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Ficción argentina

Así comienza la gran novela de Sara Gallardo: Los galgos, los galgos

Fiordo Editorial recupera la anteúltima novela de la escritora argentina y comparte sus primeras páginas.



Por Sara Gallardo.




De mi padre heredé una casa, la mitad de un campo y algo de dinero.

Lloré mucho esa muerte, pero no puedo decir que la herencia me tomara de sorpresa. Sentados en la luz del amanecer, hacia el fin del velorio, se me ocurrió decir a mi hermano que le cambiaba mi casa por su parte de campo y, como aceptó en seguida y tuve que firmar una cantidad de papeles, comprendí que había hecho mal negocio. Se me importaba un bledo. Lisa se puso contentísima, y a la espera del fin de semana compramos un mapa de la provincia.

Yo trabajaba en el estudio de mi padrino, abogado que alguna vez abrigó la esperanza de que fuese el continuador de sus virtudes. Después quizá comprendió que ese papel —junto con otros igualmente honrosos e inaccesibles a mis fuerzas— quedaba reservado para mi hermano. Por esos misterios que son un verdadero alivio para los seres humanos, seguí sin embargo siendo su favorito. Así pude vegetar gran parte de mi vida en un soleado rincón del bufete, mientras mi hermano llegaba pisando fuerte, conducía los negocios de manera brillante y destrozaba los nervios a todo el mundo.

Por un tiempo la herencia me dio la idea de abandonar incluso esas actividades. Soñaba con esto mientras cumplía con mi trabajo, y al salir, en vez de visitar directamente a Lisa, iba a casa de mi hermano, que había conseguido que el luto le quedara muy bien, lo mismo que a su mujer. Me encontraba allí con un montón de viejos señores amigos de mi padre, parientas agradecidas por la tarde provechosa, amigos de mi hermano, algún compañero de colegio y nerviosas adolescentes convocadas por mi sobrina, a quien también sentaba el luto. Me deslizaba entre ellos, y de pronto descubrí que incluso me gustaba. Algo, quizá el modo de hablar, me envolvía como una frazada que tenía el perfume de mi infancia. Las hermanas de mi madre se referían al amor que ella tuvo por su marido, a la viudez interminable de él, y yo, sin tomar las cosas al pie de la letra, sentía la tristeza de ese acorde evaporado. Me bañaba la melancolía. Lo pasaba muy bien.

Lisa tenía celos de tales reuniones. Yo llegaba a verla inmerso en ese rancio aroma, que empezaba a desvanecerse apenas entraba en su pequeña casa medio vacía. Era verano y ella andaba casi siempre de sandalias, con el pelo como una espuma de color bronce levantado en la nuca.

—¿Por qué no serás capaz de cerrar la puerta del taller? —decía yo—. Detesto ese olor.

—¿Qué taller? —contestaba Lisa.

Y tenía razón, pues pintaba en cualquier lado de la casa. Era verano, ya lo dije, me quitaba el saco y lo colgaba cerca de una pared marcada con trazos verdes.

Al irse, el marido de Lisa se había llevado cuanto pudo. Según parece, era el creador de las tonalidades de las alfombras, cortinas y paredes, y de un bar-toca-discos-radio-televisión (cuya marca quedó en la pared y fue subrayada por esos trazos verdes por ella), y en su retirada se alzó con todos los frutos trasportables de su creación. Me imagino esos frutos: frutos de psicoanalista. Pero ¿por qué subrayar las marcas en vez de borrarlas? Era un tipo de humor que me molestaba. Años después supe por qué.

La herencia del campo nos enloqueció de alegría. En ese tiempo ignorábamos qué significan 500 hectáreas, y lo pasábamos haciendo cálculos, casi siempre erróneos, sobre lo que podían suponer: la distancia que hay entre Buenos Aires y Caseros, entre lo de Lisa y la Casa de Gobierno, entre mi casa y la de ella.

—¡Somos dueños de un pedazo de planeta! —gritaba Lisa, y se ponía a bailar como loca, me arrastraba con ella, me cubría de besos.

Lo del planeta me sonaba exagerado. Pensándolo mejor, comprendía que en verdad había heredado un pequeño pedazo de planeta. Herencia rara por cierto, aunque por lo visto nadie se extraña de las auténticas rarezas.

—Un estanciero de verdad debe usar bigotes. Tendrás que dejártelos crecer.

—Vos también.

—Yo ya tengo. Bigotes morales.

—Y hasta inmorales.

Diciendo tonterías pasábamos las horas. Como siempre, acabábamos haciendo el amor.  

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