Angelito
Un cuento de Gianina Covezzi
Jueves 20 de febrero de 2020
Tomado de la antología Divino tesoro (Mardulce), un cuento de la autora nacida en San Miguel de Tucumán en 1988, que también lo es de la nouvelle Del otro lado, primero en formato digital editada por I Acevedo (La Colección, 2016) y luego en formato libro (Tammy Metzler, 2019).
Por Gianina Covezzi.
Todo el mundo lo sabe, las chicas de la edad de Laura necesitan
probar su sexualidad seduciendo sin riesgos a sus padres.
CHRIS KRAUS
Pedro esperaba parado en la puerta de la parte de la casa que era su casa.
Llegué, dijo Sonia y se quedó unos segundos al pie de la escalera para que él pudiera verla. Los cachetes le ardían por el contraste de la agitación y el frío y era algo que la hacía sentir linda de una forma rústica y natural, era la aldeana de un pueblo de montaña que vuelve de arriar las cabras y es fotografiada entre los pinos y la nieve.
Él la miró unos segundos desde lo alto, todavía dormido, y no estaba claro que sus pensamientos estuvieran en el mismo lugar que sus ojos. Tenía puestos unos calzoncillos largos y blancos con agujeros en la costura de la entrepierna y una frazada le colgaba de los hombros desnudos. Sexy, dijo ella mientras subía la escalera. Los agujeros no parecían ser suficientes para considerar coserlos. ¿Y yo?, preguntó a mitad de camino mientras se agarraba de la baranda de una manera que ella y nadie más consideraba sensual. No estás mal, dijo él mientras se rascaba la cabeza.
Pedro le alquilaba una habitación a Nelly, una señora renga con un pasado de prostitución y un presente de objetos enterrados entre las plantas. La habitación tenía entrada independiente, una larga escalera de madera vieja que la ponía a salvo de las crecidas del Río de la Plata. En cambio la casa de Nelly, demasiado al ras del piso, se inundaba todos los años. Una vez que no estaba, entraron y Sonia pudo ver las marcas, del ocre al negro, estampadas en la pared como fantasmas que amenazan con volver.
Cuando Sonia terminó de subir, Pedro abrió la puerta de su habitación y la cerró rápido para cuidar el calor de la leña muerta en la salamandra. Eran las siete de la mañana, la hora más helada de los días invernales.
Tenés lagañas, dijo cuando ella se acercó para besarlo.
¿Me las sacas?, pidió Sonia mientras le ofrecía su cara redonda y sonriente. Había visto a una chica pedirle eso con osadía a su profesor en una película y él se las había extraído con sus dedos gigantes y docentes en un primer plano en el que se podía ver un anillo de casado entre los pelos de la falange. Le acariciaba los párpados de tal manera que cuando ejerció una mínima presión en la cavidad del lagrimal, el ojo, en primerísimo primer plano, se había parecido a otra parte del cuerpo, íntima, húmeda, erógena.
Sonia esperaba con su cara expuesta en el espacio que había entre ellos dos. Pedro la miró unos segundos y le agarró un dedo, flaco, con el esmalte lila corroído sobre la uña sin gracia. Lo direccionó hacia su ojo derecho de adolescente adormecida y se lo pasó por el lagrimal con el pulso de un cirujano. Después repitió lo mismo con el dedo y ojo izquierdos. La soltó.
Empezó a hablar. Dijo que antes de que ella llegara había estado soñando que remaba con dos ramas húmedas en un río con demasiada corriente.
Era desesperante, susurró como si estuviera hablando de una tragedia personal por la que Sonia debía tener respeto. Estaba ensimismado como solo los hombres que perdieron todo interés sexual en su acompañante saben estar.
Tengo un regalito para vos, interrumpió Sonia. El la miró esperando lo peor y ella puso muy cerca de su cara barbuda los dos dedos despintados con el contenido de sus ojos que él mismo había escarbado.
Asquerosa, dijo.
***
Desde que se había cambiado de colegio un año atrás, Sonia cultivaba un estilo que ella llamaba Esperanza Post-Apocalíptica. Eso significaba que ya había pasado todo lo peor y que tenía fe en un nuevo amanecer. Esa fe se la había enseñado una nueva compañera, Sami, y toda su familia. Sami la había rescatado de la depresión adolescente forjada durante años de encierro como moho crecido en la pared, una mezcla de tesoro y fatalidad, invitándola todas las tardes a merendar en su casa. El resto de la familia se había unido a la causa sin dudarlo. Con el tiempo, empezaron a agregar a la lista del supermercado yogur bebible de vainilla sólo para ella e incluso la habían llevado a un centro espiritual. Como le escribió en un mail a una amiga virtual: “además estoy aprendiendo a comer verduras, a mirar a los ojos y a usar ropa de otros colores que no sean negro o gris”. Su atuendo favorito ahora era un vestido violeta que usaba con la parte superior caída sobre la falda, como a medio poner, dando una sensación de delantal y, por ende, de tarea constante: luchar por su nueva vida. Arriba usaba alguna musculosa, sobre todo en tonos pastel, y en los pies unas sandalias de lana con tiras que se ataba alrededor de las pantorrillas como zapatos de bailarina.
Sami le dijo varias veces que gente que recién la conocía había dicho que transmitía mucha paz. La verdad es que estaba agotada.
La casa de Sami quedaba en frente de una plaza y un sábado de otoño, cuando se iba, Sonia cruzó un rato. Todos los fines de semana había una feria de artesanos y la plaza se llenaba de puestos y luces colgantes como una navidad. Después de mirar títeres de animales tejidos al crochet, jabones caseros aromatizados y juguetes de madera cruda, se sentó en un banco al sol. El día estaba cálido, las personas y las cosas parecían invadidos por una armonía inusual, como si estuvieran amaneciendo todos juntos y una abuela amable les trajera tazas de café con leche a la cama.
Con las manos descansando sobre las rodillas, intentaba concentrarse en sentir el calor y el aire en la piel. Cerró los ojos con la mirada levemente llevada al entrecejo y la boca semiabierta con la lengua relajada ahí adentro, un molusco en reposo que la hacía babear. Estaba convirtiéndose en un animal echado bajo el sol cuando alguien tocó su brazo.
No le quedó otra opción que mirarlo directamente a los ojos porque al abrir los suyos los de él ya estaban ahí. Era la primera vez que miraba a un hombre a los ojos y si había habido otra no la recordaba. Tendría unos treinta y cinco años, estaba bronceado, era flaco y fibroso, le faltaba una paleta y a pesar de eso resultaba atractivo.
Hola, dijo Pedro con la mirada tan clavada en sus pupilas que parecía que se le hubiera quedado pegada ahí como una emergencia médica. Sin dejar de mirarla, agarró la mano de Sonia, puso algo en el centro y desapareció. Sonia miró el objeto sobre su palma: parecía una canica común y corriente, pero por la forma en que se la había dado pensó que estaría hecha del material más precioso del universo. En realidad no lo pensó, lo sintió. Porque así era su nuevo estilo, rechazaba el pensamiento y sólo estaba capacitada para sentir la bondad.
Fue Pedro quien ese día, más tarde, le dijo que veía en sus ojos todo el sufrimiento y toda la belleza del mundo. Sólo tenía que optar por una y dejarse llevar. Pero lo que ella escuchó es que tenía que dejarse llevar por él, porque él, en un solo segundo, había visto en sus ojos todo el esfuerzo. Él llegaba como un mesías para liberarla y para decirle en un susurro al oído: “ya es suficiente”, que es todo lo que cualquier persona quisiera escuchar.
***
Pedro le hizo tirar a Sonia lo que tenía en sus dedos.
No las vas a pegar en cualquier lado, le dijo mientras Sonia armaba catapultas con sus lagañas, amenazando con dispararlas hacia la cama, el techo, su cara. Se rieron un poco.
En serio, tiralas en el tacho.
Mientras seguía repitiendo su sueño como la única cosa importante del mundo, Sonia levantó los brazos pidiendo ser desvestida y Pedro le desabrochó el abrigo rojo de lana pesada que él mismo le había regalado. Lo había encontrado en el asiento de un tren. Tenía una capucha mal tejida que siempre le dejaba una parte de la cabeza al descubierto y botones cuadrados de madera. En verdad, estaba todo mal tejido, pero a ella le parecía especial.
Después, arrodillado en el piso, le bajó las medias can can azules mientras ella se agarraba de su hombro y levantaba una pierna para ayudar. La piel que iba apareciendo, erizada por el frío, parecía lo contrario a la piel, como si la estuviera pelando y dejando en carne viva. A Sonia eso la excitó.
Se acostó casi desnuda sobre la cama, un colchón de una plaza sobre un tablón que Pedro había encontrado en la calle. Decía que probablemente había sido parte de la cubierta de un barco. Ella a veces pensaba que parecía una puerta común y corriente pero como él había vivido una temporada arriba de un árbol, tenía derecho al veredicto final sobre la calidad y el origen de las maderas.
Mientras se acomodaba debajo de las frazadas que olían a tierra y a humo, Sonia escuchó a Nelly salir al jardín y ponerse a mover cosas de acá para allá. Las mismas cosas que ayer o antes de ayer había movido de allá para acá. Era lo que hacía los días que no recibía ninguna visita, o poco después de que la casa escupiera a un hombre como el resultado de una biología automática. Sonia se preguntaba si Nelly miraría las manchas en la pared mientras se dejaba hacer, si buscaría figuras nuevas para entretenerse o si, por el contrario, lo que hacía con los cuatro o cinco hombres que se alternaban para visitarla era el centro de su sentido y de su atención.
Sonic, dijo Pedro. Era la voz de alguien que preferiría no tener que decir lo que está por decir. Un acto de habla que es un sacrificio, una aclaración innecesaria, algo que uno esperaría que la otra persona ya hubiera asumido por su cuenta.
Sonia se tapó un poco más.
Ey, Sonic.
Hacía poco había empezado a llamarla por su nombre y sus derivados: Sonia, So, Soni, Sonic. Ella había notado esto pero no había dicho nada, en su mente había un punto ciego, como el de un espejo retrovisor, y ahí se deslizaban todas las cosas que prefería no entender. Murmuró unos sonidos desde abajo de las frazadas para que supiera que lo estaba escuchando.
¿Cuántas veces faltaste ya al colegio?
Pedro le hizo la pregunta sentado en el borde del colchón, mirando por la ventana, como si sus pensamientos abarcaran un panorama mucho más general; para ella esa habitación era el mundo entero.
***
Ella es Sonia, mi angelito de la guarda. Pedro siempre la presentaba así y los vecinos de los puestos en la feria le hacían reverencias. Ella sonreía y sentía que era colocada en una repisa en la gran estantería del mundo. En todos lados se encontraban con gente que él conocía. Personas que parecían pasar su vida en la calle, entre la plaza y el río. Sonia pensaba que todos vivían en una habitación tan chica como la de Pedro y así se explicaba esa extraña familia.
A veces le sonaba el celular viejo que llevaba en el fondo de su mochila de artesano, que es algo grande y pesado, siempre equipado para sobrevivir varios días a la intemperie. El celular era parte de ese kit, tenía una hija en alguna parte y esperaba su llamado.
Cuando sonaba casi nunca era ella, y Pedro atendía y decía: acá estoy, con el angelito. Quien sea que estuviera del otro lado, si no la conocía a Sonia, podía pensar que Pedro era, entonces, un padre muy dulce.
Desde el primer encuentro en la plaza habían empezado a verse todos los días. Durante los fines de semana Sonia se instalaba, desde la mañana hasta la noche, detrás del puesto que tenía Pedro de artesanías en cobre y estaño. Durante la semana, la mayoría de las veces su papá estaba demasiado deprimido como para llevarla al colegio, entonces, caminaba treinta cuadras hasta la casa de Nelly y se quedaba ahí con él todo el día.
A veces se acordaba de cuando todavía estaba su mamá, y la manera en que su papá sonreía cuando le pedía que él, y no ella, la peinara y la llevara al colegio. Los dos solos. En el camino Sonia hacía que llamaba a la radio, y le dedicaba un tema: Hola, mi nombre es Sonia y quiero pedir la canción Love of my life, para vos Héctor, con todo mi corazón, la radio está buenísima. Después ella empezaba a cantar y él se sumaba, generalmente para los coros del estribillo.
Ahora, cuando sí iba al colegio era porque él le llamaba un remis o porque tenía que salir a hacer alguna cosa, la compra del mes por ejemplo, y viajaban en silencio, dos desconocidos en una sala de espera. A la salida, Pedro la esperaba en la esquina, caminaban hasta el río y ella se acostaba por horas a mirarlo doblar alambres. Él siempre tenía algo para darle de comer: bananas, manzanas, frutos secos. Todo parecía obtenido naturalmente de algún árbol y que lo compartiera meticulosamente con ella la hacía abrir la boca y recibir el alimento como un pajarito. Con el tiempo en la casa de Sami dejaron de comprar yogur de vainilla.
Cuando le empezó a ir mal en la escuela, Pedro le recomendó a Sonia que tomara clases de apoyo con su mamá que, además de ser quien lo había iniciado en el mundo de la artesanía, había sido profesora de matemática y ahora era jubilada. Un día, cuando estaba terminando de corregirle un ejercicio de funciones derivadas, Pedro apareció en la casa y dijo: las dos mujeres de mi vida. La mamá lo miró muda unos segundos y contestó ¿me estás hablando en serio? A Sonia le dio una puntada en la panza.
La puntada no cedía con el correr de los segundos sino que se enterraba más y más profundo y a su alrededor el dolor se expandía como las olas circulares que dejan las cosas que se clavan sobre la superficie del agua. Un nuevo retorcijón la obligó a correr al baño, y una vez adentro, a abrazarse a ella misma, primero a la altura del ombligo, después más abajo, hasta quedar en el suelo agarrada a sus rodillas. Desde ahí, con una parte del cuerpo sobre una alfombra peluda, nueva y amarilla, podía mirar el haz de luz lleno de pelusas flotantes que entraba por debajo de la puerta. Unos pasos lo cortaban rítmicamente, junto con las voces, que iban y venían, de Pedro y su mamá.
Una nueva ola de dolor le expulsó lágrimas por los ojos y algo que pudo sentir como un fluido caliente y que al instante supo que era sangre. Tuvo miedo de manchar la alfombra y el piso, entonces se incorporó y se agarró del borde de la bañadera para pararse. La imagen era mucho peor de lo que pensaba. Su ropa estaba tiñéndose de rojo con la velocidad de una mancha de petróleo que se expande por el mar. Sólo se le ocurrió meterse adentro y abrir la ducha. La mamá de Pedro era una buena profesora, amable y paciente, pero la forma en que había hecho esa pregunta le retumbaba en los oídos como una vergüenza. ¿Me estás hablando en serio? El corazón le retumbaba en los oídos y en los oídos habían quedado atrapadas esas palabras.
So. Sonic. ¿Estás bien?
Del otro lado de la puerta Pedro la llamaba por su nombre. Probablemente la falta de intimidad inhibía el uso de su apodo. O quizás fuera un gesto de consideración para la abuela que no veía a su nieta hacía mucho, demasiado, tiempo. Traer ahora la palabra Angelito podría terminar de arrasar con la estabilidad emocional de su madre.
Se había desnudado. La ropa estaba hecha un bollo en el bidet y ella bajo el agua, sentada, todavía se agarraba a su cuerpo como si se le estuviera por salir una parte. Quiso contestar pero junto con una nueva descarga de sangre vino la novedad de su mudez. No podía controlar ni siquiera su respiración, que empezaba a ser vaga, flotante, como un visitante del espacio exterior que se despide y se lleva consigo todo lo demás. De un segundo a otro vio negro y se desmayó.
Se había despertado acostada, tapada por una sábana blanca. Lo primero que hizo fue buscar las manchas rojas. En cambio encontró a Pedro, en la punta de la camilla, acariciándole un pie que no sentía mientras hablaba con otro hombre vestido con un delantal. En sus manos el hombre, que usaba anteojos y pelo blanco abundante, tenía una planilla y una lapicera. Le hacía preguntas a Pedro y parecía anotar sus respuestas. Sonia escuchó al hombre preguntar cuál era su vínculo con ella. Escuchó las opciones: padre, madre, tutor u otro. Escuchó a Pedro contestar: padre.
Después, el médico se acercó a ella. Se presentó, le explicó que le iban a hacer algunos estudios para saber qué pasaba en sus ovarios o, quizás, en su útero, y le hizo algunas preguntas.
¿A qué edad fue tu primera menstruación?
A los doce.
Pedro se puso a acomodar la frazada que le tapaba los pies, hecha un bollo entre las barras de la camilla y el colchón.
¿Tomás pastillas anticonceptivas?
No.
La doblaba y trataba de emparejar sus bordes, una tarea de ninguna importancia a la que parecía estar dedicándole toda su atención.
¿Ya tuviste relaciones sexuales?
Pedro desarmó todo y volvió a empezar.
***
¿Cuántas veces faltaste ya al colegio? Sonia odió esa pregunta.
Lo que antes había sido una ofrenda de amor ahora se había convertido en algo molesto, una paloma muerta que la mascota dejó a los pies de la cama de sus dueños. Esa pregunta quería sacarla del hueco que había abierto en la gran roca áspera y fría que era la realidad y devolverla a un orden de las cosas que para ella era equivalente a dejarla desnuda en medio de Tierra del Fuego. Una mezcla de desolación, aburrimiento y hostilidad.
Entonces sacó una mano de abajo de las frazadas y buscó la boca de Pedro, que todavía miraba por la ventana, de espaldas, para callarla. Después la mano se convirtió en una araña o un ciempiés que empezó a bajar por su cuerpo y cuando llegó a donde quería se convirtió en otro tipo de bicho, uno fuerte, torpe y hambriento, como un tigre cachorro, que jugó con él hasta excitarlo. Tenía quince años y esta era una de las cosas que había aprendido a hacer con destreza, como si de ello dependiera su supervivencia. No sabía si lo mismo que funcionaba con Pedro funcionaría con otro. En su mente eran una serie de procedimientos, como una combinación de botones que desencadenaban una reacción voluptuosa en él y, por ende, y sólo por esto, en ella. Todavía no había descubierto los pasos para una satisfacción propia. El cuerpo de Pedro era una de las cosas que terminaba deslizando hacia el punto ciego. Había perfeccionado una habilidad extra que consistía en no mirarlo del todo cuando lo tenía desnudo, en frente. Una especie de intuición sobre lo tolerable para la red mental que, hasta ahora, había logrado tejer. De hecho, si cerraba los ojos e intentaba evocarlo en su mente, le era imposible recordarlo completo. Le amputaba partes y sólo podía retener detalles inofensivos, como la constelación de lunares en el hombro o la punta de flecha que dibujaba su pelo corto sobre la nuca.
Pedro, por fin, se acostó al lado de ella, una parte del cuerpo en el colchón y otra en el piso. Tampoco en el piso hubiera habido mucho lugar para los dos, la habitación no era más grande que el baño de la casa de algunas de sus compañeras. De hecho el baño era un cubículo sin puerta, separado de la mesa donde desayunaban por una cortina hecha de tiras de plástico, como las de las carnicerías. Sonia dudó que la promesa dilatada de su sexualidad tuviera ya algún poder sobre él.
La juventud es un cofre que brilla, pero eso no debe confundirse con un tesoro abundante, había dicho Nelly una vez que se cruzaron y Pedro la presentó.
Ella es Sonia, mi angelito, había dicho. Y Nelly la había mirado con los ojos achinados, levantando la cabeza que su cuerpo chueco y encorvado dejaba apuntando al suelo. Después había dicho eso.
Sonia cerró los ojos, su mano traspasó el obstáculo de la tela y se encontró con la piel. Iba a empezar la serie de pasos ya conocidos, pero antes, con la otra mano, estiró su bombacha para abajo y la terminó de arrancar con los pies. Corrió las frazadas de encima de su cuerpo y esperó así, quieta y disponible, como una bolsa de caramelos abierta sobre la mesa.
Pedro la miró a los ojos con la cara inclinada, igual que se mira a un pájaro exótico herido en el suelo. Con compasión, con tristeza, con confusión por tanta belleza desprotegida. Con ganas de recogerlo y estrangularlo por igual. Estaba tardando demasiado.
Afuera, Nelly desenterraba algo de entre sus plantas, un pedazo de balde o una remera vieja, el sonido de la pala tenía el ritmo de un segundero, las lombrices alrededor bailaban retorcidas con el temblor del suelo, que retumbaba y hacía eco hasta el centro rabioso de la tierra.