"Mansilla jamás dejó de hablar sobre sí mismo, aun cuando pretendía hablar de los otros"
Reeditan Una excursión a los indios ranqueles
Jueves 15 de diciembre de 2022
Saúl Sosnowski sobre el regreso de Lucio V. Mansilla a librerías en la reedición de Una excusión a los indios ranqueles por Marea Editorial: "Se descubre en Mansilla que todas sus páginas han cifrado la imagen deseada por su autor".
Por Saúl Sosnowski.
Aníbal Ponce definió a Lucio V. Mansilla (1831-1913) como “uno de los representantes más hermosos de la vieja sociabilidad porteña”. La figura de este dandy, que cultivó todo detalle de su imagen y de la mirada que sobre él podía recaer, era reconocida en salones literarios y círculos políticos internacionales, en las cortes europeas y en las tolderías de los indios. Cada espacio recibía el impacto de una presencia que desplazaba el cuerpo hacia los ajustes requeridos por ese medio. El “yo” se regocijaba ante el reconocimiento de sus múltiples facetas, se organizaba ante el placer producido por el ejercicio del poder, por la atención que ejercía al presentarse, por el espejo que reproducía infinitamente la elegancia de la moda.
Mansilla jamás dejó de hablar sobre sí mismo, aun cuando pretendía hablar de los otros. Así produjo vastas semblanzas de una época de transición que vería el desplazamiento de varios gobiernos y la incorporación de plataformas políticas que intentaban ajustar la dirección del país de acuerdo a las transformaciones demográficas y económicas de las últimas décadas del siglo XIX. Su papel histórico, político, jamás fue central para el desarrollo de las doctrinas oficiales, excepto en la organización de su vida privada y en la percepción de su impronta. Precisamente a causa de su diletantismo, de una apertura constante a la aventura, a la digresión, a la inconstancia de sus posiciones, Mansilla no logró obtener los cargos que otro orden le hubiera impuesto. Recibió el reconocimiento de presidentes e invitaciones a viajes de estudio: obtuvo la distancia que depura, informa y, también, salvaguarda al régimen del personaje que no puede responder a órdenes rigurosas. La falta de método en su “carrera” cuestiona el uso de este término; define, sin embargo, el estilo que organizó su larga vida.
La puesta al día con la moda, los reajustes constantes a la situación cambiante en Europa –“Europa nos da la norma en todo” (Una excursión…, p. 258)– resultaban más acordes con el constante traslado por el Atlántico que con la permanencia en los circuitos gubernamentales de la Argentina. Si bien se plegaba rápidamente a los altos círculos sociales de “la gran aldea”, la pleitesía que allí se le rendía no podía satisfacer a quien llevaba puesto –literalmente– el atuendo más reciente de “la civilización”. Solo la mirada admirativa de las capitales europeas podía recuperarlo de los orígenes de una zona que aún lidiaba con los asomos de la barbarie y con los enfrentamientos en los que Mansilla mismo había intervenido. Ante sí mismo y ante el resto del mundo, su figura exponía la victoria de la civilización. El ritmo curioso, la oscilación constante, el devenir de su pensamiento, las reflexiones a flor de piel sobre todo aspecto de la sociedad, solo podían surgir de la inquietud que obligaba a la salida, al traslado incesante entre puertos y modos de vida, entre aplausos y pacientes esperas de antesala: tonalidades que acusaban el desajuste de Mansilla ante toda imposición normativa. El movimiento febril de Mansilla responde, de algún modo, a la agitación que caracterizó las últimas décadas del siglo xix. El país se dirigía finalmente a la unidad nacional –largo proceso que iniciara una nueva etapa después de la derrota de Juan Manuel de Rosas en Caseros y de la redacción de la Constitución nacional al año siguiente (1853). Durante la década del 80, que prestó su fecha a toda una generación de escritores, se resuelve formalmente el conflicto “unitario-federal” mediante la transformación de la ciudad de Buenos Aires en Capital Federal de la república. El período de reconciliación nacional se inicia durante la presidencia de Nicolás Avellaneda y se consolida durante el mandato de Julio A. Roca. Fue este último precisamente quien había dirigido su vasta campaña del desierto contra el indio con el fin de asegurar las fronteras del sur para el adelanto de la economía nacional, que redundaría en los beneficios de ganaderos, terratenientes, y las crecientes proyecciones del puerto de Buenos Aires. La resolución del problema de la capital y de la presencia del indio se abre ante el ímpetu del liberalismo, ante el empuje del orden capitalista que se asoma a la boca nacional que todo lo incorpora y todo lo expele. La capital no cede de inmediato a las peculiaridades que acogen cálidamente el predominio de minorías selectas. Paulatinamente, sin embargo, comenzará a sentir el embate ya impostergable de las masas de inmigrantes que transformarán para siempre el perfil de la ciudad y del país. Los reductos aristocratizantes, los núcleos familiares y amistosos que habían regido sus intereses bajo la rúbrica de los beneficios nacionales, deben sostener el desafío que rubrica la presencia misma de nuevas tensiones sociales. La oligarquía se pertrechará tras sus propiedades con la fe en un progreso definido conforme a sus deseos de perpetuidad y sazonado con los valores traducidos de la “civilización europea”. Para mantener ese orden que garantizara la supervivencia de los “ideales de Mayo”, tal cual fueron interpretados por los que detentaban el poder –y por una línea sustentada notablemente por Facundo. Civilización y barbarie (1845) de Domingo Faustino Sarmiento–, Roca apoyó la construcción del ferrocarril y la formación de un ejército moderno. El lema de su gobierno, “Paz y administración”, anunciaba el inicio de la estabilidad lograda luego de décadas de guerras civiles e incursiones en territorio indio. El proyecto de unidad nacional proclamaba, asimismo, la integración del país al sistema internacional en el que, con algunas variantes de dramáticas proyecciones posteriores, se modelarían los papeles que le fueran asignados por Sarmiento en Facundo: Argentina abastecería a la civilización europea con la materia prima necesaria que esta pagaría con los productos manufacturados necesarios para el mantenimiento de las condiciones vigentes. La “Ley del progreso”, tan discutida por la Joven Generación Argentina, de 1837, adquiría ahora el rotundo sonido de los ferrocarriles dirigidos a la boca que organizaba su paladar según los designios del imperio británico. La nacionalidad se definía así, hacia afuera, mediante su integración al mercado capitalista internacional; hacia adentro, mediante el juicio del gusto por lo importado, por la adopción de doctrinas positivistas, por los amplios registros xenofóbicos del 80 contra el inmigrante traído, en parte, para reemplazar la función económica que le fue negada a la población nativa. La política nacional representaba, de este modo, los intereses de la clase que regía beneficiando con su legislación al terrateniente, al ganadero y a sus industrias subsidiarias.
Junto a estas transformaciones radicales del país, particularmente sensibles en la zona de Buenos Aires, surgió una preocupación por el estado mismo de una sociedad sometida a rápidos cambios y por la necesidad de diagnosticar sus “males” para formular las respuestas requeridas para la eliminación de sus “deficiencias”. No sorprende la adopción de credos aledaños al naturalismo, a las variantes científicas del positivismo, a la fe en el discurso político que podrá corregir o tan siquiera modificar esas nuevas tensiones. El culto a la razón y a sus posibilidades de interpretación y solución, constituyen otra fase del argumento de la época y de la ubicación de sus intelectuales. Son parte de ese sistema la intimidad del grupo que comparte los mismos gustos, aspira a los mismos reconocimientos y se articula en torno a las líneas de la simpatía que organizan la visión privilegiada de la sociedad y su futuro. Como en toda época que se percibe fundamental en el discurrir histórico del momento, esta también produjo múltiples aperturas hacia el texto literario. Pero si por un lado se dirigió a la producción concreta de la novela, por ejemplo, por otro se complació en la página ligera, la anécdota casual, la reproducción de la confidencia y la conversación animada. Se reproducía la charla ágil y despreocupada del que está afianzado en un recinto asegurado por los beneficios del privilegio recortado en torno al club social, al salón privado.
La conversación deviene, entonces, en deporte, acto literario, pose literaria. Por su lado, el oyente mantiene el silencio cómplice del que comparte la organización de esas reglas. Las causeries de Mansilla constituyen por ello una suma de fragmentos que proyectan ese arte de la conversación que lo definió y definió una época. Su publicación responde al encuadre de una mirada que ya desde el título apunta a su filiación europea. Cuadros, recuerdos, retratos, memorias, son lineamientos parciales que trazan la vertiginosa percepción de una historia acelerada. Más que por su calidad de documento literario y testimonial, valen por las pinceladas del mismo autor: al cabo de una extensa vida que no omitió la voluntad literaria, se descubre en Mansilla que todas sus páginas han cifrado la imagen deseada por su autor. El sinceramiento, la obsesión por subrayar la verosimilitud de lo narrado, la apertura jovial ante el interlocutor y la confianza solicitada a todo lector, son parte de la convención del que quiere ser visto como él mismo se ve. Ya las fotos de Witcomb producen esa imagen: sentado o parado, en actitud sobria o de reflexiva travesura, siempre está Mansilla dialogando consigo mismo, regocijándose con su propio esplendor, entreteniéndose con la distracción que solo él podía aportar (se). Si, como otros han afirmado, tras la obra total de un hombre se halla al final de su trayectoria el trazado de su propio nombre, en este caso se descubre la placa bruñida de una imagen que se alegra ante su reflejo. Esta es la definición de la presencia de Mansilla en las letras de su momento.
Desde su juventud en el Buenos Aires de Rosas, Mansilla desplegó una gran devoción a su propio deseo y voluntad. Debido a la fortuna de su familia –fortuna en su doble y notable acepción–, el desacato, la desobediencia juvenil o, posteriormente, la más seria contravención legal a órdenes civiles y militares solo le valieron llamados de atención cariñosos o viajes que lo llevaron a una mayor exacerbación de la aventura y del testimonio oral y escrito. Pero tras el goce del viaje también se hallaba el sentimiento rara vez mencionado de la desubicación, del desencanto ante la navegación con estadías provisorias. Estaba también, siquiera en las primeras etapas de su vida, la sensación del desafío, el llamado de lo desconocido, la invitación al recorrido del ojo azorado, y luego del guiño cómplice, por territorios cada vez más propios. Escribir una obra de teatro para responder a una apuesta –Atar Gull o Una venganza africana–, desafiar al senador José Mármol por afrentas cometidas contra su familia en la novela Amalia (1851), incursionar en territorio indio para negociar la paz imponiendo condiciones que respondían a su juicio individual, mostrarse adepto a la frenología (fe mantenida desde 1851), pronunciar en el parlamento dictámenes muy ajenos a los propuestos en torno a los indios en Una excursión a los indios ranqueles, son todas fases de un espíritu que practicaba la sorpresa y el goce como método de recuperación del “yo”. Esta es una de las características sobresalientes de Mansilla, más que cualquier sistema de lectura e interpretación compartidos por sus congéneres. Las transgresiones y los súbitos cambios eran tranquilamente descartados ya que, según él, “un hombre que piensa seis meses seguidos del mismo modo, en cuestiones temporales, está seguro de equivocarse”. Los vaivenes, el tono casual de la conversación, la lectura de una página con el solo fin de distraer, de compartir con alguien el momento ameno del divertimiento y la confidencia, destacan no solo una actitud hacia la literatura sino también la línea seguida en sus múltiples viajes, puestos, ejercicios periodísticos, diplomáticos y políticos. También explican la urgencia de sus travesías. Quizá, en asuntos de mayor peso y envergadura, aclaren las distancias que van de las páginas elegíacas y admirativas por ciertos aspectos de la organización de los ranqueles a sus propuestas ante la Cámara de Diputados en que, a causa de las características intrínsecas de la raza y de sus hábitos poco conducentes a la civilización, niega toda posibilidad de integración del indio a la ciudadanía nacional. De este modo, la “calaverada militar” –como denominara a su “excursión”– no produce a largo plazo la defensa de una política consecuente con los argumentos expuestos en su gestión ante los indios; responde, más bien, a la prepotencia y al cinismo que él mismo había criticado. También confirma las sospechas de su igual en las negociaciones, el cacique Mariano Rosas, sobre las intenciones del delegado cristiano y de las autoridades centrales.
La vida familiar, sufrimientos y alejamientos, la paz que recupera por cierto tiempo con sus segundas nupcias, se integran en el cuadro de una personalidad contradictoria y multiforme, Mansilla representó en innumerables pronunciamientos y gestiones versiones oficiales del Gobierno nacional. Paradójicamente, dadas algunas de sus opiniones sobre los inmigrantes, realizó varios estudios sobre la inmigración a la Argentina. Sus informes representan –sin obviar aspectos equívocos– la gama del debate en torno a este tema en momentos en que se temía por la supervivencia de los “valores nacionales”. En Buenos Aires se plegó periódicamente a la política; también a la revisión de todo protocolo de partido que pudiera exigir una lealtad constante. Gozó de inmensa popularidad en círculos sociales, intelectuales y gubernamentales, pero no logró las carteras ni los ministerios que hubiera deseado poseer. Sus viajes respondieron a misiones oficiales o a predilecciones personales; respondieron, asimismo, a la inadecuación de un estilo, a las exigencias de un proceso que requería, además de los llamados a la inventiva y la imaginación, la paciencia y la resignada dedicación del administrador.
Durante las etapas de movilización de la Guerra del Paraguay –con cuya conducción discrepó vivamente–, de negociaciones con los ranqueles, es decir, bajo toda circunstancia que exigiera la movilidad continua y le permitiera desarrollar cierta actividad independiente, Mansilla vivió algunos de sus mejores momentos. Pero aun entonces la sumisión incondicional a instancias superiores marcó los límites de su actuación. El cuerpo que actuaba, que sentía el control real, inmediato, de cada movimiento y cada acto, exaltaba sus posibilidades. El mando que no obtuvo en las esferas políticas fue derivado hacia otros ejercicios: el periodismo, los dictámenes públicos, la crónica que él mismo generaba con su conducta y comentarios. Precisamente aquello que ha legado páginas ejemplares del ingenio de su generación es lo que vedó la carrera circunspecta, la gestión formal. Durante los primeros momentos del romanticismo, el viaje del poeta a las capitales europeas en busca de musas, inspiraciones, influencias, adaptaciones, ajustes y modas de la cultura y el pensamiento político y económico a ser importados a círculos y salones literarios locales, produjo resultados que, como en el caso de Esteban Echeverría (1805-1851), tendieron a formular el ideario de la Joven Generación en torno a las etapas iniciales del país y de su credo liberal. Si bien el culto a la civilización y al progreso –término este que resumía ideales y que en época de Mansilla ya definía con mayor precisión un nuevo culto a la tecnología– no disminuyó en esta etapa, el viaje de Mansilla adquiere otra tonalidad. Adelantándose a escritores recientes que junto a la velocidad del jet ajustan sus relojes al cosmopolitismo de cualquier capital de occidente e integran un lenguaje universalizado a sus postulados literarios, Mansilla logró la comodidad del ciudadano que interpela toda manifestación en su propio lenguaje. Lejos de la vergonzante imagen del rastaquoere, este pudo integrarse con soltura a todo círculo formal, diplomático y cultural. Practicaba desde sus inicios el idioma internacional de la élite, el endulzado reconocimiento de almas afines, la aceptación del modelo civilizado que podía emerger de un país sumido aún en los dilemas concretos y violentos del enfrentamiento formulaico y real de “civilización y barbarie”.
Todo esto apunta a una figura que representa un momento histórico único en que las posibilidades de consolidación nacional se fraguan junto con el ingreso definitivo del país a la órbita entonces regida por Inglaterra. Al margen de la literatura que enuncia esas tensiones y que señala motivos que aún perduran en ciertos sectores, las páginas sueltas de Mansilla conforman la crónica interna de un debate y los perfiles de los personajes que protagonizaron, desde múltiples niveles, uno de los virajes más definitorios del país.
El arte conversatorio, que ha definido a la Generación del 80, y que ha impuesto la rúbrica de causeur a un estilo peculiar, no ha perecido en la transitoriedad de su enunciado gracias a las crónicas registradas por Mansilla. De la misma manera, la excursión –¡y no la campaña!– a los indios ranqueles llevada a cabo por iniciativa propia y que dentro de la historia formal carece del peso que su autor hubiera querido asignarle, ha perdurado por la magnitud y trascendencia literaria que posee la crónica que ha organizado esos hechos. No sería sorprendente que la permanencia histórica de Mansilla a través de Una excursión a los indios ranqueles corrobore esa intuición, esa sospecha igualmente definitoria de su núcleo y alguno de sus máximos herederos de una producción ideal de la historia mediante los lineamientos literarios que parcializan, reconstruyen y, en última instancia, legan otras variantes de la historia real.
Fiel a los principios que enunciara en Facundo y en documentos posteriores, durante su presidencia Sarmiento impulsó la expansión de las fronteras con el fin de incorporar territorio indio a los dominios del orbe civilizado, es decir, al desarrollo de la economía nacional. Continuaba así con un proyecto desarrollado durante gobiernos anteriores pero que había sido abandonado durante los últimos años. A fines de 1868 Mansilla fue destinado a Río Cuarto para comandar el sector de fronteras Córdoba-San Luis-Mendoza y para participar, de hecho, en esta política. En febrero de 1870, Mansilla concertó un tratado de paz con los ranqueles sin consultar a su superior, el Gral. José Miguel Arredondo. El presidente procedió a hacer algunas enmiendas al documento que provocaron el descontento de Mansilla al percibirlas como obstáculo a su gestión y como posibles causas de anulación del tratado, además de impugnar sus negociaciones. Al hacer públicas sus desavenencias en la prensa de Buenos Aires, Sarmiento le hizo llegar ciertas reconvenciones a su conducta, moderadas para la gravedad del caso. Los ranqueles aceptaron las enmiendas al tratado pero desconfiaban, y con razón, de algunas cláusulas y del trámite parlamentario necesario para su ratificación. Ante esta nueva situación, Mansilla solicitó la venia del Gral. Arredondo para dirigirse en persona y con una escolta reducida a las tolderías del cacique Mariano Rosas para demostrarle la buena fe que debía inspirarle lo acordado. El 30 de marzo de 1870, Mansilla salió con su partida. La expedición duró dieciocho días.
A partir del 20 de mayo, los lectores de La Tribuna de Buenos Aires pudieron leer las cartas redactadas por Mansilla sobre un acto audaz que representaba una vez más las características del que violando todo canon protocolar, y aun de sensatez, procedió a crear una saga que posee un impacto literario mayor que el resultado concreto de la excursión. Fue tal el éxito de las cartas que, a instancia de Héctor Varela, se publicaron en dos tomos bajo el título actual. La obra fue premiada en 1875 por el Congreso Internacional Geográfico de París. Dos años más tarde se publicó una “edición autorizada” en Leipzig. Mansilla aprovechó la crónica de la expedición para exponer sus opiniones sobre una variada gama de aspectos sociales, políticos, filosóficos, etc. Sus apreciaciones del modo de vida de los ranqueles poseen el asomo del antropólogo aficionado que no escatima oportunidad alguna para centrar gran parte de sus páginas en una reflexión sobre los problemas más amplios de civilización y barbarie, la “cuestión de los indios”, el sentido del progreso y el futuro de su país. Todo ello desde la óptica ineludible que subraya su presencia. La fuerza que coordina un enunciado personal es inevitable, además, al apelar al recurso epistolar como medio de acercamiento a la inmediatez y a la verosimilitud de la crónica de viajes.
Una excursión a los indios ranqueles es ante todo un “libro de viajes” y, como tal, hubiera podido resguardarse en los cánones de una antigua tradición literaria. En este caso, sin embargo, el viaje constituye un recurso para proponer una visión singularmente personal de los problemas que aflorarían con mayor vigor en la década siguiente. Las cartas están dirigidas explícitamente a un lector entendido en la materia: Santiago Arcos (h), autor de Cuestión de los indios. Las fronteras y los indios (1860), quien había abogado por una ofensiva contra los indios. Más allá del interlocutor –quien había respondido en La Tribuna con notas de viaje, “Sin rumbo ni propósito”– Mansilla reconoce la presencia de un público más amplio. Si Arcos es el cómplice inmediato para quien las vagas alusiones sobreentienden la existencia de código común, Mansilla quiere acceder al público que este representa. La conversación privada se hace pública: el oyente se multiplica para hacerse eco de estas ideas y plegarse a sus apuestas al futuro. Mansilla anhela el reconocimiento de la generosidad de sus actos. Al margen de las convenciones del género epistolar, ello explica su creciente atención al público –lo cual implica, a su vez, una consideración mayor por el ejercicio de las letras. Como para otros hombres de su generación, esta práctica no era exclusiva; formaba parte de un cuadro más amplio en el que se integraba el ser escritor como una de las “amenidades” del hombre formado. Se nota, sin embargo, un acercamiento a la profesionalización del escritor que se transformará en norma, siquiera fundada teóricamente, en décadas subsiguientes.
En varias ocasiones Mansilla apunta que el ser escritor le permite recuperar historias que de lo contrario se hubieran perdido. De este modo reitera el énfasis en la veracidad de lo narrado –todo lo cual le permite iniciar digresiones que, con algún acierto, denomina “trigales de la pedantería” (p. 50). Considera que el mundo real y el imaginario no son tan ajenos ni distantes entre sí. Puede por lo tanto aventurarse en lo imaginario para recalcar, ante la posible duda del lector, que lo narrado es absolutamente cierto. El énfasis en la verosimilitud no es solo parte de la convención del momento que aún imperaba mediante las filiaciones con el realismo, sino también prueba de la intención de acercar sus descubrimientos a los sectores bonaerenses que ignoraban todo aquello que se hallaba fuera de su circuito inmediato. Reiteradamente Mansilla clama por la necesidad de conocer aquellos aspectos y territorios del país que no responden a las exigencias de los barrios cultos (ver, por ejemplo, p. 69). Conocer la fisonomía del país, los hábitos y tradiciones de los indios –además de ser obligatorio para todo jefe de Estado (p. 203)– permitirá la formulación de una política acorde con ese panorama y explicará las razones de la hostilidad india hacia la autoridad central.
En términos pragmáticos, Mansilla aboga por el conocimiento del país en tonos que recuperan las proclamas de generaciones anteriores. Consciente de la influencia europea en la legislación, los hábitos, la moda cultural y vestimentaria –habiendo sido él uno de sus mejores exponentes–, la estadía en Tierra Adentro impone su propio sello. Si bien discrepa en otros detalles con lo expuesto por Echeverría, los versos de La cautiva le sirvieron de epígrafe para regir algunas de sus cartas; si se opuso a Sarmiento en planteos políticos, coincide con ambos en la necesidad de recorrer el país, de tener una clara conciencia del desierto, de lo que este produce y modifica en las relaciones humanas. De este modo se establece una línea que, repito, a pesar de serias discrepancias de fondo y de actitudes, exige un primer plano de conocimiento local, una relación directa –sea esta positiva o negativa– con el espacio en el que se desenvuelve un presente inalterable.
Retomando las tesis de Sarmiento en un tono elegíaco y amargo más que determinista, Mansilla observa con admiración al gaucho y critica a los políticos que lo han perseguido y a los poetas que lo han caricaturizado en vez de cantar sus valores y su destino. Aunque en otra parte Mansilla reconoce que Europa rige todo lo que se hace en su país, aquí dice:
La monomanía de la imitación quiere despojarnos de todo: de nuestra fisonomía nacional, de nuestras costumbres, de nuestra tradición. Nos van haciendo un pueblo de zarzuela. Tenemos que hacer todos los papeles, menos el que podemos. Se nos arguye con las instituciones, con las leyes, con los adelantos ajenos. Y es indudable que avanzamos. Pero ¿no habríamos avanzado más estudiando con otro criterio los problemas de nuestra organización e inspirándonos en las necesidades reales de la tierra? (p. 166).
El comentario posterior –asomo pudoroso de rigor–, “Yo no soy más que un simple cronista, ¡felizmente!” (p. 166) está claramente desmentido por los alegatos apasionados que lo desvían de la mera crónica y el simple registro del viaje para hacer de ellos instrumentos que lo llevan a exponer su propia plataforma política. A casi veinte años de Caseros, de una Constitución que debió haber encauzado una dirección nacional, el debate de los caminos a seguir, de los dilemas promulgados por la imitación frente a la búsqueda de un ser nacional, apoyan las disquisiciones que habían sido centrales para la Joven Generación de 1837. Están de por medio las desilusiones de las guerras civiles y los falsos argumentos que las justificaron como etapa necesaria hacia la libertad; está también la amargura de “la civilización y la libertad” que arrasaron al Paraguay (p. 69). Mansilla dista de proponer una política aislacionista; sugiere, más bien, una mirada hacia el interior del país con la simplicidad del cartógrafo que necesita registrar objetiva y científicamente cada altibajo del terreno. Siguiendo los términos de otras discusiones, propone el conocimiento del territorio como etapa previa a toda formulación política y como estrato fundamental para la organización social del país.
La excursión a los ranqueles en parte le sirve, pues, como eje central para plantear la estructuración del país, de la misma manera en que la biografía del caudillo Facundo Quiroga fue el medio más eficaz para que Sarmiento formulara un diagnóstico de la República Argentina. En otras palabras: la crónica de los sucesos en sí ocupa, naturalmente, la vasta mayoría de las páginas del libro –es, después de todo, una crónica de viaje–, pero de los detalles surgen los apartes necesarios para reconstruir las preocupaciones de otra época de transición. De allí la importancia de la descripción de los indios y sus costumbres como parte de la discusión en torno a “la cuestión de los indios”, de los alegatos sobre los gauchos, de los llamados de atención sobre la política del momento, de la pasión con que aboga por “su” tratado. Y atravesándolo todo, la presencia ineludible de un “yo” que se magnifica, se alza por encima de toda circunstancia, y que en cada etapa muestra los ajustes del cosmopolita a las condiciones rudimentarias; el militar a su disciplina rígida y a la comprensión humanitaria; del cristiano que prodiga “la verdad” a los salvajes; del político que reconoce la necesidad del ferrocarril como baluarte del progreso que cruzará el territorio del indio.
Tras “la cuestión de los indios” yacía, indudablemente, la eficacia y rapidez con que podrían ser “liberados” esos territorios con el fin de sumarlos a la explotación agrícola y ganadera. Más que consideraciones humanitarias, propias de todo discurso “civilizado”, se dejaba oír el ruido sordo de los trenes y la red que desembocaba en el puerto de Buenos Aires. “Destrucción”, “asimilación”, “educación”, “salvación”, eran términos que homologaban los lemas de Dios-rey-oro de otra conquista. Por un lado, “Hay en ellos (los indios) un germen fecundo que explotar en bien de la religión, de la civilización y de la humanidad” (p. 200); por otro, como Mansilla lo reconoce apesadumbrado, la civilización sembró el terror, la muerte y la desconfianza en las tolderías. Los ecos de los cronistas se dejan oír en voces ambiguas que pregonan bienes absolutos y salvaciones eternas junto con la prédica a la resignación, al acatamiento de sanciones políticas que de ninguna manera podrían alcanzar los beneficios declarados en arengas y documentos poco persuasivos. Se imponía la realidad concreta de la conquista.
Coincidieron con el debate sobre los indios la política inmigratoria y el etnocentrismo que proyectaba destinos exaltados para la Argentina, en base a cierta “homogeneidad racial”. Los mismos argumentos que luego fueron esgrimidos para restringir la inmigración de ciertos países fueron utilizados para limitar la capacidad de integración del gaucho y del indio a la cambiante economía y sociedad nacional. Nuevamente, aunque sin llegar a extremos similares, parecía evocarse la discusión sobre la existencia del alma y la posible salvación de ciertos grupos nativos. La moral del momento exigía salvaguardar la civilización; para lograrlo, la marginación total del indio no era un índice de criminalidad oficial.
Como ya se ha indicado antes, el Mansilla de la Cámara de Diputados se había alejado hacia posiciones diametralmente opuestas a la exaltación del indio que había desplegado en sus cartas. Si bien Mansilla jamás dejó de lado su rango y privilegios, al alejarse de las comodidades materiales de la civilización, se pronuncia a favor de la vida rudimentaria, del retorno a la placidez de la naturaleza, a una comunión mayor con el campo.
Sin asimilar las nociones del “buen salvaje”, adopta una actitud paternalista hacia los indios como núcleo abstracto –cuando la impaciencia ante su protocolo y algunos de sus hábitos ceremoniosos no lo obligan a moderar su entusiasmo. El entusiasmo es fácil de explicar: se trata de “una excursión”, una salida limitada de un sistema de vida –por demás monótono durante su estadía en Río Cuarto– a otro en el cual la aventura y el peligro promueven un entusiasmo mayor al deber patriótico. Su mirada abarca el conocimiento profundo y la apertura a nuevas experiencias, pero es la mirada cautelosa del visitante dedicado a registrar minuciosamente cada incidente de la travesía y a llevarse un recuerdo grato de su estancia: el logro de su cometido.
En algunas cartas, Mansilla considera al indio con escrúpulos propios de un antropólogo interesado en documentar los sistemas de parentesco, relaciones sociales, indumentaria, alimentación, con extensos párrafos dedicados a su lenguaje. Pero es un “antropólogo” viciado por los cánones y las preferencias citadinas: los indios son comparados incesantemente según las pautas de la civilización. La admiración por alguno de ellos se basa en los logros que lo acercan a modelos prefijados y a sus propias preferencias. Son llamativas en este sentido las cartas dedicadas a la organización gubernamental de los ranqueles, las jerarquías estrictas y los sistemas de negociación empleados durante los encuentros con varios caciques y en la gran asamblea de los líderes tribales. Así desfilan ante él el cacique Ramón, Epumer, Mariano Rosas, Baigorrita y Caiomuta. Pero para explicar sus actos, para imbricarlos dentro del contexto de sus lectores, son incorporadas citas de Byron, Shakespeare, Platón, Rousseau, Pascal, Voltaire, Hugo, Moliere, sin dejar de lado a fray Luis de León, la Biblia y aun a fray Gerundio de Campazas: índice parcial de su biblioteca y de las lecturas de sus congéneres; índice que lo acerca, además, a sus lectores permitiéndoles ubicar lo nativo mediante el bagaje cultural de Occidente cuya imitación no ha sido totalmente descartada.
Entre los temas aledaños a la política india se hallaba el problema de los cautivos. Con el tacto diplomático que reconociera de inmediato en el cacique Mariano Rosas, Mansilla abordó su caso y el de otros que residían en las tolderías contra su voluntad (cf. el caso del Dr. Macías, carta LVI). También aprovechó estas ocasiones para filosofar sobre el destino de las mujeres en general, y así acercarse a la intimidad de una organización social que no compartía los códigos morales a los que él había sido expuesto. Frente a las desgracias muestra compasión, sin dejar de mostrar su característica (y reconocida) impaciencia ante toda demora a sus solicitudes. La presencia de los sacerdotes y sus misas de campaña lo reconfortan. El servicio religioso promueve, a su vez, la elegía y la adoración de un sentimiento que lo lleva a proclamar la necesidad de imponer el cristianismo en esas regiones. Su estadía en las tolderías también fue propicia para apadrinar niños. De este modo se acercaba a la sociedad de los caciques, se obligaba por nuevos lazos familiares a cumplir con sus promesas. No deja de ser significativo que el sobrino de Juan Manuel de Rosas parlamentara con Mariano, cuyo apellido le fue otorgado por ese mismo Rosas. Irónicamente, el baluarte de un estilo y uno de los representantes más poderosos de las fuerzas nativas se acercaban a negociaciones, cuyas violaciones no se harían esperar, bajo el signo que homologaba sus contradicciones en este nuevo encuentro.
Al margen de concepciones diferentes del mundo –documentadas en la carta XLI–, Mansilla organiza el enfrentamiento (aunque sin coincidir en todo con Sarmiento) proyectándolo a las fuerzas de la civilización y la barbarie. Consciente del estado de vida de los indios y de los múltiples daños infligidos por la civilización, Mansilla acepta con humildad, y dándoles la razón a los indios, la extensa nómina de violaciones, malos tratos y aun negligencia en la transformación de estos pueblos en fuerzas de trabajo efectivas. Ante este alegato, Mansilla solo puede apelar a futuros cambios en las relaciones entre estas fuerzas sin tomar nota de que ello implicaría la destrucción final de su sistema de vida –resultado que, por cierto, contaría con su apoyo incondicional. Es en estas disquisiciones –más frecuentes a partir de la mayor compenetración con el sistema de vida de los ranqueles– que abundan las intenciones del tratado: la civilización tiene claros designios de expansión agrícola y ganadera, el incremento del comercio, la construcción de nuevas líneas ferroviarias. “Todos somos hijos de Dios, todos somos argentinos” (p. 304) es la frase mágica que intenta apelar a un sentimiento patriótico como solución al despojo de tierras, a la culpa blanca de no haber educado al indio. Sin culpas de liberalismos tardíos, estos argumentos subrayan el carácter militar de la expedición y las alianzas del Gobierno con los terratenientes que exigían la seguridad de las fronteras. Todo el sincero romanticismo, la ilusión y el ensueño provocados por la naturaleza, el momento idílico en que la vasta soledad y los paisajes imponentes lo acercan a la felicidad y el asomo al infinito, también caen ante la verdad última: la tierra controlada aún por el indio.
Civilización y barbarie, cristianismo e idolatría, son las fuerzas que se batirán en estos encuentros (p. 32). Los primeros términos de esta ecuación variarán conforme Mansilla se interne tierra adentro y deba acomodarse a las exigencias de la pampa (cf. pp. 67-68) sobre los hoteles que le sirven para lanzar una crítica acerba sobre los fracasos de la civilización y el malgasto de los fondos públicos en la guerra. Frente al agotamiento de las ciudades y de los bastiones europeos, se siente renacer en un espacio que ofrece contrastes, promueve la imaginación, permite polemizar con los que apoyan el exterminio de los indios en vez de plegarlos al trabajo y la defensa común para evitar así el ya quejumbroso exceso inmigratorio (p. 69). Es un territorio que permite vislumbrar el futuro idílico en que la naturaleza comulgará con la economía, en que las comarcas desiertas que carecen de interés artístico servirán para la cría del ganado y la agricultura (p. 78). La civilización está íntimamente ligada con el comercio. El paisaje, pues, deberá ser propicio para el intercambio y los indios deberán adquirir el hábito del trabajo (deseado, según sus caciques) con el fin de sumarse a un proyecto que, bajo otro régimen gubernamental, dejará de ofrecer variantes de la barbarie dentro de sus propias ciudades. El país ofrece para Mansilla una serie de cuadros opuestos, propios, según él, de todo pueblo en vías de organización. Mediante estos cuadros que muestran las deficiencias administrativas de la nación, critica la política no planificada que se proyecta en la inmigración y que desmiente el “gobernar es administrar” –variante de ese otro lema “gobernar es poblar”, de Juan Bautista Alberdi (p. 175). Ante la desilusión que siente por la barbarie refinada que penetra en las ciudades, por las guerras y revoluciones hechas para acceder al poder, percibe que la organización de los indios es superior por cuanto se somete a una legalidad propia basada en los principios y no en el culto a los hombres (p. 191) ni en el abuso de la autoridad (p. 216).
A medida que se acerca a las últimas cartas aumentan las disquisiciones sobre este tema. Si desde las primeras páginas notábamos que esta crónica de viajes excedía las convenciones del género, ya hacia el final la crónica de la aventura se cierra en torno a una plataforma doctrinaria sobre la cuestión de los indios. Fiel a sus propios dictámenes, Mansilla es ambiguo en la traducción de sentimientos contradictorios a lineamientos programáticos. La violenta y simbólica conjunción de civilización y barbarie que sintió al ver a su ahijada con el vestido de la Virgen de la Villa de la Paz robado en un malón (p. 329), se endurece al alejarse del contacto primitivo. La admiración que siente por el cacique Ramón (cartas LXV-LXVI) no solo se debe a su artesanía; también responde a su riqueza, al lujo que puede gastar la familia, a las necesidades de paz que emanan del que tiene qué perder. Con él se entabla una mancomunidad de intereses que excede la mirada curiosa sobre el ranquel para reconocer –manteniendo las distancias que el rigor formal le impondría– a un exponente superior de esa cultura. No es casual que sea el cacique Ramón el promotor de estas consideraciones:
Tanto que declamamos sobre nuestra sabiduría, tanto que leemos y estudiamos, ¿y para qué?
Para despreciar a un pobre indio llamándole bárbaro, salvaje; para pedir su exterminio, porque su sangre, su raza, sus instintos, sus aptitudes no son susceptibles de asimilarse con nuestra civilización empírica, que se dice humanitaria, recta y justiciera, aunque hace morir a hierro al que a hierro mata, y se ensangrienta por cuestión de amor propio, de avaricia, de engrandecimiento, de orgullo, que para todos nos presenta en nombre del derecho el filo de una espada, en una palabra, que mantiene la pena del talión, porque si yo mato me matan; que, en definitiva, lo que más respeta es la fuerza, desde que cualquier Breno de las batallas o del dinero es capaz de hacer inclinar de su lado la balanza de la justicia.
¡Ah! Mientras tanto, el bárbaro, el salvaje, el indio ese que rechazamos y despreciamos, como si todos no derivásemos de un tronco común, como si la planta hombre no fuese única en su especie, el día menos pensado nos prueba que somos muy altaneros, que vivimos en la ignorancia de una vanidad descomunal, irritante, que ha penetrado en la obscuridad nebulosa de los cielos con el telescopio, que ha suprimido las distancias por medio de la electricidad y del vapor, que volará mañana, quizá, convenido; pero que no destruirá jamás, hasta aniquilarla, una simple partícula de la materia, ni le arrancará al hombre los secretos recónditos para la marcha (p. 369).
La selección de la sociedad argentina está basada en torno a criterios sentimentales, los menos, y utilitarios en cuanto al papel a cumplir en el progreso nacional, los más. Las páginas que le dedica al gaucho están destinadas a deslindar al “paisano gaucho” del “gaucho neto” (p. 292), el que puede ser útil para la industria y el trabajo de campo y el que solo podrá desaparecer dejando un vacío adicional en la historia y la tradición nacional si no ya en las fuerzas que arrecian con su transformación global.
Mansilla reconocía la propiedad a través de la producción de la tierra. Al entrar a Leubucó tomaba posesión de la comarca, siquiera simbólicamente, en nombre de la civilización, del cristianismo, de la futura explotación del territorio. “Vivimos en los tiempos del éxito” (p. 122), afirma, y ese sentimiento se derrama sobre sus sueños: el surgimiento de Lucius Victorious Imperator (p. 180 y ss.) que reemplaza a esa inicial modestia (falsa) de coronel que no sabe de constituciones. Solo acompañado de pocos soldados y frailes, adopta la postura del patriarca benefactor, del conquistador pacífico que descubre, somete y entrega las tierras luego de soñar fugazmente en regirlas. El sueño perdurará a través de su estadía entre los ranqueles, hasta que al salir de esa zona se verá frente al cacique Ramón como “un pobre diablo, un fatuo del siglo xix, un erudito a la violeta...” que debe reconocer que el mundo no se estudia en los libros sino en el diálogo directo de la práctica social (p. 361).
El ensueño romántico, sin embargo, perdura mientras mantiene un contacto directo con los ranqueles. Regido por epígrafes de Comte y Emerson, el epílogo proclama la alteración final de los ranqueles. Su tierra espera “brazos y trabajo” (p. 383) para implantar su grandioso destino. Por ello los ranqueles deberán ser “exterminados o reducidos, cristianizados y civilizados” (p. 383) porque “la triste realidad es que los indios están ahí amenazando constantemente la propiedad, el hogar y la vida de los cristianos” (p. 384). No hay ambigüedad alguna en cuanto al destino de este pueblo. La única solución, en aras de la propiedad y el avance de los cristianos será su fusión dentro del pueblo argentino (a pesar de lo citado de la p. 369). Escudándose, creyendo en la sabiduría del momento fugaz, aboga por la fusión como medio para mejorar las condiciones del pueblo. Deberán desaparecer en cuanto ranqueles. Con clemencia, la civilización los hará parte del criollo, les enseñará el amor al trabajo para que el malón deje de ser su único modo de supervivencia. También para que la frontera carezca de límites a la expansión de la propiedad terrateniente. Mansilla acepta este destino, es parte de la historia que ha diseñado esos pasos, y solo pide que el elusivo término “justicia” se plasme con el desarraigo de estas tribus.
Los dueños de la historia (y de la tierra) se harían cargo de alterar este lenguaje con sonidos ajenos a esos esperanzados proyectos de fusión. También Mansilla alteraría su visión. Poco tiempo después de publicado Una excursión a los indios ranqueles se sellaría la decisión de emprender otra campaña del desierto. Sus alcances se verían coronados con la presidencia para el general que encabezó la campaña. Finalmente, el desierto había sido transformado. El país estaba firmemente encarrilado en una nueva etapa de su unificación cuyos resultados no han dejado de repercutir hasta el día de hoy. Dentro de esta trayectoria, Mansilla resumió una época y las dos cuestiones capitales que se centraban en torno a la expansión demográfica como resultado del impulso y el desarrollo de la economía: la cuestión del indio y los programas de inmigración. Si perdura en la historia es porque más allá de las consideraciones sociológicas y políticas que animan muchas de estas páginas, Mansilla también ha logrado conjugar la suma de las fuerzas que compusieron su época. En momentos en que el país emprendía la vía al progreso en términos dinámicos de modernización dirigidos hacia el mundo externo con la internacionalización de sus funciones, Mansilla condensa en su libro de viajes, de fronteras, la mirada hacia adentro. Lo hace desde la perspectiva del poder, del derecho aceptado que legaliza el sojuzgamiento del indio, un ser que –según descubre en esos días– es superior a sus prejuicios, pero que de todos modos debe ceder el paso de su existencia a las fuerzas del futuro.
Alternando la política con la literatura, el humorismo sutil con una “erudición a la violeta”, el humanismo con la xenofobia de la época, Mansilla abarca esas preocupaciones. Lo logra imponiendo un estilo y perfilando ese “yo” tan proclive al gesto definitorio como condensación de una moda, como instrumento de supervivencia de una clase.