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Albeto Fuguet: “Escribo más en español y leo más en inglés”

Foto: Planeta / David Gómez

¿Cómo se convirtieron en lectores los escritores que amamos leer? Le preguntamos al autor de Ciertos chicos y esto nos respondió. Mañana se presenta su novedad en la librería.



Por Alberto Fuguet


 

De chico casi no hablaba español. Tampoco lo entendía, jamás me hubiera imaginado que algún día lo iba a terminar escribiendo. Pero las cosas suceden por algo y lo que me pasó fue esto: terminé mirando el mundo, y a mí mismo, en este idioma. En efecto, debajo de todo mi español, hay mucho English. Demasiado, quizás. Ya no pienso en inglés, ya no sueño en inglés, pero la estructura está ahí, opinando, pauteándome, tratando de transformar ese español inmenso e indomable en una lengua que se parezca a la mía. Sí, mi lengua natal es el inglés y, a pesar de que tengo mucho inglés en mi disco duro, opté por el español. A veces creo que me inventé un lenguaje que fusionara los dos. Pero el mío es el castellano. Es algo confuso, pero al menos tengo claro esto: escribo más en español y leo más en inglés. Esto porque partí hablando inglés y partí leyendo en inglés. One, two... Es casi seguro que casi nunca escribí en inglés. Me faltó el three. 

¿Qué podría escribir a los 10 años? 

¿Qué necesidad tenía? 

La necesidad vino después y llegó con un nuevo idioma. Es raro: el español destrozó mi mundo y, sin embargo, me creó otro. En inglés hablé puras tonteras, que es lo que uno habla hasta los 11. Además, leí puras cosas divertidas. En California lo hacía por placer. Leía porque no deseaba ser menos, quería ser igual que el resto, estar al día, muy al día, up to date. Leía la revista Mad, Archie y cómics de El planeta de los simios. A veces, cuando se le quedaba a alguien en casa, me devoraba, aterrado, la revista Rolling Stone. Los libros, como me dijo mi vecino y amigo Jay, se coleccionan como los discos. Jay tenía muchos libros. Todos en Encino, LA, tenían libros. En mi colegio se leía mucho. El viaje semanal a biblioteca era rito. A veces nos llevaba mi madre en su station. A veces íbamos en la station wagon de los vecinos. No había casa en Encino sin station. Todos mis amigos vivían en la misma cuadra e íbamos a la misma biblioteca pública y el que sacaba el mayor número de libros, ganaba. Sacábamos muchos libros. A mí me gustaban los libros de Roald Dahl. James and the Giant Peach y Charlie and the Chocolate Factory. Años después se hicieron películas y me sentí privilegiado de saber lo que iba a ocurrir. 

En el colegio, en tanto, comprábamos libros por catálogo. Esto fue mucho antes que Amazon.com. Hablo de un suburbio californiano setentero. Mi vida era como That 70’s Show, pero con calor. Yo soy el hermano chico que no aparece. Así nos vestíamos, así eran las casas. En el colegio, cada tres meses, llegaban estos catálogos de la Scholastic Books y, ahora que lo pienso, no era más que un truco para estimular el consumismo y crear buenos capitalistas. De nuevo: aquel que compraba más libros, ganaba. La primera vez no encargué nada. Unas semanas después, llegaron las cajas de libros. Una caja por niño. Yo fui el único al que no le llegó una caja. Miento: a Eric Grunderman y a mí. Eric Grunderman no leía porque solo miraba las estrellas (su mamá se fue de la casa) y deseaba ir al MIT como su padre, que era matemático y tenía una computadora inmensa en el sótano. Yo no quería ser como Eric Grunderman, deseaba ser como el resto. 

Quería ser cool. Quería leer. Quería tener libros que tuvieran mi nombre en la primera página. La próxima vez encargué muchos libros. Encargué uno, me acuerdo, sobre una pandilla que fabrica un submarino y viajan debajo de una laguna que está cerca de la casa. Pocas veces he sido más feliz que cuando llegaron esas cajas.  

Quizás por eso aún hoy leo mucho en inglés.  

Porque es fácil, es un juego, me conecta con los demás.  

Quizás por eso aún hoy compro muchos libros en inglés que me llegan por caja. 

¿Cuál es mi libro favorito? No lo sé. Sí sé cuál es el que más odio: El último grumete de la Baquedano de Francisco Coloane. Yo venía llegando a Chile y me lo hicieron leer. Lectura obligatoria. Lo leí con la ayuda de mi abuelo. Me lo leía en voz alta y lo iba traduciendo. No entendí nada. En el colegio, después, me hicieron una prueba. Saqué la peor nota del curso. Fue algo intensamente humillante. Pensé: qué país tan raro, eso que te obliguen a leer. Qué idioma tan raro. Qué gente tan rara. Un compañero, bueno para el fútbol, me dijo: puta, qué lata leer. 

Ahí entendí: acá leer no era cool.  

Pero las cosas cambian y ahora leer, lo presiento, se asocia a ser especial, distinto, optar por una experiencia distinta. Y sigo escribiendo, y leyendo. En español.

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