mundo y submundo del libro, “a nosotros nos interesa el hecho de imprimir. Hecho que da la dimensión y trascendencia social del libro, el periódico o el folleto”.28 Esa inclinación lo acerca a dos estudios contemporáneos de orientación más estrechamente empresarial: el de Raúl Bottaro (La edición de libros en Argentina. Producción, comercialización y política editora nacionales, de 1964), escrito por el gerente de la Cámara del Libro a pedido del Congreso por la Libertad de la Cultura, y el de Eustasio García (Desarrollo de la industria editorial argentina, 1965), tesis de doctorado en Ciencias Económicas del heredero de Pedro García, fundador de la librería y editorial El Ateneo, que sería presidente de la Cámara del Libro de 1967 a 1980.

Corresponde notar, por lo tanto, que la fundación de una Sociedad de Bibliófilos en 1928 -que tuvo lugar en la Biblioteca Nacional-, o incluso de una Asociación de Libreros Anticuarios -como la que se estableció en 1952-, no suponían la consolidación de una serie de prácticas sino un hito en el proceso de su autonomización. Si hasta los años veinte el amor del libro-artesanía se juzgaba un rasgo característico de todo lector ambicioso o sofisticado -del mismo modo que el interés por el arte se continuaba naturalmente en la adquisición de obra-, a partir de entonces pasaron de ser rasgos ejemplares de una práctica legítima a rasgos relativamente marginales, y luego incluso, en su aspecto crecientemente diferencial, aun perversos, en el sentido en que la psicología solía considerar perversa la fetichización de una parte del cuerpo con prescindencia del resto.

A los bibliófilos viejos, que entendían el amor del libro como la expresión más cabal de un espíritu aristocrático, este giro no podía sino inquietarlos. El propio Domingo Buonocore, en un ensayo tardío de 1984 -tenía entonces 85 años-, fustigó a los bibliófilos de entonces para mostrar, por contraste, la estirpe de la que estaba hecho Abel Cháneton. La autonomización de las prácticas bibliófilas está inscripta en el propio libro. El prefacio está firmado por la hija de Jorge M. Furt, presumible heredera de la colección de Abel Cháneton que había adquirido su padre; indudablemente fue ella la que encargó el libro: el sello ficticio que lo publica es Los Talas, la estancia familiar. Allí copia un párrafo de Furt sobre Cháneton que encontró entre sus papeles póstumos. Aunque no sabemos cuándo fue escrito, podemos fechar el encuentro entre ambos hacia principios de los años cuarenta. En Cháneton, que había nacido en 1884 y que murió en 1943, Furt nos ofrece la imagen del bibliófilo precisamente en su diferencia respecto de cualquier otro “amante del libro”:

Lo conocí trabajando en el Echeverría de los Bibliófilos con Melgarejo Muñoz y con Emilio Colombo.29 Como Outes, mi gran maestro, cerrando los ojos conocía por el perfume los papeles, sus manos como de ciego tanteaban las hojas para asegurarse más que con la vista del tramado perfecto, miraba las páginas como una arquitectura de composición, los espesores, los blancos, los márgenes, la densidad exacta de cada línea, los apartes, los cortes, equilibraba tipos y dibujos, ojos y colores.

Lo notable es que, en 1984, en el cuerpo del libro que sigue a este prefacio, Buonocore se sintió obligado a enfatizar el aspecto exactamente contrario en los rasgos de Cháneton: según él, era “más solícito al encanto y al misterio sugerente de los viejos documentos que requieren ser interrogados para su adecuada hermenéutica, que al goce pueril y efímero de su posesión sensorial como simples rarezas del pretérito”.31

Si en los años cuarenta las capacidades diferenciales del bibliófilo (“sus manos como de ciego”, etcétera) hablaban todavía de un personaje en la mejor tradición humanista, cuarenta años después lo que había que garantizar era más bien lo contrario: que esas capacidades no estuvieran autonomizadas de aquellas que antes, en un en un bibliófilo, podían darse por descontadas. Lo que había sido la forma más alta del amor más puro indicaba ahora demasiado a menudo una inclinación fetichista: una perversión.

Entiéndase bien que decimos su amor por el libro, objeto cultural y artístico, sentimiento extraño y muy distinto al de la mera idolatría que experimentan los coleccionistas vulgares ante su sola presencia física.

Esto último no es bibliofilia, sino bibliolatría -palabra dura y áspera- con que se designa a la adoración simple y supersticiosa de la cosa material transfigurada en una suerte de fetiche, con olvido de su misión específica de fuente del saber. No se concibe, entonces, la pretendida imagen de un bibliófilo “puro” consagrado al extático embeleso contemplativo del contorno del libro, con abstracción del dintorno, esto es, de su contenido de ideas, de sus esencias creadoras. Una factura tipográfica impecable, al igual que una hermosa encuadernación, son al libro lo que el ropaje suntuoso es a la mujer.

La bibliofilia como práctica de singularización -de los libros y también de sus poseedores- resultaba cada vez menos efectiva, en la medida en que se habían debilitado las fronteras espaciales que organizaban la vida social del libro, y por lo tanto la incidencia de los aspectos materiales sobre su circulación. A medida que eso ocurría, las fronteras entre comunidades y las disputas por la legitimidad de las prácticas del libro debían ser reinventadas a nivel discursivo.

Desde entonces el fetichismo bibliófilo dio una vuelta de tuerca más irónica: si había sido una práctica que distinguía la forma más noble de relación con el libro, aquella que se identificaba más perfectamente con los valores cívicos y civilizadores de la cultura -atesoramiento, refinamiento, tradición-, la cultura de masas resignificó los rasgos del coleccionista en la imagen del fan.

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