Por Valeria Tentoni.
Nacido en 1965, Daniel Gigena es periodista y autor del libro Estados, publicado en 2013 como parte de la colección Exposición de la Actual Narrativa Rioplatense, proyecto conjunto de las editoriales Alto pogo, el 8vo loco y Milena Caserola. Este año lanzó, junto a Caleta Olivia, su segundo título: Hospital Francés. El amor, el cuidado y el duelo ocupan esa trama, protagonizada por Daniel, Jorge y los pasillos fantasmagóricos de un hospital más agresivo que la enfermedad misma.
Además, y entre otras cosas, Gigena ha firmado notas en medios como La Nación, Las 12 y Soy del diario Página 12, y en revistas digitales. La entrevista que sigue fue realizada por correo electrónico y aborda, además de su libro, su labor en ese campo.
En tu primer libro, Estados, leemos: "No sé todavía cómo sería una escritura sin manipulación", en referencia a la búsqueda de un efecto deliberado. ¿Podrías ir un poco más lejos con esa idea, con esa pregunta que se le hace a la escritura? ¿A qué aludís con "manipulación"?
Pensaba en las intenciones conscientes de la propia escritura, como la de querer parecer inteligente o especial. Pero no sé si podría haber escritura literaria sin control. Con los escritores aprendí que detrás de lo que aparenta ser un descuido hay mucha reflexión.
En ese libro también aparecen menciones a tu labor como periodista y crítico cultural. ¿Cómo se informan entre sí periodismo y literatura en tu caso?
La literatura permite que se agregue una dimensión, o un trasfondo, a ese trabajo. A veces una nota puede ser una comedia y una reseña, un pequeño drama. Las notas, los informes son como narraciones, cuadros con personajes en el aparecen escritores, funcionarios, agentes de la industria cultural, lectores, o gags con artistas, visitantes de museos y críticos en las notas de arte. La literatura te ayuda a transmitir con levedad asuntos serios y con gravedad cuestiones ligeras. Soy un periodista tardío pero fui aprendiendo el oficio con editoras y editores como Mónica Sifrim, Flavia Costa, Liliana Viola, Verónica Dema, Alicia de Arteaga, Celina Chatruc, Florencia Monfort, Constanza Bertolini, Alejandro Bellotti, Pedro Rey, Pablo Gianera, Raquel San Martín, Matías Serra Bradford. Sigo aprendiendo.
Hay también en Estados alusiones a otros libros, opiniones incluso muy duras y hasta consejos a escritores venidos de cierto tono que se percibe como de hartazgo. Eso podría abrirnos a otra pregunta sobre cómo opera en vos, a la hora de escribir, todo ese sistema de reclamos y agradecimientos que hacés sobre otros libros; ¿leer críticamente a otros te ayuda a escribir o esa "pérdida de la inocencia" lectora amenaza tu escritura?
No recuerdo haber sido duro en ningún momento y el tono de hartazgo es deliberado, porque uno de los núcleos de ese librito es el agobio que provoca el trabajo. La lectura sería más bien una búsqueda de inocencia, de más libertad y de alivio, en el sentido de esa divisa de Alejandra Pizarnik: "Y sobre todo mirar con inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto". Estados es un diario con anotaciones y registros. Camila Sosa Villada me dijo que le parecía que lo hubiera escrito mientras miraba por la ventana de un cuarto.
La enfermedad ya aparece tematizada allí, y es también uno de los temas de Hospital Francés: ¿creés que ese es el hilo que los encuentra? ¿Por qué tomar ese tema y qué habilita? ¿Cómo pensar a la enfermedad?
En los dos libritos las enfermedades se apoderan del punto de vista y transforman las voces en "casos", como cuando se habla de un caso clínico o de un caso policial o una singularidad. Si está muy bien hecho (y no creo que sea el caso), se crea un prototipo. Muchos narradores o personajes literarios son casos.
Hospital Francés es, entre todo, un libro de duelo. Podemos pensar en los tomos de Joan Didion o en las Memorias de una viuda de Joyce Carol Oates, por dar dos ejemplos. ¿Inscribirías este libro en esa serie de literaturas sobre duelo? ¿Cómo haría sistema allí y con qué libros pensaste el duelo, como lector?
En principio quise escribir una diatriba. El duelo, con cierta mirada sobre el humor gay, la historia de amor, la crónica de los años 90 y la denuncia de las instituciones en ese entonces, funcionaba como combustible. Joan Didion y Joyce Carol Oates son increíbles, pero tuve más presente a Pedro Lemebel, en especial dos libros: Loco afán y Poco hombre. También dos libros de Pablo Pérez, Un año sin amor y Querido Nicolás; y otros dos de César Aira, Diario de la hepatitis y Haikus. Y un ensayo de Lina Meruane: Viajes virales: la crisis del contagio global en la escritura del sida.
Cuesta no pensar en Hospital Británico de Viel Temperley al recibir el libro, y además está publicado en una editorial que se caracteriza mayormente por publicar poesía contemporánea. ¿Cómo se vincula tu escritura con la poesía, género que también trabajás en reseñas? ¿Qué poetas te han sido significativos?
Hay muchos hospitales en la literatura; además del Británico de Viel Temperley está el Hospital Posadas de Jorge Consiglio; los hospitales neuropsiquiátricos donde escribió Jacobo Fijman; el hospital de Pubis angelical; el hospital serrano de Cielos de Córdoba, de Federico Falco. No escribo poemas pero leo a muchos poetas, todo el tiempo. Es un desafío muy grande escribir sobre poesía; aunque tengo la sensación de que las reseñas que escribo no salen como quisiera, lo sigo intentando. Y para eso tengo que seguir leyendo.
También podemos pensar en libros hospitalarios como La montaña mágica, ¿por qué el hospital como escenario y cómo lo trabajaste? ¿Qué te atrajo de ese universo?
El Hospital Francés es la unidad de lugar y a la vez es un espacio de reclusión que sirvió para enmarcar la época en que tuvo lugar el final de la vida de Jorge Alessandria, que además de ser mi pareja fue antropólogo, investigador en semiótica y docente, que escribió un solo libro muy genial (Imagen y metaimagen), además de varios artículos. En esa época, los hospitales, como otras instituciones sociales, no fueron hospitalarios con los gays. Por suerte eso cambió, gracias a la lucha y los reclamos de las agrupaciones. Los organismos de derechos humanos descubrieron tarde la "causa LGBT", así que hubo que hacerse de abajo. En los años 80 ya había acompañado la convalecencia de un amigo muy querido, Claudio Lezcano, que murió en el Hospital Muñiz. Conozco bien ese universo.
Sobre tu labor como periodista: ¿cómo diagnosticarías al estado del periodismo dedicado a literatura en Argentina en este momento?
Hay mucha diversidad. Si bien en los medios gráficos el espacio que se le concede a la literatura disminuyó, en varias secciones se refieren a los libros y la literatura. Además, existen blogs, revistas digitales, programas de radio y formatos audiovisuales que sostienen ese interés. Prefiero leer a un periodista, no sé si especializado en literatura, pero que por lo menos no pretenda haber descubierto a Joseph Conrad porque lo acaba de leer en sus vacaciones de verano. La diversidad hace que afloren otras vías o "métodos de consagración". En la Argentina hubo momentos de pocas voces autorizadas que establecían el canon, que encima era monovalente porque además de críticos esas personas eran profesores, académicos, dirigían revistas y colecciones editoriales. Eran rachas: o todo Saer, o todo Puig, o todo Piglia, o todo Lamborghini (Osvaldo), o todo Fogwill. Casi siempre narradores varones. María Martoccia decía en broma que muchos de esos críticos en el fondo odiaban la literatura y amaban, no sé, la sociología o las estadísticas o las relaciones públicas.
Sobre tu labor en editoriales: ¿cómo diagnosticarías al estado del mundo editorial argentino en este momento?
Es un momento muy crítico. El gobierno actual les soltó la mano a las editoriales y al mundo del libro. El exministro de Cultura, ahora secretario, declaró en una ocasión que él no coordinaba el ministerio de las editoriales, sino el de Cultura. Pero al final tampoco es el ministerio de los museos o de los teatros o de la industria cinematográfica o de la danza. Las editoriales independientes hacen un trabajo muy importante. Si no fuera por ese trabajo, hoy no conoceríamos las obras de Anahí Lazzaroni, Francisco Bitar, María Lobo, Flavio Lo Presti, Analía Giordanino, Claudia Masin, Elena Anníbali, Roberto Videla, Cecilia Ferreiroa, Fernando Callero, Beatriz Vignoli o Franco Rivero, por mencionar a algunos de los escritores argentinos que me gustan. Todos tienen en común en que son escritores de provincias.
Algunas sobre tus comienzos: ¿cuándo arrancaste a escribir y qué hiciste con esas primeras incursiones? ¿Cómo fue tu paso por el Joaquín V. González?
Escribo desde chico, en cuadernos, como Oscar Centeno. En el Joaquín V. González tuve a docentes de primer nivel, casi todas mujeres, que me dieron herramientas para sobrevivir. El proyecto de educación superior del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, que al parecer tiene el poder de hacer lo que se le antoje, es pésimo. En el Joaquín hice grandes amigas con las que trabajé o todavía trabajo, como Adriana Fernández, Sandra Escobar, Andrea Donnini, Leonor Salas. En esos años quería ser investigador. Tenía un proyecto que a Isabel Vassallo y a Elsa Drucaroff les había gustado cuando les comenté la idea. Quería escribir la historia de los títulos de libros en la literatura argentina. Me llama mucho la atención que nadie la haya escrito todavía.