"El poema que debía traducir parecía elegirlo": Luis Chitarroni sobre Charlie Feiling
Por Luis Chitarroni
Miércoles 26 de julio de 2023
"De semana a semana, o de acuerdo con el lapso de los encuentros, Charlie no corregía los poemas que traía, sino que mecanografiaba completa la nueva versión": Luis Chitarroni cuenta la historia de los poemas de su amigo Charlie Feiling.
Por Luis Chitarroni.
Charlie Feiling solía traerme las versiones de los poemas que se publicaron luego en Amor a Roma, escritos en máquina “acústica”, al departamento de Esmeralda y Córdoba, dos pisos por encima de un bar famoso por la custodia exclusiva de Charlie de las postas de detención universitaria/rockera de fines de los setenta y comienzos de los ochenta. Como el departamento no tenía portero eléctrico (o no funcionaba, no me acuerdo), Charlie se anunciaba con un llamado estentóreo de su golden voice (Leonard Cohen, Tower of Song) desde la vereda.
Por aquellos tiempos, él ya había ido a cobrar una herencia exigua de su abuela paterna y a ver un concierto de los efímeros Uriah Heep en la Londres pre-punk y postswinging. Ken Hensley, el único integrante que recuerdo del grupo. A Charlie le gustaban por su referencia al ambiguo villano de David Copperfield, al que adjetivaba “untuoso”. Por esos años tratábamos a un poeta, argumentativa y razonablemente rechazado por Charlie, conocido entre otras cosas por su precoz, aunque ya no tanto, falta de talento, al que llamábamos entre nosotros como al resbaladizo y repulsivo personaje de Dickens.
Al regresar de Londres (el poema “Mala sangre” lo cuenta con elusiva claridad), le hicieron los análisis para reincorporarlo a la Marina. Comenzaba la guerra de las Malvinas y a la Marina, a la que había pertenecido (Liceo Naval), le convenía el conocimiento de Charlie del inglés y su afición por los enigmas y criptogramas. Su primera elección universitaria había sido la papirología. “Si la mala sangre no lo hubiera impedido para mi bien o para mi mal, nadie podría haber traducido ‘Goose Green’ como ‘Ganso Verde’”. En la última o anteúltima internación por la reincidencia de la leucemia, bromeaba sobre la Academia de Medicina como lugar ideal para un festival de cine gore.
De semana a semana, o de acuerdo con el lapso de los encuentros, Charlie no corregía los poemas que traía, sino que mecanografiaba completa la nueva versión, que contenía alteraciones a veces radicales, a veces nimias. Yo las iba sustituyendo, pegaba con cinta scotch la nueva, hasta la fecha de provisoria publicación doméstica, sobre el vidrio esmerilado de una puerta, detalle que traía —a Charlie más que a mí— reminiscencias del relato de Saer. Le encantaba esa anécdota de Wilde en la que comentaba que había pasado toda la mañana pensando en sacar una coma de un poema. Lo había hecho y la había restituido al mediodía.
Pensaba que no estaba mal que el libro se fuera componiendo así, con manchas transitorias bastante regulares sobre un vidrio esmerilado. Charlie decía que como El arte de narrar de Juan José Saer era muestra de coherencia y esporádica continuidad, Amor a Roma sería el título general que contendría toda su obra poética. A Charlie le gustaban hasta los sonetos melódicos menos rutinarios de Borges, pero no su retórica abrasiva e irreversible. Supo adecuar al Lugones de Irazusta como Errandonea en su novela de aventuras tan mal entendida (hasta por mí, que la juzgué histórica), y seguir un rastro a caballo que debía más a Trollope que a Güiraldes, un gusto, este último, tan incomprensible como Rabindranath Tagore y Gabriel Miró.
Me quedaron solo tres versiones de poemas que poco tienen que ver con las de los poemas publicados en el libro, y uno que finalmente decidió no incluir. En alguna mudanza perdí las argumentaciones de composición, tres o cuatro nomás, un método de acompañamiento que no rehusaron Eliot ni William Empson, pero que él “levantó” de la primera edición de Fondo de Cultura Económica de Mansalva (1987), el cuarto libro de Gerardo Deniz (Juan Almela cuando traducía), una antología prematura pero genialmente ordenada de los tres primeros libros del poeta español que vivió tan rabiosamente en México. Genialmente inspirado —aunque este verbo no le gustara a Charlie— es también ordenamiento de Amor a Roma, en el que no repararon los comentaristas del libro, excepto Pedro Rey. Charlie cataloga como “poemas” los poemas en lengua original (Rochester, Horacio, Ogden Nash) y como “versiones” tanto los poemas propios como sus traducciones. El orden de los poemas, que no requirió de su parte más que una sola revisión, completa el territorio de lo que un libro debe contener, un concepto completo en términos semánticos y acústicos.
A Charlie le gustó tanto el procedimiento de colgar los poemas mecanografiados como cuadros en las ventanas o en la pared, que años después decoró un living con las páginas de un artículo de José Bianco, con correcciones a mano, que le había regalado, creo, Miguel Briante. En cuanto a Bianco, hay un ensayito anecdótico imborrable en Con toda intención.
No existen —me animo a afirmar— discrepancias entre el trabajo de práctica de los poemas y las traducciones. La elaboración tiene diferencias, si bien discutibles, porque los poemas propios se ajustan solo a las leyes y condiciones que les ha impuesto él mismo. De cualquier manera, todos, versiones y poemas, nacieron de un esquema estrófico. Alguien le criticó esta especie de vicio formal de poeta clásico, pero Charlie se encogió de hombros: daba por sentado que el mundo estaba lleno de los otros.
A él, el poema que debía traducir parecía elegirlo. No el poeta en particular, sino el poema. Algo así como su cadencia o, para decirlo pomposamente, su música interna, lenta, acentuaba esa singularidad y ese orgullo, que entonces se consideraban méritos o valores. Ya no sé.
Charlie publicó su primer poema en una revista que nombró Número Único, porque sabía que no iba a durar. Quería que fundáramos otra, acaso alentado por lo efímero, a la que bautizó Allá Ellos. La pereza nunca nos faltó. De esa primera revista, recordaba yo de un poema —leído en una performance en el San Martín— dos cosas que reaparecen luego en los de Amor a Roma: una cita de Pound y la irrupción imprevisible de Julio Sosa. Es interesante detenerse en el sistema de elección de los poemas de los que haría versiones. Rehusaba considerar el prestigio del autor y se dejaba invadir, en cambio, por la cadencia que encontraba en castellano. Rochester, por ejemplo, Ogden Nash, Persio, Hardy, “Tonos neutros”, uno de los nombres garantizados por la haraganería de la historia de la literatura, encuentra una similitud tan plena que se hubiera agradecido la “versión” de unos cuantos poemas más de Hardy.
Charlie, que no despreciaba los pormenores biográficos de los poetas, era incapaz de tener de ellos una imagen estereotipada. El ejemplo, desde que estuvo en Ann Arbor y en Nottingham, parecía ser Using Biography, de William Empson, libro de cabecera del que extrajo algunas estrategias para sus análisis críticos. Es curioso que el libro que influiría luegen El mal menor fuera Sleep and Dreaming, del hijo de William, el médico experto en sueño Jacob Empson.
Como el que utilizó para la edición de la antología de cuentos fantásticos de su curso en el Centro Cultural Rojas, esa zona lindera del acontecimiento o la anécdota y el curso prosódico eran una invisible señal de afinidad. De ahí que le gustaran tanto los poemas de Deniz, que son como cartografías de lecturas y episodios soñados. Y de ahí, también, que le gustaran las conclusiones generalizadoras, para las que lo instruyó una vanidad de Edmund Wilson: los críticos literarios no habían tenido infancia.
En la organización y organicidad de Amor a Roma, los hechos y la tristeza o amargura que acarrean tienen algo más que un valor anecdótico: restituyen elementos significativos que exceden estos apuntes.
Cuando volvió de Estados Unidos, después de una temporada en Nottingham (ojo con el sheriff ), trajo de allí su aspecto de “Robin de los bosques”. Aunque orgulloso de su carrera universitaria, ya no quería saber nada más de la vida académica. Quería, y lo logró, escribir narraciones y poemas y hasta “periodismo cultural”, del que había oído hablar despectivamente a George Steiner en el seminario de Cambridge.
En compañía de Gabriela Esquivada y con el aliento de Alfredo Grieco y Bavio (léase Con toda intención), logró ganarse la vida que no mucho después perdió. Recelaba de la moda que imponía a John Ashbery como poeta obligatorio. Si hubiera tenido que intervenir, habría elegido a Owen Seaman antes que a Edward Lear, a Vintilă Horia o a Heimito von Doderer más que a muchos otros novelistas de “la línea alemana” (el inevitable era Thomas Bernhard).
Murió en Buenos Aires, ya no me acuerdo de la fecha, a los treinta y siete años. Los testigos, a diferencia del poema de Vallejo que Charlie recitaba, no fueron la lluvia ni los huesos húmeros, sino la literatura latina, la del barroco español y la inglesa de cualquier época, los barrios —San Telmo, la avenida Santa Fe desde la Galería del Este, Plaza San Martín, hasta Riobamba— y los bares de la capital donde tanto le gustaba detenerse —entre los primeros, sobre todo, el Queen Bess—. Y los electrodomésticos, en particular las heladeras. Otros placeres: ir de compras a los mercados (en particular el de San Telmo), para auscultar, en ojotas y con changuito, la mercadería vegetal. Murió acá, sí, ya no me acuerdo en qué año, y fue enterrado en el Cementerio Británico de Chacarita.