"El diario no es propiamente una confesión o un monólogo sino un diálogo"

Lunes 03 de marzo de 2025
Daniel Link escribe sobre Roland Barthes y la escritura de diarios íntimos en este extracto de Clases. Literatura y disidencia, reedición de Eterna Cadencia a veinte años de su primera aparición.
Por Daniel Link.
Roland Barthes nace en Cherbourg el 12 de noviembre de 1915. El año siguiente moriría su padre, el alférez de navío Louis Barthes. Pasa su infancia en Bayona. Solo hay una patria, solo hay una lengua, diría más tarde, en “La luz del Sudoeste”: la patria de la infancia, la lengua materna. En 1934 le diagnostican una enfermedad “retro” (tuberculosis). Durante ese año y el siguiente realiza una “cura libre en los Pirineos, en Bedous, en el valle de Aspe”. Estudia letras clásicas en la Sorbona. Funda el Grupo Teatro Antiguo. Entre 1941 y 1942 sufre dos recaídas de su en fermedad pulmonar. Durante su primera estadía en el Sanatorio de Estudiantes, en Isère, publica su primer ensayo, sobre André Gide y su diario, en la revista del lugar donde está internado.
Adscribe al estructuralismo, al marxismo, al nouveau roman, a la semiología, al maoísmo, a la nouvelle critique. En 1960 ingresa como jefe de trabajos de la École Pratique des Hautes Études y en 1962 es nombrado director de estudios en “Sociología de los signos, símbolos y representaciones”. En 1977 accede (gracias a la intercesión de Foucault) a su cátedra en el Collége de France. En 1978 dicta una conferencia donde anuncia su proyecto “novelesco”. Entre otras cosas señala que “lo natural es creerse inmortal; de ahí tantos accidentes por imprudencia”. Poco más de un año después, en pleno luto por la muerte de su madre, esa frase estúpida vuelve con toda su fuerza: muere atropellado por una camioneta de lavandería.
De acuerdo con su extraña autobiografía (Roland Barthes por Roland Barthes, 1975), seis son los períodos de su obra, dominados por un intertexto y un género. El primer casillero, vacío de obras, está dominado por “las ganas de escribir” y el intertexto es Gide. De sus lecturas de Sartre, Marx y Brecht surge el género “mitología social”, del cual dan cuenta El grado cero de la escritura (1953), sus escritos sobre teatro y Mitologías (1957).
La “semiología” es el formato de su próxima etapa, dominada por el impacto de Saussure: Elementos de semiología (1965) y Sistema de la moda (1967). Sollers, Kristeva, Derrida y Lacan (los tres primeros miembros, como él, del grupo Tel Quel) dominan su primer momento postestructuralista. El género y las obras que adscribe a ese período son la “textualidad”, S/Z (clásico de clásicos, de 1970), Sade, Fourier, Loyola (1971) y El imperio de los signos (1970). La última etapa que él mismo señala, bajo la advocación de Nietzsche, corresponde a la “moralidad” y a El placer del texto (1973). Hay que suponer el género y las lecturas que dominan su última producción. Digamos, Proust; digamos, “lo novelesco”: al menos eso es lo que se lee en Roland Barthes por Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso (1977), La cámara clara (1980) y el póstumo Incidentes (1987).
Otros libros son Michelet por él mismo (1954), Sobre Racine (1963), Ensayos críticos (1964), Crítica y verdad (1966), Nuevos ensayos críticos (1972) y Lección (1978).
Hay que entender el pasaje de Derrida a Nietzsche (de la escritura al texto) por la mediación de Foucault, el “otro” serio de Roland Barthes, tal como puede leerse en “Noches de París”.

De la conjunción de la moralidad y lo novelesco surgiría la inquietud de sí, que lleva a Roland Barthes, una vez más, al diario como motor de escritura, desde “Deliberación” (1979) hasta el final de su vida. Antes, en su primer artículo publicado, ya se había detenido en algunos tópicos importantes en relación con la escritura y la lectura del diario íntimo. En “Notas sobre André Gide y su Diario” (1942) leemos un deseo de “no tratar de enmascarar” la “discontinuidad”. “La incoherencia”, dice Barthes, “me parece preferible al orden que deforma”. El Diario funciona a partir de identificaciones (imaginarias) intermitentes: “Muchas declaraciones del Diario irritarán sin duda a los que tienen alguna manía (secreta o no) contra Gide. Esas mismas declaraciones seducirán a los que tienen algún motivo (secreto o no) para creerse semejantes a Gide (yo subrayo). Eso es lo que le ocurre a toda personalidad que se compromete” (p. 12). La forma diario se parece a otras formas de confesión: “Los hombres de educación protestante [...] encuentran en la confesión pública una especie de equivalente de la confesión sacramental. Pero el diario no es propiamente una confesión o un monólogo sino un diálogo: “No es tanto una confesión como el relato de un alma que se busca, que se responde, que conversa consigo misma (al modo de los Soliloquios de San Agustín)”.
En ese primer momento, el estatuto del diario es confuso para Roland Barthes:
No hay que pensar que el Diario se opone a la obra, ni que no es él mismo una obra de arte. Contiene frases a medio camino entre la confesión y la creación; solamente requieren ser insertadas en una novela y ya son menos sinceras (o mejor: su sinceridad cuenta menos que otra cosa, menos que el placer que produce leerlas). Diría de buen grado lo siguiente: no es el Journal d’Edouard el que se parece al Diario de Gide; al contrario, muchas de las declaraciones del Diario ya poseen la autonomía del Journal d’Edouard. Ya no son del todo Gide; empiezan a estar fuera de él, en ruta hacia alguna obra incierta que les apetece ocupar y a la que llaman.
Es por eso que el hombre, el autor, son una figura del discurso, es decir: el efecto de su obra. El diario, aunque Roland Barthes no lo plantee en esos términos, es propiamente una tecnología del yo (p. 20). En 1966 comentará el libro de Alain Girard sobre el diario íntimo (Le journal intime). En esa segunda reflexión, el diario es ya “un desafío a la literatura” (p. 155). Si bien es un “género plenamente literario”, “la paradoja del diario íntimo es precisamente ser un género; como género une lo más social (nada más social que una obra publicada) con lo más individual (puesto que en él todas las formas de la obra son rechazadas)” (p. 155). Roland Barthes comenta algunas observaciones de Girard. “El autor indica que el lugar que la escritura ha ocupado en nuestra sociedad no ha dejado de crecer, pero que esa importancia, paradójicamente, tiene por corolario el sentimiento de una extrema dificultad; si una historia universal de la literatura dedicara un capítulo a nuestro tiempo, su título podría ser en efecto la dificultad de escribir; los intimistas son evidentemente los primeros testigos de esa dificultad; una vez más, el diario íntimo ayuda a comprender esa mala conciencia general del escritor moderno, que sin duda está ligada a la historia ideológica de la burguesía”. En relación con el diario íntimo, pues
el verdadero problema crítico no es conocer el motivo oculto de una vida (puesto que la vida del intimista es en suma su obra) –eso sería una búsqueda ilusoria, pues los hombres son oscuros por complejidad, y no por secreto–; se trata más bien de encontrar el sentido que un autor puede dar a esa búsqueda incesante que es la escritura. En otras palabras, ante todo escrito íntimo (y tal vez ante toda obra), la cuestión no es qué nos oculta el autor, sino por qué el autor escribe (p. 158).
Toda la obra de Roland Barthes se organiza alrededor de dos obsesiones: por un lado, la naturalización del signo (es decir: la percepción de la cultura como una naturaleza) y la consecuente política intelectual como una demostración (y una negación) de ese efecto ideológico. Por el otro, la novedad como motor estético, afectivo y moral, al mismo tiempo.
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