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Aurora Venturini: una escritura de juventud al borde de la extremaunción

Por Liliana Viola

"Haber sido descubierta a los 85 años la dejó atrapada en la categoría de fenómeno. No hay entrevista, estudio crítico ni necrológica que haya podido evitar la referencia a la edad", escribe Viola ante Las amigas (Tusquets), donde Venturini "se hace cargo del problema" y lo trabaja.

Por Liliana Viola.

 

 

Aurora Venturini atendía el teléfono con un hilo de voz robado a las divas del cine argentino de los años cuarenta, pero no de sus días de gloria, sino de cuando se resistían a las leyes del mercado paseando su trayectoria y los restos de buena dicción en películas de segunda categoría. Dejaba sonar la campanilla tantas veces que daba tiempo a imaginarse sus ganas de no hablar con nadie, una jaqueca real o exagerada, la caminata dificultosa desde el fondo de la modorra hasta el maldito teléfono. A último momento levantaba el tubo y decía: Hola quién habla. Jamás un signo de puntuación, marca de su lengua literaria y de su lengua viperina donde la cortesía era un trámite a pasar por alto, y la pregunta por la identidad, un insulto por adelantado. Quien estuviera llamando, seguramente desde alguna redacción o editorial, aunque esperado con ansias locas durante años, era siempre un inoportuno que debía remontar la conversación temiendo haberla interrumpido justo cuando ella se concentraba en morirse o en otro experimento igual de definitivo. Si llegaba a olfatear cobardía o compasión del otro lado, el diálogo terminaba ahí mismo: Aurora Venturini no está, ya se murió.

Este desdén dramatizado, parte fundamental de su pose de escritora, la ubicaba a simple vista en el patrón de «villana experimentada» pero también en el de «joven melancólica en su primer acto». Algo muy parecido imaginó el jurado que leyó su novela Las primas en 2007 sin saber quién estaba detrás del seudónimo «Beatriz Portinari». En las deliberaciones que precedieron a la premiación se discutió mucho si ese texto, «extremo y salvaje», no sería la invención de una vieja loca de La Plata, de una joven neurótica, la broma inteligente de un estudiante de Letras. Los préstamos entre ficción literaria y ficción temperamental forman parte de la originalidad Venturini. Toda su obra, escrita a conciencia para ser leída como obra completa, sostiene ese diagnóstico de anomalía, enfermedad y desviación que la lectura le atribuye. Pero además genera tensiones por fuera de las opciones binarias de joven/vieja y realista/fantástica: es una escritura de juventud al borde de la extremaunción, con un léxico de otras generaciones que conocemos por libros que ya nadie lee, una sintaxis mordida con pretensiones de alta cultura y de estados alterados, y una escala de valores anticuada que al aplicarse con tanto empeño, antes que reaccionaria, se vuelve puro candor.

A fines de 2009, coronada de la gloria que le dio Las primas, y mientras veía cómo se iban publicando cuentos y novelas que había escrito décadas atrás, comienza a trabajar en Las amigas. Piensa en Cervantes, y se notarán ciertos giros castizos como parte de pago. Si la segunda parte de El Quijote fue escrita para evitar que el personaje sobreviviera en aventuras apócrifas, ella escribe la vuelta de Yuna Riglos, no por temor a que le arrebaten la autoría de su criatura, sino para que no le capitalicen la vejez como un espacio monstruoso, caprichoso, antirromántico. La joven que en Las primas lograba superar su minusvalía cayendo en las redes de la meritocracia, en Las amigas es una mujer de casi 80 años instalada en el éxito que no lo es todo y en una soledad interrumpida por una serie de desencuentros que insiste en calificar como amistad. En ambas, la sexualidad es una prisión ajena. Y el deseo es un problema de las otras.

En el departamento de Yuna, en La Plata, suena el timbre. Son ellas. Las dos mujeres que le quitan el sueño vienen a pedirle cosas y ella les da todo. Todo lo que le sobra: comida que no come, ropa que no va a usar, compasión que no tiene. Les presta el baño, les alcanza la toalla. Casi no hay diálogo en la comunicación con sus visitantes, la escucha ha sido remplazada por una coreografía de indicios interpretados por Yuna sin la menor capacidad.

En el departamento de Aurora, en La Plata, también sonaba el teléfono constantemente mientras escribía Las amigas. Eran documentalistas, periodistas y curiosos: A veces pasan el umbral, se sientan y ni siquiera saben qué preguntarme. Yo no sé si son idiotas o malvados. Después escriben sobre mi físico, sobre mis arrugas, sobre lo vieja que estoy. Haber sido descubierta a los 85 años la dejó atrapada en la categoría de fenómeno. No hay entrevista, estudio crítico ni necrológica que haya podido evitar la referencia a la edad, y, como ya es evidente, tampoco en este prólogo lo hemos conseguido. Venturini se hace cargo del problema y trabaja en Las amigas sobre esa edad imaginada siempre desde afuera. Una edad de la que se esperan muy pocas cosas, aunque todas espectaculares: muerte súbita, demencia senil o una franqueza extrema que, según su capacidad de daño, se aplaude como sabiduría o extravagancia. ¿Querían vejez? Aquí la tienen. Las amigas, donde tanto la deseante como la autosuficiente aparecen como patéticas, es la novela de Venturini menos amigable de todas. La narradora trabaja contra la maquinaria generadora de empatía. El egoísmo, la gula autorreferencial y el fracaso en la búsqueda de un poco de cariño son los motores emocionales de sus personajes.

¡Guárdense el sentimiento de piedad que derrocharon con Yuna!, parece decir la misma Yuna años después, que mi autora ha trabajado duro para no merecerla. Mientras que en Las primas asistimos al congelamiento del «calor de hogar», en Las amigas son los lazos por fuera de la sangre, la solidaridad entre mujeres, lo que se viene abajo. Novela a contrapelo de las buenas intenciones: ni la vejez ni la sororidad son escenarios sencillos de habitar.

Advertencia: Yuna Riglos no es exactamente la misma que conocimos. Sus problemas de puntuación se agravaron, o ya no hace esfuerzos por hacerse entender. Ha desechado el diccionario y se arregla con lo que aprendió hasta ahora. Asocia con la libertad que le permite su egoísmo. Se niega a hablar de los personajes de su familia que tanto le gustaron al público para concentrarse en una escena obsesiva que se repite hasta agotarse en la venganza o el olvido. Como Cervantes, hace referencias explícitas a su novela anterior, y en especial al éxito obtenido; da por conocidos episodios pasados y deja pistas entre un texto y otro para alegría de sus fans. Pícara, llega a sugerir que esto que escribe será publicado, no por su calidad, que no la tiene ya que ella solo sabe pintar cuadros, sino sencillamente porque lleva su firma. Al final agrega una lista de nombres propios que figuran (o no) a lo largo de la novela, tensando la relación entre farsa y ficción.

En su primera versión, le puso como título Casta diva. Más que alusión operística era una cita literal a la relación que Yuna entabla con el sexo. La sexualidad es el recuerdo de un chorizo que se bambolea en un encontronazo de la infancia o es la perdición de las mujeres siempre subordinadas. Luego se llamó Yuna y las lunáticas pero a conciencia de que Yuna era una de ellas, finalmente optó por un título más preciso y provocador, sobre todo porque a «los pacientes lectores» de Las amigas les costará encontrar alguna amiga en esta troupe. El universo Venturini se completa con la figura del doble, que siempre en sus relatos es augurio de perversión. Aquí no. Fulvia y Flavia integran una pareja de muchachas que se casan «porque ahora se puede». Son las únicas que no se enojan ni sufren, y hasta disfrutan de los pequeños placeres, como el coñac y las picadas. Además de ellas, como fantasma y tutora, Alejandra Pizarnik hace su aparición en la serie de pares femeninos y se instala con sus poemas y su suicidio como una clave rarísima que habrá que descifrar. En fin, la insistencia cómica de Yuna en no entender las relaciones lésbicas por más que se lo expliquen mil veces tal vez sea el modo Venturini de depositar allí toda su poca esperanza.

La primera vez que escuché aquel hilo de voz que dijo Hola quién habla fue en diciembre de 2007. La llamaba para anunciarle que Las primas había quedado entre las finalistas del Premio Nueva Novela del diario Página/12. Yo había leído el manuscrito como parte del jurado de preselección y había insistido como una lobista junto con Mariana Enriquez que también lo había leído, ante un jurado que manifestaba alguna que otra reserva. Ganó Las primas y ahora se me concedía la obligación de hacer esta llamada. No sabía quién era ni qué apariencia tendría esa mujer. En Google apenas había una foto en bajísima resolución y una referencia en el Boletín Oficial de la provincia, donde se consignaba que la señora Aurora Venturini, nacida en el año 1921, había sido nombrada ciudadana ilustre de la ciudad de La Plata. Me dijo que Las primas tenía que ganar porque esa novela era ella misma. Que sus hermanas y primas, y que la familia entera, eran seres deformes. Que las niñas abusadas por jueces de menores, padres y tíos que aparecen en sus libros eran chicas que había conocido cuando trabajaba como psicóloga en la Fundación de Eva Perón, su jefa, su amiga. Luego me pidió que no dijera lo de sus hermanas porque se podrían enojar. Que nunca había tenido hijos, y agregó algo sobre la deformación del cuerpo en la maternidad. Me preguntó si yo era flaca y me dijo que vendría hasta Buenos Aires con su chofer.

Le dieron el premio y en el discurso de recepción lo agradeció diciendo: «Por fin un jurado honesto». Llegó y se fue en un taxi. Me dijo que yo no era flaca como le había prometido. Al día siguiente, me llamó para decirme que quería regalarme el dinero del premio, le expliqué que no correspondía y que además podría interpretarse como que todo había sido un arreglo entre nosotras. Me regaló sus libros aún no publicados y los que había editado ella misma costeándose sus ediciones. Los leí. A la semana siguiente me propuso que me convirtiera en su agente literaria. Le expliqué que yo no servía para ese trabajo y le prometí buscarle alguien que supiera hacerlo. Cuando su obra se empezó a publicar en España quiso pagarme el pasaje para que fuera a la presentación de sus libros en su representación. Aunque le encantaban los viajes, los médicos le habían prohibido tomar aviones. Le expliqué que no existía esa figura, que a nadie le interesaría escuchar a alguien que hablara por interpósita autoría. Nos vimos algunas veces más, casi siempre ante la aparición de un nuevo manuscrito. Un año después me llamó y me dijo que quería venir a visitarme. ¿Podría ir a tomar el té? Se apareció en mi casa con un testamento firmado ante escribano donde decía que me dejaba su obra literaria, la que ya había escrito y la que pensaba escribir. Era consciente de que me legaba un tesoro y una obligación. Iba a decirle que no. Pero ¿qué se dice ante un testamento cuando la muerta que lo escribe está viva y te mira fijo? ¿No faltaba más? ¿No se hubiera molestado? Habló ella: Porque ese llamado que me hiciste aquella tarde me dio la felicidad que había estado buscando toda mi vida. Porque leíste el manuscrito y no lo tiraste ni lo traspapelaste. No podés decir que no, porque yo te estoy agradeciendo. Unos años después, cuando se cayó en su casa y la estaban llevando al hospital con la cadera y otros huesos hechos trizas, me llamó. Liliana, me rompí me dijo, como pidiéndome disculpas. Se recuperó y escribió Los rieles. Siguió escribiendo. Unos años después, finalmente, se murió. Tardé mucho en asumir mi condición de heredera, hacer los trámites y terminar hablando por interpósita autoría. La edición de esta novela inédita y la reedición de sus libros en esta colección son un modo de tomar su agradecimiento como lo que es: un agradecimiento. Pero… ¿a quién?

«Una no tiende e a su propio bien» podría ser un epígrafe o el subtítulo de esta novela. Pero Las amigas no admite una palabra más.

 

 

 

 

 

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