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Optimismo supernumerario

Publicamos el prólogo que el autor de Peripecias del No escribió a Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson.

Por Luis Chitarroni.

TAPA Winesburg-ALTA I

La inocencia paradójica de Sherwood Anderson consiente que, si bien su difusión anecdótica corrió por cuenta de Faulkner, su estilo literario determinó para siempre el de Hemingway. Hoy, cualquiera de las dos cosas parece haberse evaporado, incluso, o sobre todo, de la añoranza literaria, pero, así como Philip Rahv (1939), después de trazada la línea Mason-Dixon, pobló la literatura norteamericana de “carapálidas” y “pieles rojas”, y Leslie Fiedler siguió la fábula de los estilos de cerca para corroborarla, estos fastidios clasificatorios son los más confiables, convincentes y verídicos cuando se trata de establecer el verdadero −o el único− domicilio de pertenencia de los escritores: la lengua.

Winesburg, Ohio
se publicó por primera vez en 1919. Su suficiencia feliz, desbordante, su acertada forma, en apariencia casual, celebraba acaso la condición de madurez de la democracia norteamericana; acaso no: acaso el deseo de celebrar implique una apoteosis de ceremonias inesperadas. El “hombre común” había encontrado anécdota y expresión; se mudaba −estaba en condiciones de hacerlo− del poema multitudinario de Whitman y sus tributarios ingratos(Carl Sandburg, Robinson Jeffers, Vachel Lindsay), a la narración breve, situada, localizada. Más allá de esta característica histórica, tendría que esperar para encontrar su dignidad literaria, en gran medida porque la organización de Winesburg, Ohio era un amague de estreno, de inauguración.

Antecedentes no faltaban. Entre ellos, uno que los lectores argentinos podrán identificar o rastrear: la Antología del Spoon River, de Edgar Lee Masters, de 1915. Si bien traducida parcial y tardíamente por Alberto Girri, Borges ya se había ocupado de hablar con admiración de ella en sus Textos cautivos, y hasta de traducir él también algún poema. El abogado Edgar Lee Masters, detractor de Lincoln, que se encargó luego de no repetir la hazaña con jurídica honestidad (ya que no era un genio), organiza y suministra, con emblemática economía, toda la información sobre el pequeño poblado de Spoon River, a partir de la lectura y la transcripción de los epitafios del cementerio de Spoon River.

Cuando la justicia conceptual encontró el sitio donde ubicar Winesburg, Ohio, en términos casi de altar, el mundo había perdido condiciones terrenales y adquirido ya una condición líquida tan fluida que el libro podía despojarse de su rústico andamiaje y atreverse a asumir −tantas idas y vueltas arrojan las tendencias− que es el modelado formal, no temático, el que hoy amplía y difunde su reputación. Winesburg, Ohio, se dice, debe ser considerada una de las primeras narraciones fragmentarias. Cierto que lo fragmentario está en el origen de la literatura, como demuestran presocráticos y evangelistas; pero una de las simplificaciones teóricas de nuestra época es reducir todo a “narrativas”; la otra, que todo lo que tiene apariencia de desvalido y precario reúne de inmediato la entidad de “moderno”. Si fueran un poco más viejos dirían “minimalista”.

Dentro de cualquiera de esas definiciones hoy tan ventajosas como fatídicas, Winesburg, Ohio, ostenta otro ajuste: pertenece a esas narraciones fragmentarias que cuentan, como preámbulo activo (puesto que puede leerse como primer relato), con una especie de hall distribuidor: la narración del escritor y el carpintero, en este caso. Para limitarnos a la vastedad restrictiva de la literatura norteamericana, digamos que a Bradbury le gustó tanto la idea que la usó dos veces: en El hombre ilustrado y en Crónicas marcianas.

Los ingleses, a su vez, harían de esa inversión demagógica de las jerarquías una copiosa profesión de fe. Merced a sus niños aristocráticos educados por criadas y mayordomos, encontrarían recursos menos artificiales para comentar la peripecia del common reader y acrecentar así la del common man. O acaso más: las espirales descendentes de Henry Green aglutinan en un inglés de subsuelo la verdad que pueden transmitir solo los observadores suplentes de lo real, héroes vacantes de la lucha de clases.

Curiosamente, la apoteosis del hombre común, su estridente fanfarria, celebrada con distinta inteligencia por Bertolt Brecht y Clifford Odets, pertenece menos a la victoria republicana de la democrática América, que a sus remordimientos civiles, como lo demuestra la ambivalencia teatral del Barton Fink de los hermanos Coen.

II

Sherwood Anderson no fue bien observado por sus contemporáneos; tal vez fue observado sin generosidad.

“Una de esas personalidades impetuosas, triviales y obvias, que uno prefiere, en cualquier situación social, pasar por alto”, apuntó Thomas Beer, a quien Faulkner admiraba tanto, y que dejó, aparte de un conjunto de mentiras admirables sobre Bret Harte y Stephen Crane, una admirable reconstrucción de época, The Mauve Decade. Con la crudeza de los escritos íntimos (cartas), que evitaba tanto en los libros de ficción como en el trato diario, a Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson le pareció solo un compatriota. “Alguien difícil de apreciar”, agregó, “cuando uno se topa con algo así en los límites de su propio país, pero a quien el exilio y la nostalgia de cualquiera de los dos enaltece”. A Lewis Mumford no logró impresionarlo como persona (aunque le fue presentado en más de una oportunidad), porque, en cada oportunidad que lo nombra, se refiere a él solo como escritor, remedo de calembour o de desaire indescifrable. Alfred Kazin, con la falta de sutileza que lo caracteriza, se lo confunde siempre con otro. “A Sherwood Anderson podría compararlo”, dijo, “con un elemental y primitivo error”. El autor de Winesburg, Ohio, sin embargo, supo seguir adelante sin deponer su orgullo.

Cuando Faulkner lo exalta, da a entender que Sherwood Anderson podría ser el punto de partida necesario de cualquiera que pretenda ordenar su historia para contarla. El principio de Sherwood Anderson no es la belleza ni la autenticidad: es la jerarquía del orden, la supremacía, el dómine incuestionable de la fertilidad narrativa del estilo. Claro que de esta ley primera el único que no podía aprovecharse era el narrador de la anécdota, el propio Faulkner, quien ante la exigencia de que una historia tuviera “principio, medio y fin” exigió a su vez: “pero no en ese orden”.

Para retomar las aficiones del inicio, aunque las oraciones de Sherwood Anderson carecen de la tensión estética de las de Hemingway, quien puede decirse que, desde In Our Time, cada vez que se ocupó en hacerlo, caminaba en tensión helénica sobre el idioma, su dialecto afable fue bien entendido por quienes combinaron bien a Henry James con Gertrude Stein: Thornton Wilder y James Agee, por ejemplo. Una oración larga y después una corta, no estrictamente sucesivas (evitar la monotonía era entonces una precaución que hasta el más modesto redactor conocía), rítmicamente complementarias.

Escrita en paso presuroso, que podemos confundir con una especie de veracidad espontánea, Winesburg, Ohio se solaza a menudo haciéndole creer al lector que ese virtuosismo técnico es una fatalidad de la lengua norteamericana. Quien primero lo intentó, Mark Twain, tuvo éxito. ¿Por qué no insistir? Al cabo de los años, el ejercicio de inmodestia puede haber sido el que tanto molestara a Faulkner, dueño de arrogancias mejor entrenadas. En realidad, el paso trotón de caballo de Kentucky pertenece tan poco al periodismo como el estilo de oraciones desganadas y perfectas de In Our Time, de Hemingway: el estilo, en este caso, no es el hombre, sino el imitador que lo precede con pigmentos primitivos, exentos de matiz. La neurosis del desacuerdo procede, a su vez, del pavoneo de la lengua inglesa con sus favoritas del harén, figuras menos atractivas en otros idiomas, tales como la elipsis y el understatement.

Se puede asumir que en esos años la competencia estilística lo era todo. Gertrude Stein, por ejemplo, jugaba a no entender este régimen carnavalesco de recursos, a desanimarlo con una cuerda desavenencia de esteta inabordable. Su exegeta, Thornton Wilder había nacido para ser, extinguida la complejidad de Henry James, un missing link,como lo demuestran El puente de San Luis Rey o La Cábala. “Hay una bíblica deslealtad que priva a quienes son capaces de esconder como Dios la gracia”, dijo al final Kenneth Burke, profetizando al Harold Bloom de La angustia de las influencias, “o de esparcirla en la Obra Mayor, de ascendencia y reconocimiento; condenados están a atesorar esquirlas en intersticios y rincones de la Obra Total y del Borrador Insuficiente”. Dicho y hecho.

Tal vez abundar en este caso no sea contraproducente. Djuna Barnes, en las antípodas, podía dar curso a unas inflexiones y a un vocabulario abarcables solo por el teatro isabelino, incorporaba al aguamanil insinuante todas las palabras mágicas de la época. ¿Bastaba ordenarlas para provocar el hechizo? Es lo que cualquier escritor nacido sin competencia bélica estaba condenado a no poder hacer a nado. Las aguas virginales de Anna Livia Plurabelle ya existían. Poco tiempo después, el estancamiento las volvería hediondas.

Habría que reinventar literalmente la literatura del “profundo Sur”, que tanto debe a Talleyrand, Lafayette y Gallimard, para que valoráramos la influencia decisiva del Oeste Medio en la narrativa y la poesía norteamericanas. A esa facundia de librepensadores con antepasados menos gloriosos y polvorientos que los de Faulkner pertenece el elenco de Winesburg, Ohio: el médico y el pensador, los doctores Percival y Reefy, entre otros, Joe Welling y Alice Hindman, los entrañables Wing Biddlebaum y George Willard, y ese precedente un poco fantasmal que hoy bautizaríamos con culposa carraspera intertextual: El libro del grotesco. Apenas entran en el cuadro de las historias, cada uno de ellos adquiere el grado de animación necesario, su fisonomía Norman Rockwell, el confiado convencionalismo que la representación permitió establecer hasta que la guerra fría impuso su certamen de convencionales abstracciones expresionistas. No sé si alguien adaptó Winesburg, Ohio −averiguo por Wikipedia que sí: hay un film del 2008 que me da mucha pereza ver. Prefiero mi presupuesto inmaculado: Frank Capra contiene aún la esencia vibrante de ese optimismo supernumerario.

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