Autocrítica
Por Edmund White
Jueves 23 de mayo de 2019
"Le critico a mi libro haberse concentrado en los hombres gay de las grandes ciudades e ignorar a las lesbianas, como también ignoró a los pueblos pequeños y la vida rural", escribe el propio autor al despedirse en la reedición y traducción que Blatt & Ríos hizo de Estados del deseo.
Al final de las sesiones de concientización gay (y de los encuentros maoístas), cada participante hace una breve autocrítica, y por lo tanto debo hacer lo mismo al final de mi libro.
Siento que la falla más irritante a lo largo de estas páginas es la alternancia peculiar entre socialismo y esnobismo. Los capítulos se presentan aproximadamente en el orden en que los escribí, y en el transcurso de la escritura detecto una disminución del esnobismo y una inclinación más segura (o al menos más decidida) al socialismo. Escribir el libro me radicalizó. Pero al parecer no hay forma de reconciliar estas dos tendencias en guerra. Lógicamente no deberían aparecer en el mismo libro, o en la misma persona. Pero temo que ambas son parte de mi carácter y al transmitir mis impresiones estoy exponiendo esta perturbadora contradicción.
Por supuesto, el esnobismo fue parcialmente una protección contra lo desconocido. Vivo en Nueva York desde 1962, exceptuando diez meses en Roma y menos tiempo aun en San Francisco. Nunca tuve automóvil o televisión y nunca había visto un centro comercial antes de este viaje. Mis gustos y valores están lejos de los de la mayoría de los estadounidenses, incluso de la mayoría de los estadounidenses gays. Muchos de los lugares sobre los que escribí eran lugares que visitaba por primera vez y en los que no conocía a nadie con anterioridad. Aunque viajar suene glamoroso, lo encontré arduo y alienante. Para alguien tan obstinado como yo es frustrante escuchar a otras personas y no poder hablar. Comer solo y dormir en cuartos alquilados puede ser deprimente. Y a menudo me sentía inseguro, sobre todo de mi apariencia. Como se acercaba mi cumpleaños número cuarenta, temía haber perdido el atractivo físico que podría haberme asegurado ser mejor recibido apenas cinco años antes en los Estados Unidos gays. Esto debe entenderse como un comentario lamentable sobre el prejuicio contra la edad que absorbí y que otros gays irradian. Debido al miedo a lo nuevo y a la alteración de mi sentido de confianza, varias veces contesté con cierto desdén del que ahora me arrepiento.
Debería explicar mi estilo de socialismo. Es quizás más una afinidad que un programa. Al analizar el comportamiento de individuos o grupos, me inclino más a buscar causas sociológicas que psicológicas. De esas causas, las económicas me parecen las más poderosas, aunque pocas veces vienen desnudas debido a la ideología. Estoy por naturaleza más inclinado a apoyar a los pobres y al Tercer Mundo, aunque paradójicamente me siento más en casa con los blancos ricos. No defiendo a la Unión Soviética, a China ni a ningún otro régimen “comunista” existente que niegue libertades civiles y rompa con la democracia. Tampoco subscribo a las pretensiones “científicas” del marxismo, a su creencia en el triunfo inevitable del proletariado ni a su análisis de todos los conflictos como conflictos enraizados en la clase. Como el hombre de izquierda al que entrevisté en Boston, desconfío de una elite revolucionaria que asume hablar por el resto de nosotros, y como él, estoy interesado en presenciar el fin del racismo, el sexismo, la explotación de los trabajadores y otras inequidades sociales siempre y cuando los medios para erradicarlos estén en consonancia con la no violencia y la democracia.
En pocas palabras, no existe un modelo socialista valioso de imitar. La izquierda ha sido traicionada por la teoría marxista y las prácticas totalitarias, como la psiquiatría ha sido subvertida por la ortodoxia freudiana y las prácticas totalitarias. La sociedad decente que uno puede anhelar sería tan respetuosa de las diferencias individuales como tan atenta al bienestar colectivo. Tal visión está aún en proceso de ser formada, o de ser imaginada, y el feminismo y la liberación gay –que exigen repensar la vida privada y sus conexiones con la política– pueden ser el epicentro de esa transformación. La vida gay –rica, desordenada, promiscua– nunca va a complacer a un ideólogo. Es demasiado desarreglada, está demasiado vinculada a los caprichos impredecibles del deseo anárquico. Pero lo que la vida gay sí ofrece es cierta elasticidad en la maquinaria social. Si los estadounidenses, los menos políticos de todos los animales sociales, llegan a dudar de la naturalidad de lo sexual, luego ese escepticismo podría desplazarse a otros aspectos de nuestra vida nacional. En las ciudades gays más radicales –Nueva York, Boston y San Francisco– tal desplazamiento ya está empezando a ocurrir.
Le critico a mi libro haberse concentrado en los hombres gay de las grandes ciudades e ignorar a las lesbianas, como también ignoró a los pueblos pequeños y la vida rural. La exclusión de las lesbianas se dio en gran parte por cuestiones prácticas. Las lesbianas son tan poco visibles en Estados Unidos (una de las formas en que son oprimidas) que me hubieran resultado difíciles de encontrar si no me hubiera aventurado a bares de lesbianas, en los que raramente los hombres pueden entrar. Además las lesbianas políticas podrían haberse resistido y podría haberles molestado, con un poco de razón, mis intentos de hablar por ellas. Los dos mundos sí se juntan en los pueblos más pequeños, sin embargo, pero esos son los pueblos que no visité. Nunca tuve ni el tiempo ni el dinero para penetrar en la vida gay necesariamente más cerrada de los pueblos pequeños. Al tener un presupuesto limitado, que me obligó a pedir dinero prestado para completar mis viajes, me resultaba más simple dirigirme a las ciudades grandes en esos períodos cortos en los que podía abandonar mis tareas como docente. Por más entendible que pueda ser mi estrategia, generó una perspectiva extrañamente torcida de la vida gay estadounidense.
El libro tiene muchas otras fallas. Presta escasa atención a los hombres mayores y a los hombres casados, no dice nada de los asiáticos o judíos gays, y pasa en gran parte por alto a los hombres gays de clase trabajadora. Lo que es peor: brinda opiniones altamente parciales y sin duda distorsionadas de las ciudades sobre las que escribí. Mi única justificación es señalar mi método: estas son notas de viaje en las que registré mis impresiones.
El valor del libro, espero, yace en las noticias que lleva de un distrito a otro (de Seattle a Nueva York, digamos) o de un grupo a otro (de los negros de Atlanta a los blancos de Atlanta, por ejemplo). Espero que les permita a gays y heterosexuales imaginar otras vidas. Eso fue lo que escribir el libro hizo por mí.