"Detectar influencias es menos fácil de lo que suele creerse"
Javier Cercas
Lunes 13 de mayo de 2019
"...y en especial las que se ejercen sobre uno mismo. A pesar de estar ambientada en un campus universitario norteamericano y de que todos o casi todos sus protagonistas son universitarios, no concebí esta novela como una novela de campus". El prólogo a la reedición de El inquilino, publicado por primera vez en 1989 y parte de la Biblioteca Javier Cercas en Random House.
Por Javier Cercas.
Escribí este libro en el otoño de 1988, cuando acababa de cumplir veintiséis años y llevaba ya uno viviendo en Urbana, Illinois, una pequeña ciudad universitaria norteamericana situada a un par de horas en automóvil de Chicago. Se trata de la misma ciudad donde transcurre la acción de la novela, cuyo protagonista, un profesor de fonología italiano llamado Mario Rota, trabaja en el lugar donde yo trabajaba, el Foreign Languages Building, y vive en el lugar donde yo vivía, un apartamento de una casa con porche y dos plantas, situada en la calle West Oregon, por cuyas grandes ventanas entraba luz a raudales en los días soleados. Sobra añadir que, como todas las novelas que he escrito (o simplemente como toda novela aceptable), ésta es autobiográfica, no porque en ella refiera ningún episodio que de verdad me ocurriera en Urbana, sino porque constituye una reelaboración metafórica y un reflejo bastante fiel de mi experiencia de aquellos años en los Estados Unidos.
Fue una época maravillosa. Había salido de España con mi primer libro bajo el brazo, huyendo de una existencia a salto de mata en Barcelona, atraído por la oferta de un empleo y un sueldo fijos y por el resplandor incombustible de Norteamérica. De hecho, deslumbrado como estaba por determinados escritores norteamericanos, yo creo que aspiraba, más o menos en secreto, a convertirme en un escritor norteamericano, más concretamente en un escritor norteamericano posmoderno; no tardé mucho tiempo, sin embargo, en realizar un descubrimiento sorprendente, al menos sorprendente para mí, y es que yo era español (o esa mezcla de catalán y extremeño que sólo se me ocurre llamar español), con lo que empecé a hacer el tipo de cosas que se supone que hacemos los españoles y que, hasta entonces, yo nunca había hecho: dormir la siesta, comer a las tres de la tarde y hablar a grito pelado. Todo esto no tiene nada de extraño, como sabe cualquiera que haya vivido un tiempo razonable alejado de su país: uno sólo entrevé su lugar en el mundo cuando lo pierde, uno sólo sabe cuál es su casa cuando se marcha de ella, uno sólo empieza a averiguar quién es cuando alcanza a mirarse desde lejos. En cuanto al empleo, consistía en dar clases de español a universitarios del Medio Oeste y en asistir a los cursos del programa de doctorado de literatura española, a cambio de lo cual percibía una remuneración suficiente para sobrevivir, para hacer algún viaje por el país y para volver un par de veces al año a España. Cumplí mis obligaciones académicas con aplicación, pero sin entusiasmo. Éste lo reservaba para leer y escribir; también, para despachar algunos trabajos editoriales traídos de Barcelona que me interesaban bastante más que las clases: una edición del Amadís de Gaula que me había encargado Francisco Rico, una selección y traducción de relatos de H.G. Wells, una traducción del ensayo de Joan Ferraté sobre The Waste Land, el poema de T.S. Eliot, una traducción de L’home que es va perdre, de Francesc Trabal.
Pero ya digo que mayormente me dedicaba a leer y escribir, sobre todo a leer. Urbana era por entonces una ciudad rodeada de inmensas extensiones de trigales salpicadas de pueblecitos idénticos, huérfana de primaveras y otoños, asfixiada por un calor húmedo en verano y cubierta por dos palmos de nieve en invierno, pero su vida universitaria –la única conocida allí, puesto que todo giraba en torno a la universidad– era intensa y bulliciosa, y los fines de semana todos los edificios hervían de fiestas estudiantiles hasta el amanecer donde se hablaban infinidad de lenguas distintas y se cocinaban todas las comidas del planeta; para colmo de bienaventuranzas, el departamento de español parecía por momentos copado por varones homosexuales, de manera que los heterosexuales –y en particular los heterosexuales hispanos– éramos objeto de una atención femenina que yo no había recibido nunca, y que no he vuelto a recibir. Resumiendo: en aquella ciudad perdida en medio de ninguna parte no había nada que hacer, pero a la vez no quedaba mucho tiempo para aburrirse. Además, estaba la biblioteca, una de las más nutridas de Norteamérica, con casi diez millones de volúmenes en aquel momento. Aunque lo mejor de la biblioteca no era la cantidad, sino la calidad. Quiero decir que, a diferencia de lo que ocurría en las decimonónicas bibliotecas españolas de la época, de aquélla el usuario podía llevarse a casa los libros a carretadas, y estaba autorizado a curiosear sin impedimentos por el laberinto de los anaqueles, de manera que tarde o temprano uno acababa haciendo el descubrimiento más importante que, según Alberto Manguel, cabe hacer en una biblioteca; a saber: que el libro que estás buscando no es el que estás buscando –ese libro lo leerás de todas maneras–, sino el que está justo al lado. Así fue como leí en aquellos años no sólo los libros de los narradores posmodernos norteamericanos de los que estaba hambriento –Donald Barthelme, Robert Coover, John Hawkes, William Gaddis, Richard Brautigan o John Irving–, sino también los libros de otros narradores más o menos afines con quienes topaba por azar, como Stanley Elkin o Harry Mathews, o incluso los de quienes, al menos en apariencia, no guardaban ninguna relación con ellos, como Evelyn Waugh o Emmanuel Bove. Allí leí igualmente libros que no conocía de Hemingway, de Calvino, de Bioy Casares; allí descubrí a algunos escritores latinoamericanos de quienes ni siquiera había oído hablar, sobre todo –gracias a mi amigo el poeta Enrique Valdés– a algunos grandes poetas chilenos, como Jorge Teillier y Enrique Lihn, pero sobre todo a Nicanor Parra, que una tarde memorable realizó una lectura de sus poemas en la universidad. Allí también, en aquella biblioteca que parecía contener todos los libros, leí a algunos raros autores españoles por entonces olvidados en España, como Rafael Sánchez Mazas o Gonzalo Suárez, que por motivos diversos fueron más tarde importantes para mí.
Ignoro si todas estas lecturas dejaron su huella en El inquilino; puede ser, aunque yo no acierto a rastrearla, quizá porque detectar influencias es menos fácil de lo que suele creerse, y en especial las que se ejercen sobre uno mismo. A pesar de estar ambientada en un campus universitario norteamericano y de que todos o casi todos sus protagonistas son universitarios, no concebí esta novela como una novela de campus, ese subgénero tan anglosajón que ha dado frutos admirables, como Lucky Jim, de Kingsley Amis (no sé si Lolita computará para algunos como novela de campus), y que, hasta donde recuerdo, yo desconocía casi por completo cuando escribí la mía. En realidad, si me viera obligado a definir este libro tal vez diría que es una pesadilla realista escrita por un apasionado de la literatura fantástica, como lo era yo entonces, que, después de pasarse muchos años leyendo a Kafka como un narrador de literatura fantástica (o de terror), ha comprendido por fin que el inagotable escritor checo también fue un humorista. Sea como sea, no me parece ilegítimo leer El inquilino como una peculiar novela de campus, y es un hecho que, al menos en el departamento de literatura española de Urbana, así se leyó durante años. Lo sé porque una década después de la publicación del libro, cuando volví por primera y última vez a Urbana, mis antiguos compañeros me contaron que, cada vez que un nuevo profesor se integraba en la plantilla del departamento, corría a leer la novela a la biblioteca con el fin de informarse acerca de sus colegas, igual que si El inquilino fuera, como tantas novelas de campus, una especie de roman à clef, esa clase de ficciones en las que cada personaje inventado es una máscara o un trasunto ficticio y más o menos fiel de una persona de carne y hueso. Esta repetida injerencia de lo ficticio en lo real llegó al punto de que el jefe del departamento de español, que al parecer se había sentido retratado sin amor en el jefe del departamento de la novela, decidió tomar cartas en el asunto y acabó ingeniándoselas para que desapareciera de la biblioteca el único ejemplar del libro, cosa que, a tenor de las medidas de seguridad que blindaban aquel edificio, debió de ser aproximadamente tan sencillo como hacer desaparecer un lingote de oro de la base militar de Fort Knox, Kentucky. He mencionado la fantasía y el humor como elementos definitorios de esta novela; debería añadir una cierta cualidad o vocación visual y un sentido permanente de la extrañeza, que sin duda reflejan mi fascinación de extranjero ante la realidad que me rodeaba. Quien se anime a leer estas páginas quizá eche de menos algunos de los rasgos más notorios (o más aparatosos) de mis libros más leídos: las estrategias metaliterarias y autoficcionales, la narrativa exenta de ficción, el pasado como dimensión del presente o lo colectivo como dimensión de lo individual; pero, si es un lector de buena fe (es decir, un lector hedónico), acabará aceptando que nada o casi nada sustancial de lo que esta novela contiene es ajeno a mis novelas posteriores –cuando, más o menos a partir de Soldados de Salamina, dejé sin saberlo de ser un escritor posmoderno y empecé a ser lo que quizá tengamos que resignarnos a definir como un escritor post-posmoderno–, novelas que tal vez no son sino un desarrollo inesperado pero natural, a veces una transfiguración hiperrealista, de las novelas anteriores.
Es probable que un escritor nunca sepa cuál es el tema profundo de sus libros, a qué terrores ocultos, a qué ambiciones o deseos frustrados dan forma. No he vuelto a leer El inquilino, pero recuerdo que la última vez que lo leí, hará casi veinte años, con vistas a preparar una reedición como ésta, sentí que la novela trataba en secreto de mi temor, casi mi pánico, a quedarme de por vida en aquel país que tan hospitalariamente me había acogido, llevando la vida fácil, fantasmagórica, deshuesada e itinerante de profesor español en campus universitarios tan confortables e irreales como el de Urbana, que era el destino al que me abocaba mi condición de hispanista emigrado (y que, casi de milagro, acabé evitando). También recuerdo que sentí nostalgia del veinteañero libre, salvaje, furioso e indocumentado que escribió estas páginas, y que me gustaron la energía, la vitalidad, la frescura y la fluidez narrativa que, quizá con demasiada generosidad, creí leer en ellas.
En junio de 1989, cuando se publicó por vez primera El inquilino, mi aventura americana había terminado y yo ya estaba de vuelta en España. Muy poca gente leyó la novela y apenas fue reseñada en la prensa, como ocurrió sin falta con mis primeros libros. Nadie nunca me oyó quejarme de ello: yo era un veinteañero catalán de provincias sin la más mínima relación con el mundo literario español, que además publicaba en una editorial minúscula, y aquel silencio me parecía normalísimo. Me lo sigue pareciendo. Lo cual no significa que reniegue de El inquilino, ni siquiera que me parezca inferior a nada de lo que he escrito luego, por muchos lectores que haya tenido; más bien al contrario: tal vez en parte porque a menudo echo de menos a quien lo escribió, y porque recuerdo muy bien la alegría de escribirlo en la habitación repleta de sol de mi apartamento de la calle West Oregon, no me importaría en absoluto que, si alguien tiene que juzgarme como escritor, me juzgue por este libro.