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"Escribir fue una forma de hacer llegar mi palabra, como una paloma mensajera"

Beatriz Vignoli

Poeta, novelista, traductora y periodista cultural, se mueve entre géneros y rescata la vitalidad de los autores jóvenes que vienen llegando. En esta charla en Rosario, repasa su recorrido mientras prepara un libro de cuentos fantásticos: "La verdad es que cuando escribo no tengo idea de quién lo va a leer. Confío, tengo fe en que a alguien le va a llegar y le va a hacer bien". Por Agustina Rabaini. 

Por Agustina Rabaini. Foto de Gabriela Gabelich.

 

Cuando Beatriz Vignoli tenía 21 años y salía de cursar en la Facultad de Bellas Artes, dibujaba y creía que la manera de vivir, o de sobrevivir, iba por ahí, pero en los dibujos mezclaba siempre frases y escritos. Eso llamó la atención de Emilio Torti, su profesor de la época, que le recomendó ir a ver a dos escritores “que empezaban a hacer una revista”. La publicación era lo que después fue el emblemático Diario de poesía y los amigos, los escritores Daniel García Helder y Martín Prieto.

“Era el 87, y ellos eran los únicos que tomaban en serio lo que yo hacía con la escritura. La primera vez les llevé un grupito de poemas,  un rollito escrito a máquina con lo que después fue mi libro Almagro. Después vendría otro más,  Viernes… No paraba de escribir y recién en 2001 tuve mi primera computadora, fue una época de mucho arroz integral, vivir de la poesía era vivir con poco y eso fue lo que intenté”.

Beatriz Vignoli (1965) está sentada en un bar de esquina de Rosario –ciudad en la que, cuenta, vivió Alfonsina Storni– y pide un tostado, empieza a hablar y los recuerdos se agolpan: no dejó de escribir literatura y notas y contratapas y de hacer traducciones en revistas, diarios y blogs en los últimos treinta años. Ahora acumula capítulos de una saga en clave de autoficción, Miedo y odio en la sexta, su guerra contra los vecinos del pasillo de su casa que sale los lunes en Rosario/12. “Excepto un libro de cuentos fantásticos que estoy preparando, ninguno de mis proyectos más recientes está pensado con ambición de literatura. Surgen con el impulso del diario y de la crónica. Es más bien que esto que me pasa lo quiero contar por escrito”, dice.

Su último libro de poesía fue Luz azul y salió por Bajo la luna: “Es más historicista que otras cosas que vengo haciendo. Sería el otro lado de Árbol solo, mi libro anterior, donde laburo el presente”. Ahí va Beatriz, de un lado más claro al otro, de la luz al fondo, a la calle, al jardín salvaje de su casa, al recuerdo de los amigos poetas que ya no están, y otra vez al descampado.

 

Cuando publicaste Viernes (2001), alguien dijo que era un “manual de poesía de supervivencia? ¿La poesía fue supervivencia, refugio, qué?

Lo del manual de supervivencia se le ocurrió a la querida Mirta Rosenberg, que escribió un texto para la ocasión. Yo no habría dicho eso porque nunca asumí la posición subjetiva de la víctima. No me considero una víctima de las circunstancias y no creo en la adversidad. Más bien me considero un espíritu puesto a prueba. Más que un refugio, la escritura fue una patria, una casa; un lugar donde poder estar. Durante casi toda mi juventud, mi vida era escribir. Eso fue así durante mucho tiempo.

En el poema Benteveo, te preguntabas: “¿cuándo empezó a ser un lugar y no solo una hora, la noche?”

¡Es que mi noche era el día! Mi día era a la tarde porque la mañana no existía. Vivía en lugares donde era difícil dormir, y en una Rosario mezcla de marginalidad, juventud y pobreza. Entornos de mierda, donde todo podía suceder.

¿Cómo y cuándo empezaste a escribir?

A los 12 años, cuando murió mi abuela Elvira. Mi abuela fue la primera mujer que tuvo un título universitario en Rosario, y yo la quería y la extrañé mucho. Siempre decía entre sus amigas: “Miren qué lindo escribe mi nieta”. Le gustaba mi caligrafía. Quizás eso operó, y hubo un cuento de Ray Bradbury que también tuvo que ver. Publiqué mi primer librito artesanal a los 14, Proesía, que me ayudó a editar un amigo de mi abuelo. Después, a los 15 años, hice otro libro, Blues de la erosión, con una máquina de escribir que me había regalado mi tía Elba. Mandé el libro a una fotoduplicadora, hice 50 ejemplares y los vendía en los recreos de la secundaria. Con esa plata después iba a visitar a mis amigos fuera de Rosario, en Gobernador Gálvez, en Granadero Baigorria, en Capitán Bermúdez. En mi casa no me daban un mango así que tenía que salir. Buscaba lazos afuera.

Todavía era la dictadura. ¿Y después?

Después seguí escribiendo como cualquiera, estudié el traductorado de inglés, que empecé en el 84 y, luego de una interrupción, terminé en el 90. Mientras tanto, cursé dos años de Bellas Artes. Hacía dos carreras y laburaba pintando remeras y jardineritos, era mi propio emprendimiento, pero no me gustaba esa vida. Mi escapatoria era ir a las jam sessions de la Tradicional Jazz Band en la Asociación Cristiana de Jóvenes, los lunes. Era el 84 y me iba a tocar el piano con los jazzeros. Con el tiempo dejé Bellas Artes, pero lo que aprendí me sirvió para pintar ropa, y entre el 89 y el 91 estuve en el grupo Rozarte que nació en medio de los saqueos.

¿Por qué dijiste, en la época de tu novela DAF, que la tuya era una generación inútil?

Porque no teníamos nada. En realidad, en lo que me basé para poder decir eso, fue en algo que encontré en un número de la revista Time que, desde la nota de tapa, decía: “Late blooming or just lost? (¿Están floreciendo tarde o ya se perdieron?)”. Hablaba de nosotros, de los jóvenes de 25 años de 1990. Empecé a ver eso y me interesó como tema, quise responder a esa catalogación que hacían de nosotros que ya nos daban por perdidos a los 25.

¿Qué quedó en vos del objetivismo y los años de Diario de Poesía? ¿Y la nueva lírica? ¿Cómo fue el tránsito de uno a otro habiendo sido parte de la generación de poetas que, en los 90, vino a renovar algo? Estabas cerca de autores como Gambarotta y Helder…

El objetivismo fue mi espacio. En la época del Diario de Poesía tenía 26 años y necesitaba salir de una situación en la que me sentía desdichada. Yo estaba convencida de que podía escribir, pero nadie más lo creía. Escribí mucho, sin parar, entre los 26 y los 36 años. Así pude ir encontrando también a otros poetas, a mis amigos. Me di cuenta de que para salir de la mazmorra en la que estaba metida, tenía que conseguir ser tomada en serio. Helder llegó a ser mi amigo, y me puse a escribir dentro de los límites de la estética del objetivismo. 

¿Cuáles eran esos límites dentro de un movimiento que vino a reaccionar contra el neobarroco y la lírica?

Había leyes: no metáfora sino literalidad, lenguaje denotativo, y la presencia de referentes. Se tenía que saber que estabas hablando de algo, al punto de no poder inventar. La otra ley era el documentalismo. No decir que una taza era amarilla si era blanca. Yo estaba ahí e hice mi jugada y la revista era buenísima, un mundo en sí mismo. Me permitía respirar, había notas sobre cine y filosofía, estaban Blade Runner y Walter Benjamin, y las traducciones eran excelentes. El Diario de Poesía era una sábana y yo me acostaba y lo desplegaba, era moderno y para estar ahí había que respetar las reglas. Muchos no tenían cabida, como la pobre Olga Orozco, que era tan grosa y sabia. No había mucho espacio para las mujeres, estaba Mirta Rosenberg, ella sí nos habilitó publicaciones a las mujeres poetas y esa generosidad suya fue determinante. 

Estuviste hasta que te alejaste y empezaste a hablar de la nueva lírica…

Sí, ese es un término que inventé yo, no sé si existe. En un momento me empecé a sentir incómoda dentro del objetivismo y pude ver que mi tendencia era hacia lo contrario. Había borrado un poco mi pasado y ya no hablaba de mis primeros libros, ni de Rubén Vedovaldi, de Willy Harvey, de Edgar Bayley o de Enrique Molina, las amistades y lecturas que me habían formado. Necesité del espacio del objetivismo, pero en un momento me di cuenta de que estaba tratando de hacer algo distinto, fluir con la prosa. Es más, si ves ahora mi jardín, también es así. Todo larga ramas, tallos, hojas por todos lados. Soy expansiva y aquel rigor me asfixiaba. Hoy con Helder nos seguimos queriendo, pero en ese momento me enojé, necesitaba tomar distancia, y de esa furia nació Viernes. Uno de los poemas de ese libro es el que vos citaste, “Benteveo”, y fue el resultado de un proceso de escritura donde fui yuxtaponiendo imágenes. Ese poema me sigue gustando: “A lo lejos el benteveo y su insistente pregunta/ no entiendo lo que dice/ no sabría responder”. 

¿A partir de ahí hiciste lo que quisiste?

Sí, hice lo que quise. ¿Pero qué pasó? Me empezaron a bardear. Otros tipos, no mis amigos. Tipos que ni sé quiénes eran porque firmaban con seudónimo sus comentarios de trolls en mi blog. Se identifica a la poesía de los noventa con el objetivismo ortodoxo, pero en el Diario de Poesia estaba Mirta Rosenberg, una gran defensora de la lírica. Además hubo una segunda generación de realistas como Alejandro Rubio, y en los años noventa estaban también los pibes de la 18 Whiskies, que eran la antilírica total. En esa posición de rechazo al objetivismo mía, también estaban parados tipos como Ricardo Herrera, Walter Cassara  y Alejandro Méndez y fueron apareciendo los blogs, las discusiones, más diversidad. Yo además escribía  mis notas periodísticas. La nueva lírica se fue tejiendo entre muchos desde el 2000 hasta acá.

¿Qué escribís ahora?

Ahora quiero contar. En un momento me di cuenta de que escribir era la forma que yo tenía de comunicarme. Acercar mi palabra a alguien, en un contexto de machismo extremo donde de un cuerpo de mujer no podía nacer ninguna voz válida. Escribir fue una forma de hacer llegar mi palabra, como una paloma mensajera. Poder decir: “Pongo mi palabra en algún lado y algún día alguien la leerá”. La verdad es que cuando escribo no tengo idea de quién lo va a leer. Confío, tengo fe en que a alguien le va a llegar y le va a hacer bien. Las devoluciones que más me gustan son las de la gente que te dice: “Tu poesía me hizo bien, me ayudó a vivir”.

Del 2003 para acá cambió la circulación y transmisión de los textos.  ¿Cómo ves la producción de los escritores más jóvenes?

Lo que está haciendo la gente joven es buenísimo. De 2000 para acá, lo que descubrimos fueron las redes de Internet y la posibilidad de comunicarnos más allá del papel impreso. No tener que llegar al libro para expresarnos. Aparece la posibilidad de la comunicación, se van pegando el habla y la escritura. Nosotros encontramos cierto grado de inmediatez a través de los blogs, los emails y etcétera. Pero después vino algo más. Los jóvenes de ahora directamente agarran y ponen el cuerpo, ponen la voz. No solo se expresan, hacen performance y fueron dejando la melancolía atrás. Hoy gracias al feminismo y al transfeminismo, hay una legitimación de la furia y eso me encanta. Que el enojo positivo y vital esté legitimado.

El arte también fue una inquietud que se plasmó en tu vida como periodista…

Sí, yo escribo sobre arte. Primero me hice crítica de arte y curadora para poder ayudar a exponer a un pintor que me gustaba mucho, Daniel Scheimberg, y hasta hoy sigo estudiando Bellas Artes y curso algunas materias cuando puedo, sobre todo las teóricas.

Y la poesía reunida, ¿cuándo viene?

La estoy preparando, está en camino pero me cuesta terminarla, me duelen esos escritos pero también tengo una motivación para cerrarla. La gente me pregunta por algunos libros que ya no están, y este año tuve la satisfacción de que se reeditaran dos libros que ya no se conseguían: Almagro e Ítaca, por la editorial Nebliplateada

Y están los otros: Viernes, Soliloquios

Sí. La inspiración para Viernes fue un libro de una coetánea mía, Gabby de Cicco, que se llamaba Diario de estos días y es del 98. Empecé a escribir esos poemas en el 99, y en ese año también escribí Soliloquios, que publicó en 2007 Walter Cassara con el sello Huesos de Jibia y está agotado. 

Entre la poesía y la narrativa, ¿cómo es la cocina de tu escritura, hay carpetas separadas por género o van juntas?

Están mezcladas y una de mis principales influencias fue Enrique Molina. Eso en él no está separado. Como en Una temporada en el infierno, de Rimbaud. A mi hoy me incomoda hacer poesía en verso, por los cortes. La hago igual, pero es todo un tema encontrar el ritmo, la forma. Me sale más fácil la poesía en prosa. Raramente hago prosa pura, eso me salió en un par de novelas que eran más rigurosas desde el punto de vista de la trama. Me refiero a mis libros Reality y Nadie sabe adónde va la noche.

¿Qué leés de narrativa?

Leo narrativa contemporánea y me encanta leer los cuentos de Mariana Enríquez. Me gusta mucho leer prosa, pero últimamente he dado ciertos rodeos a través de lecturas que no son literarias. Me encanta leer crónica, mi maestra es Clarice Lispector.  Hace poco me mandaron del diario a hacer una crónica de una feria de librerías de viejo y ahí me reencontré con mi primer amor literario, el libro de cuentos Fantasmas de lo nuevo de Ray Bradbury, que en inglés se llama I Sing the Body Electric. Lo estoy releyendo.

Y estás volviendo a la huerta y las formas más simples, como pude ver por ahí…

Sí, empecé un proyecto de escritura de una crónica de huerta que quedó inconcluso y sigo trabajando en mi jardín. La escritura en colaboración fue algo que también me interesó siempre [Kozmik Tango y Sonderzeit, con Lisandro Murray; La novela termina cuando no queda nadie, inédito, con Manuel Díaz]. Y lo  simple, bueno, eso es volver un poco a mis comienzos cerca de poetas como Allen Ginsberg, de los beatniks y del rock. Y las letras de Charly García, más que las del Flaco Spinetta, porque son más directas y simples. Cerca de la revista Mutantia, de Miguel Grinberg, de Vedovaldi que también es un poeta aparentemente muy simple, pero muy profundo en realidad. Estoy necesitando vivir porque yo habité la literatura, esa fue mi casa, y había otras cosas. Ahora puedo ir a un vivero y comprar una maceta y plantar una planta y darme cuenta de que hay otras cosas aparte de la palabra.

Alguna vez dijiste que la poesía era vivir con un vidrio bajo la intemperie. ¿Por qué escribiste eso?

Eso fue por un comentario de Ricardo Herrera que dijo que todos los poemas de Almagro estaban como a través de un vidrio, o bajo vidrio. Y después está esa figura de la filosofía de Deleuze, el desierto que tiene que ver con la intemperie. Y yo no, ya no quiero eso. Quiero plantas, quiero vida e interactuar con seres vivos. Quiero saludar al planeta. Yo tengo una novela llamada Es imposible pero podría mentirte, y el capítulo final se llama “para acabar de una buena vez con los finales”. Ahí me peleo con el fin del mundo, y digo que no, que nada se termina, que todos seguimos acá, que todo sigue, nada de muerte, seguimos acá y nada se pierde.

 

 

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