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Al Alvarez: "El mundo material siempre me fascinó tanto como el mundo de las ideas"

En el estanque

"Me encantan las palabras y todo lo que se puede hacer con ellas, y me encanta la intrincada tarea de usarlas bien; pero sentarse a escribir, leer libros y mirar por la ventana requiere una disciplina nada fácil para una persona inquieta y adicta a la adrenalina como yo". Leé el prefacio a la novedad de Entropía, En el estanque, del crítico, poeta y ensayista inglés.

Por Al Alvarez.

 

Me encantan las palabras y todo lo que se puede hacer con ellas, y me encanta la intrincada tarea de usarlas bien; pero sentarse a escribir, leer libros y mirar por la ventana requiere una disciplina nada fácil para una persona inquieta y adicta a la adrenalina como yo. El mundo material siempre me fascinó tanto como el mundo de las ideas, y muchas veces me valí de la escritura para satisfacer mi necesidad de estar en contacto con la naturaleza, de hacer cosas, de conocer lugares y de probar todo lo que estuviera a mi disposición.

Años atrás, cuando era joven y arrogante, adquirí la costumbre de salir a jugarme la vida –más que nada en las montañas, pero también en mi carrera profesional–. Mi amigo Mo Anthoine, que compartía este hábito, lo llamaba “alimentar a la bestia”, y yo alimenté a la mía sin ninguna prudencia, convencido de que no tenía nada que perder. Nací con algo que aparentaba ser cáncer; los médicos –y también mis padres, hasta donde sé– daban por hecho que difícilmente alcanzaría la pubertad. Quizá yo percibí sus temores y llegué a compartir esa certeza. Por los motivos que fueran, jamás creí en mi propia inmortalidad; siempre me consideré una persona con las horas contadas, alguien que nunca iba a tener que preocuparse por cumplir tres veintenas y diez años más.

Sin embargo logré festejar mi cumpleaños número sesenta con un ascenso que ya había hecho una década atrás –y esa segunda vez me resultó incluso más fácil–. “Puedo seguir con esto para siempre”, pensé. Estaba equivocado. En 1960, en Gales, me había fracturado una pierna que nunca quedó del todo bien, y después de treinta años de uso intensivo el cartílago del tobillo estaba completamente desgastado: todavía podía caminar, aunque con mucho dolor, hueso contra hueso. Durante unos meses opté por ignorar la situación, pero el verano siguiente, en Italia, casi no pude ni renguear hasta la base del lugar que quería escalar. Por un tiempo sostuve la farsa del montañismo en los riscos de Harrison, unos peñascos bajos al sur de Londres, hasta que finalmente –y a regañadientes– dejé de intentarlo. Tenía sesenta y tres años.

Más adelante, sin embargo, empecé a darme cuenta de que la vejez no implicaba –necesariamente– una existencia póstuma: se trataba tan sólo de una vida distinta, y más me valía aprovecharla mientras durara. Sí, puede que el cuerpo se me estuviera cayendo a pedazos, pero en cierto modo nunca me había sentido más vivo, ni el mundo me había parecido un lugar más lindo, más deseable, más conmovedor. Nado en las aguas ambarinas de los estanques de Hampstead Heath desde que soy muy chico; ahora voy casi todos los días, los doce meses del año. Este libro es una crónica de algunos de esos chapuzones.

 

 

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