"La carta era el espacio menos vigilado por la policía literaria"
Por María Gainza
Jueves 16 de junio de 2022
"Descubrí que el género epistolar era como un arenero, el lugar donde todo estaba permitido, desde la reflexión más profunda a la divagación absoluta; sus únicas reglas parecían ser el uso de la primera persona y el envío del texto dentro de un sobre": la autora de El nervio óptico presenta su antología epistolar La carta perdida (Fundación Andreani), con textos de Sergio Bizzio, Cynthia Rimsky, Marina Closs, Fabio Kacero y más.
Por María Gainza.
Hubo una época en la que, todavía apegados a la lógica de la carta, mentíamos: “No recibí tu email” y el otro nos creía. Ahora sabemos que ese ardid, por muy bien actuado que esté, ya no funciona. Un email no solo llega rápido, sino que llega siempre, aunque en el camino pueda dejar el alma. Recuerdo los primeros que escribí; eran vigorosos, detallistas, aún apegados al placer de redactar cartas. Luego se volvieron ejecutivos, lacónicos y chatos. Había comenzado la caída, pero todavía tenía la decencia de avergonzarme cada vez que mandaba un: “Ok dale, gracias” con la sintaxis y la puntuación al límite. Es curioso cómo la decadencia se precipita, mientras que el progreso se escalona. Tampoco podía imaginar entonces que el deterioro seguiría avanzando. Años después, el WhatsApp, como el Capitán Vértigo con su descarga eléctrica, en cuestión de meses me carbonizó por dentro. Ahora emito un: “k, gs” y no se me mueve una ceja. Como decía Capote: “Oh, querida, no me dejes comenzar”.
Tengo una caja de zapatos que rebalsa de cartas. Es increíble la de cartas que escribíamos entonces. Creo que R., el de las cartas largas, se ha ido a España, está divorciado y construye puentes. Cuando era chico R. no dejaba márgenes al escribir porque la idea del espacio en blanco le producía angustia. Comenzaba con un estilo grandilocuente: “Querida, así se han dado las cosas”, e inmediatamente se lanzaba a las enormes minucias cotidianas: “Ayer me hice una tortilla de papa” y remataba: “Cómo me gustaría volver a ese 22 de agosto”.
Algunas de mis cartas necesitan ser descifradas, o bien porque no recuerdo a qué se refieren, o bien porque la letra es ilegible, pero la mayoría son claras porque la gente de antes tenía buena caligrafía. Gran parte de mi educación literaria se la debo a las cartas que escribí y leí de chica. El tipo de cartas que una escribía inventando o inventaba leyendo. Solía escribir mucho durante el verano, cartas donde ya se anunciaban las veleidades de mi corazón.
Después empecé a escribirlas en el colegio; actuaban como sales de amoníaco durante las clases de Educación Cívica. Esas cartas ya no eran exclusivamente sobre mí; incluían ahora párrafos largos sobre los profesores, conversaciones escuchadas en el baño de chicas, escenas espiadas en el recreo. En esos ejercicios literarios me di cuenta de algo que me acompañaría para siempre: nada me parece más profundo que lo trivial.
En algún momento robé de la biblioteca de mi padre una edición de Las mejores cartas de la historia (Simon and Schuster, 1940) y descubrí que el género epistolar era como un arenero, el lugar donde todo estaba permitido, desde la reflexión más profunda a la divagación absoluta; sus únicas reglas parecían ser el uso de la primera persona y el envío del texto dentro de un sobre.
Darwin le escribe a Joseph Dalton Hooker y ensaya: “Por fin un rayo de luz ha entrado, estoy casi convencido (en directa oposición a mi idea inicial) de que las especies no son (es como confesar un asesinato) inmutables”. El futuro Pío II embroma a un mercader sienés: “El mensajero papal me trajo tu carta, que más apropiadamente definiría como una mezcolanza. No entendí una sola palabra y aquí no hubo nadie que pudiese leer tus caracteres, por lo tanto, es como si no me hubieras escrito nada”. Chesterton, desternillante: “Querida Mildred: Al levantarme esta mañana, lavé cuidadosamente mis botas con agua caliente y embetuné mi cara. Luego, bajé a desayunarme y alegremente vertí el café sobre las sardinas y puse el sombrero a cocer en el fuego. Estas actividades le darán una idea de mi estado de ánimo”. Wilfred Owen expone su visión de la guerra: “El año pasado estaba despierto en una tienda ventosa en medio de un campamento vasto y horrible. Aquello no parecía Francia ni Inglaterra sino una especie de corral en donde se tienen unos días las bestias antes de enviarlas al matadero”.
Pero fueron las cartas de Madame de Sévigné a su hija las que elevaron mi robo a la categoría de las bellas artes.
París, domingo 26 de abril de 1671.
Hoy es domingo; esta carta no saldrá hasta el miércoles. Pero esto no es una carta, sino un relato que acaba de hacerme Moreuil, para que os transmita, lo que sucedió en Chantilly con respecto a Vatel.
He aquí el asunto con sus detalles: el Rey llegó el jueves por la noche; la caza, la iluminación, el claro de luna, el paseo, todo salió a pedir de boca. Se cenó, y hubo algunas mesas donde faltó el asado por haber concurrido más comensales de los que se había calculado. Eso afectó a Vatel, a quien se le oyó decir en varias ocasiones: “He perdido el honor, esto es una vergüenza que no podré soportar”. A Gourville le dijo: “La cabeza me da vueltas, llevo doce noches sin dormir, ayudadme a dar órdenes”. El asado que había faltado, no por cierto en la mesa del Rey sino en las de los veinticinco comensales que llegaron imprevistamente, se aparecía constantemente a su imaginación. Gourville se lo dijo al Príncipe. Éste fue hasta la habitación de Vatel y le habló: “Vatel, todo marcha bien; la cena del Rey ha sido excelente”. Él respondió: “Monseñor, vuestra bondad me confunde aún más; sé que el asado faltó en dos mesas”. “Nada de eso —agregó el Príncipe—, no os atormentéis, todo va bien”.
Llegó la hora de los fuegos artificiales: fracasaron estos a causa del mal tiempo, ¡y habían costado dieciséis mil francos! A las cuatro de la mañana Vatel sale y se encuentra con que todo el mundo duerme; ve sólo a uno de los proveedores del pescado, que le llevaba apenas dos cargas, y le pregunta: “¿Esto es todo lo que me traéis?”. El otro responde: “Sí, señor”. Ignoraba que se había enviado por él a todos los puertos de mar. Vatel espera algún tiempo; los otros proveedores no llegan. Su cabeza se trastorna creyendo que no tendría más pescado que aquel.
Encuentra a Gourville y le dice: “Señor, no sobreviviré a este nuevo bochorno”. Sube Vatel a su habitación, apoya la espada contra la puerta y se atraviesa el pecho. Pero no murió hasta el tercer golpe, ya que los dos primeros no fueron mortales. El pescado mientras tanto llega de todas partes. Se busca a Vatel para que lo distribuya, mas no se da con él. Van a su cuarto, llaman, derriban la puerta, y lo encuentran bañado en su sangre. Corren con la noticia a casa del Príncipe, que manifiesta su desesperación. Llora el Duque, que fundaba en Vatel su viaje a Borgogna. El Príncipe, dirigiéndose al Rey, expresó tristemente que cada cual entiende el honor a su manera; se elogió mucho a Vatel, y al mismo tiempo se censuró su determinación extremada. Entre tanto, Gourville trató de reparar la pérdida de Vatel y lo logró. Se almorzó muy bien, se merendó, se cenó, se paseó, se jugó y se fue de caza. Todo estaba impregnado de un mágico encanto, y se percibía en torno el aroma del junquillo. Ayer, que era sábado, se hizo lo mismo.
Y el cuento se acabó. Y si os mando tantos detalles es porque yo, si me encontrara en vuestro caso, desearía que me los enviaran.
Ah, ¿entonces una carta podía estar abierta a todos los caprichos de la inteligencia? Podía ser tan fantástica como un cuento, tan chisporroteante como una charla, tan absorbente como una crónica, tan aguda como un ensayo y tan cimarrona como un poema. La carta era el espacio menos vigilado por la policía literaria y eso le otorgaba una hermosa impunidad.
Bajo ese signo nació La carta perdida. La idea era simple: el envío por correo postal de textos que viajarían por carta, pero que no serían una carta exactamente. Textos inéditos —cuentos, perfiles, improvisaciones jazzísticas, prosas vagabundas— de mis autoras y autores favoritos; un rescate indirecto de la vieja tradición epistolar.
Un camioncito se detiene en la puerta de una casa. El conductor se baja. Está vestido de azul, lleva una gorra y un abultado morral de cuero marrón. Busca el timbre escondido detrás de la enredadera y, como muchas veces sucede en este país, el timbre está roto. No es la tarifa del gas ni la última oferta del banco lo que tiene en la mano. Esta carta, por su sobriedad, por su peso, es importante. Desliza el sobre por debajo de la puerta y escucha unas patitas afelpadas que van y vienen del otro lado. Tengo entendido que no todas las cartas llegaron a destino, de ahí la necesidad de reunirlas en este libro.