"Su voz se reconocía desde la primera frase"
Julian Barnes sobre Anita Brookner
Viernes 29 de marzo de 2019
"Brookner pasaba mucho más tiempo enseñando, pensando y escribiendo sobre arte que ejerciendo como novelista. Si hoy no estuviéramos lamentando la pérdida de «Anita Brookner, la ganadora del premio Booker», estaríamos recordando a una de las críticas de arte más deslumbrantes y perspicaces de los últimos tiempos". El prólogo a Un debut en la vida (Libros del Asteroide) de Anita Brookner.
Por Julian Barnes.
Anita se inclina desde el otro lado de la mesa para ver qué hay en mi plato: «¿Qué tal está? —me pregunta, y pone una de sus sonrisas más amplias, más expectantes—: ¿Decepcionante?». Me está contando que acaba de terminar una novela y baja la voz para añadir en tono confidencial: «Trata de… una mujer solitaria». Anita siempre estaba allí, in situ, cuando yo llegaba, aunque me adelantase a la hora prevista, y me saludaba con su desconcertante y acostumbrado arranque: «¿Qué tienes para mí?». La comida nunca duraba más de setenta y cinco minutos. Normalmente pedía pescado, luego un café solo, y se fumaba dos cigarrillos mientras se lo tomaba. (Durante mucho tiempo fumó Sovereign, una marca barata de Benson & Hedges, y ese fue el único detalle poco elegante que vi en ella.) Anita me cuenta que acaba de terminar otra novela y ahora que se la ha quitado de encima tiene libertad para hacer lo que quiera. «Bueno, conociéndote —le digo en broma—, eso probablemente signifique releer a Proust.» Mi comentario produce un leve silencio de alarma. «¿Cómo lo has adivinado?», dice.
Me preguntaba con cierta frecuencia cuántos años tenía. Se lo decía, y ella contestaba, con una mezcla de entusiasmo y melancolía: «Otros diez años buenos». Me repitió esta pregunta a lo largo de las dos décadas siguientes, y la réplica que daba a mi respuesta siempre era exactamente la misma, aunque a medida que pasaba el tiempo noté que el entusiasmo se diluía en una especie de empatía esperanzada.
Era ingeniosa, de una inteligencia deslumbrante, reservada e imposible de conocer más allá de donde ella decidiera. No se me ocurre otro novelista menos proclive a escribir su autobiografía. Tenía una moral implacable, sin ser moralista, y una sinceridad igualmente insobornable. Una vez que fui a una radio local de Londres, para una entrevista, el equipo seguía en estado de shock a raíz de la participación de Anita (cosa muy rara en ella) en el programa del día anterior. Les pregunté qué había pasado. «Contestó con sinceridad a todas las preguntas», me dijeron. Y no estaban acostumbrados a eso. Yo la conocía —no bien— desde hacía treinta años. No había nadie ni remotamente parecido a ella, nadie que produjera un efecto ni por asomo similar. No era el único que notaba cómo cambiaba mi conversación cuando la tenía delante. Me obligaba a analizar mi vocabulario y mi gramática en fracciones de segundo antes de decir una palabra; hasta llegaba a puntuar mi conversación ¡con puntos y coma! Ella, sin embargo, parecía tranquila, divertida, dueña de la situación. Pero si se me ocurría preguntarle, por ejemplo: «¿Qué opinas de Boucher?» (o de cualquier otro pintor entre miles), se transformaba y se animaba más que nunca. Sus respuestas eran precisas, intensas, pormenorizadas, cargadas de pasión; le brillaban los ojos y a veces incluso deslizaba algún detalle personal. En cierta ocasión me contó que la época más feliz de su vida había sido la que pasó en Francia, mientras hacía su doctorado sobre Greuze y viajaba en autobús, entre la niebla, para recorrer las galerías de arte de provincias. Tuve la sensación de que la niebla era muy importante para la felicidad.
Y es que, no debemos olvidarlo, Brookner pasaba mucho más tiempo enseñando, pensando y escribiendo sobre arte que ejerciendo como novelista. Si hoy no estuviéramos lamentando la pérdida de «Anita Brookner, la ganadora del premio Booker», estaríamos recordando a una de las críticas de arte más deslumbrantes y perspicaces de los últimos tiempos, y a una profesora que inspiró devoción de por vida. Su principal interés era el arte francés de los siglos xviii y xix: escribió brillantes ensayos sobre Watteau y David y se adentró con idéntica intuición en el territorio de dos polos opuestos del arte francés de mediados del siglo xix: Ingres y Delacroix. Sus ensayos artísticos son académicos en el mejor sentido del término: de altos vuelos, sólidos, el resultado de un conocimiento profundo, aunque completamente asequibles para cualquier lector inteligente. Su rigor es tan fascinante como su prosa, y sus juicios, cuando son negativos, están llenos de mordacidad. Así, condena «la impronta inmortal y morbosa» que Baudelaire pretende dejar en Delacroix, y no perdona «esa pátina de infantilismo protector» con la que se cubrieron William Blake y otros artistas. Sus críticas, como su visión del mundo, eran adultas. He aquí una frase de su divertidísima y contundente reseña de una nueva edición del Libro de Job: «Bildad el suhita también sostiene la tediosa opinión de que el sufrimiento ennoblece».
Nos conocimos en 1984, cuando nos seleccionaron a los dos entre los finalistas del premio Booker. Nuestra editora, Liz Calder, la llamó por teléfono para darle la noticia, y la respuesta de Anita fue: «Creo que voy a salir a que me pongan suelas nuevas en los zapatos. Eso me ayudará a seguir con los pies en el suelo». Cuando ganó el premio, subió a la tribuna, recibió el cheque, se volvió al público con una pose exquisita y empezó a decir: «Normalmente, cuando tomo la palabra no la suelto hasta pasados cincuenta minutos. —Hizo una pausa de duración perfecta y añadió—: Y mientras pongo diapositivas». Después, Malcolm Bradbury (a quien yo no conocía) se me acercó, me pasó el brazo por el hombro con el ánimo de consolarme y me dijo: «Bueno, creo que no merecías ganar, pero también creo que no merecías perder frente a “ese” libro». Fue un comentario innoble, aunque tenía algo de profético. La prensa (principalmente masculina) le dio el apodo de «la modesta Anita» y, despreciando su brillante carrera de historiadora del arte, decidió encasillarla como una solterona solitaria sin éxito en la vida que, una vez al año, escribe una novela para reconfortarse: la versión chic de buscar consuelo en una caja de bombones Quality Street. Interpretaron en clave autobiográfica la primera frase de su novela, Un debut en la vida: «A sus cuarenta años, la doctora Weiss comprendió que la literatura le había destrozado la vida». A los cuarenta años, la doctora Brookner se convirtió en la primera mujer que accedía a la cátedra de arte Slade de Cambridge. La literatura le había ayudado a comprender el mundo y seguía ayudándola. Y, más adelante, cuando decidió escribir ficción, la literatura le proporcionó una doble ración de reconocimiento, de otra clase.
En general, Anita guardaba cierta distancia con el mundo, aunque no era una persona solitaria. Fue a los cuarenta años cuando por fin logró escapar del caos que era la vida con sus padres (a quienes quería «con dolor»), y creo que después de eso vivió exactamente tal como quería. No digo que nunca tuviera reveses emocionales; al contrario, en la medida en que somos capaces de decidir cómo queremos vivir, los tuvo. Cuando no le apetecía hacer algo, no lo hacía. Consideraba un deber social asistir a ciertas fiestas, pero su técnica consistía en llegar con puntualidad, hacer una ronda rápida, dar las gracias a los anfitriones y marcharse justo cuando el grupo principal de juerguistas entraba por la puerta. Una vez aceptó firmar ejemplares de su última novela, a petición de nuestros comunes editores. Ellos, que no querían agobiarla, prepararon un montón de cien ejemplares. Anita se sentó, sacó su pluma, firmó veinticinco y dijo: «Creo que son suficientes, ¿no?». Y se fue. Yo tenía la costumbre de enviarle postales de arte cuando iba de viaje, hasta que me di cuenta de que nunca mencionaba que las hubiera recibido. Entonces decidí dejar de enviarlas, y eso tampoco lo mencionó. Un día vi el anuncio de una programación en el National Film Theatre que parecía hecha para Anita: una recopilación de las primeras tomas cinematográficas rodadas en París y sus alrededores. La llamé por teléfono, y ya había recorrido la cuarta parte del camino para aceptar mi entusiasmada proposición cuando se paró en seco y dijo: «No, creo que no…». Me sentí torpe, idiota de remate, como si hubiera cruzado cierta línea social. La había cruzado, y nunca más volví a hacerle ninguna sugerencia parecida. Comíamos juntos una vez al año, cenábamos de vez en cuando, y nada más. En una ocasión, un amigo mío fue a su apartamento de Elm Park Gardens con un equipo de cámaras. Había muy pocos muebles y una hilera de plantas en el alféizar de la ventana. Un ayudante, que estaba nervioso y buscaba alguna fórmula de cortesía para romper el hielo, probó a decir: «¡Qué flores tan bonitas, señorita Brookner!». Y recibió una respuesta que le dejó mudo: «Son todas nuevas». Estoy seguro de que ella no pretendía ser cortante, pero sí indicar con claridad la naturaleza y el cometido de lo que a su juicio era una conversación pertinente.
Sus novelas siempre tratan de mujeres solteras y solitarias que al parecer no hacen nada más que devolver libros a la biblioteca, ir a salones de té y reflexionar sobre la vida que no han vivido. Pero Anita se parecía tan poco a sus protagonistas femeninas como John Updike a Conejo Angstrom. (Le gustaban los sitios elegantes —casi siempre comíamos en el Caprice o en el Hotel Durrants—, pero también le gustaba mucho que esos sitios la decepcionaran. Una vez, cuando acababa de volver de París, me dijo: «Me alojé en el Crillon. Me dieron una habitación de servicio».) Su prosa era tan impecable y equilibrada en su estructura como su discurso oral; en realidad, se parecía tanto que dudo que si alguien examinara sus manuscritos pudiera encontrar demasiadas correcciones. Su ficción presenta a menudo una antítesis moral que enfrenta a quienes son virtuosos, sinceros, amables y elegantes con quienes son ricos, vulgares y descuidados. Los segundos son más felices que los primeros, porque no tienen ni integridad moral ni la capacidad de tomar conciencia de sí mismos o dudar de sí mismos. En el universo de Brookner, la liebre siempre gana a la tortuga, y creer o esperar lo contrario es una muestra de sentimentalismo. Esta era su visión de la vida, firme e inquebrantable. Pero el crítico o el biógrafo que se viera tentado por la idea de que Brookner apela en cierto modo a nuestra simpatía, se equivocaría de medio a medio. Era la persona menos dada a la autocompasión que he conocido nunca. Sabía que el mundo era injusto y consideraba ingenuos a quienes no lo veían. En su fuero interno era una estoica. Y llevaba su estoicismo hasta el nivel de la nobleza. Esta afirmación probablemente le produciría horror, pero muchos de quienes la conocieron estarán de acuerdo conmigo.
Leía a Proust; leía a Simenon —prefería las romans durs a las historias de Maigret (su favorita, me dijo una vez, era En casa de los Krull); más adelante empezó a reseñar para el Spectator la lista anual completa de los libros seleccionados para el premio Goncourt, en artículos de unas mil palabras. Aun así, no creo que su ficción estuviera influida por la literatura francesa. A mí me parecía más eurobritánica. Y, a pesar de que Anita vivía sumergida en la literatura, le interesaba muy poco la vida literaria y aún menos hacer carrera en ella. Nadie la sorprendería en el circuito de festivales literarios o en los estudios de Front Row. El éxito era para ella un motivo de satisfacción, pero no hacía nada por agradar o desagradar a sus lectores, aparte de lo importante: escribir otra novela. Estoy convencido de que, si hubiera publicado un libro cada dos años, en lugar de uno al año, ahora sería el doble de famosa. Y estoy seguro de que este cálculo le habría parecido vulgar. De todos modos, creo que es cierto. Nunca se quejaba del trato condescendiente que a veces recibía de la crítica británica, aunque de vez en cuando lo señalaba indirectamente. En cierta ocasión le hablé de una reciente promoción de un libro suyo en París. «Sí —contestó—. Están muy interesados, ¿verdad?»
Sus novelas eran lo que eran. Vertía en ellas su fuerza, su lucidez, su ironía, su ingenio y su intuición. Su voz se reconocía desde la primera frase. (Pensemos en las primeras palabras de Latecomers: «Hartmann, que era un hombre voluptuoso…». Nadie más que ella habría escrito algo así.) Si una cosa no se le daba bien, la descartaba por completo. La mayoría de los escritores son conscientes de sus debilidades o de sus rasgos excesivamente característicos, y tratan de camuflarlos. Anita jamás falsificaba su escritura. O tal vez fuese más cierto decir que, en su ficción, como en su vida, rara vez hacía cosas que no quería hacer. Un verano, mi mujer y yo fuimos de vacaciones a Francia y nos llevamos su última novela. Yo la leí primero; a la mañana siguiente, mi mujer se sentó a leerla a la sombra de un árbol. Al cabo de una hora, oí una explosión de rabia incrédula y supe exactamente qué la había provocado. «Voy por la página treinta y cinco —dijo mi mujer—, acaba de aparecer el primer diálogo y ¡está en francés!» En una de las novelas posteriores, la protagonista femenina, mientras cena sola en su apartamento, se toma normalmente una copa de vino blanco. Como el vino me interesa, no pude evitar fijarme en que en cada cena había un vino diferente: primero era un chardonnay, luego un pinot grigio, luego un sauvignon, y así sucesivamente. Pero el último vino que se toma en la novela era, inesperadamente, dulce: un sauternes. Me pregunté si estos cambios podían tener algún significado, simbolizar la volatilidad de la protagonista. Le expuse mi teoría un día que comimos juntos, y señalé el desconcertante cambio final del seco al dulce. «¡Qué va! —me contestó, sin darle ninguna importancia—. Simplemente entré en una tienda y copié los nombres.»
La vi por última vez el verano de 2010, cuando la editora Carmen Callil la trajo a comer a mi casa. Estaba más frágil y necesitaba un bastón. Yo había preparado cangrejo macerado, y Anita dijo que era alérgica. ¡Qué bochorno pasé! (¿debería haberlo sabido?). Tomó un poco de queso con ensalada y un tomate asado. No quiso remolacha. Nos interesamos por su vida. Dijo que todas las mañanas iba temprano a Sainsbury’s y compraba «un croissant, un panecillo y una barra de pan». «¿Todos los días, Anita?» «Como mucho pan.» Había estado releyendo a Stefan Zweig y le encantaba esa novela que llevaba un título tan brookneriano como La piedad peligrosa. Coincidió con Carmen en que una de las ventajas de la edad era que por fin nos permite dejar atrás las pruebas a las que nos someten los sentimientos. Dijo que no tenía sentimientos ni creencias religiosas. Seguía teniendo un televisor alquilado (nada de televisión por satélite o Freeview) y seguía fumando entre ocho y diez cigarrillos al día. «¿Te fumas el primero después de desayunar, Anita?» «Por supuesto.» Recibía el Times a domicilio, pero cuando salía a llenar su cesta de pan también compraba el Independent, el Mail, el Guardian y el Telegraph. Los leía todos, y eso la tenía ocupada hasta las diez y media. «Nunca cuentan nada interesante.» Le sugerí que quizá pudiera comprar un solo periódico, pero vi que no estaba abierta a cambiar sus costumbres ni sus expectativas vitales a esas alturas. («¿Qué te parecen los periódicos, Anita?» «Decepcionantes.»)
Cuando se marchó yo estaba agotado, por el afán de hacer las cosas bien. Carmen tuvo que acostarse un rato cuando llegó a casa. La infatigable Anita, sin embargo, esperaba con ilusión la fiesta que organizaba esa noche el Spectator, aunque supongo que no estaba dispuesta a concederle más de veinte minutos. A pesar de que sentí no volver a verla después de ese día —no aceptó otras invitaciones— y de que estaba preocupado por ella, me preocupaba menos que otras personas en situaciones similares. Estaba seguro de que su estoicismo y su fortaleza mental la ayudarían a mantenerse a flote. No creía que Anita temiese la cercanía de la muerte, porque su profunda comprensión del mundo incluía una profunda comprensión de la muerte, y me imaginé que no le inquietaba llegar al final del recorrido. No sé si efectivamente fue así, pero estoy casi convencido.
* Texto originalmente publicado en The Guardian el 18 de marzo de 2016, ocho días después del fallecimiento de Anita Brookner.