"Algo late siempre": Valentine Penrose y La Condesa Sangrienta
Por María Negroni
Jueves 05 de marzo de 2020
"En la novela de Penrose, ese cadáver femenino no sólo sostiene el castillo; estructura y da cierre a la narración": el prólogo a La condesa sangrienta de Valentine Penrose a cargo de la autora de Museo Negro.
Por María Negroni.
I
En uno de sus Cuentos orientales (“Le lait de la mort”, Gallimard 1963), Marguerite Yourcenar recuerda una leyenda albanesa en la que tres hermanos, que construyen infructuosamente una torre para avizorar a los invasores turcos, comprenden que la torre sólo se tendrá en pie cuando amuren en ella a una mujer. Como los tres están casados, deciden “sacrificar” a aquella esposa que el azar elija para traerles el alimento al día siguiente. Llega la más joven y vigorosa, y ahí mismo la emparedan, dejando a la vista los senos –a pedido de la supliciada– para que su hijo recién nacido pueda amamantarse. La leche fluye milagrosamente de esos senos enjaulados y el esqueleto sostiene para siempre, desde el fondo de su nicho, los cimientos de la torre.
El motivo del crimen de una mujer como fundamento de una construcción (en su doble acepción de fundación y sostén nutricio) se repite en La condesa sangrienta de Valentine Penrose: tal parece, en la Hungría del siglo XVI era costumbre construir los castillos sobre “el cadáver de una joven muerta”. Más: en la novela de Penrose, ese cadáver femenino no sólo sostiene el castillo; estructura y da cierre a la narración. Está allí antes de que Erzébet Báthory, la exasperada condesa de los Cárpatos, urda su propio collar de víctimas, como resonancia premonitoria. También como reflejo de la muerte final de la “reina loca” que vendrá a (en)cerrar, en un círculo siniestro, el desorden magnífico que se desata en la trama. Tal vez convenga recordar que Báthory terminará amurada en la torre de su castillo, cuando un tribunal restablezca el orden, condenándola por sus crímenes atroces.
Si esas dos muertes (la de la joven-cimiento y la de la condesa-torre) riman entre sí, si pueden verse como instantes de una circularidad exploratoria o como reflejos invertidos en un paradigma vertical donde la base toma el lugar de la altura y viceversa, muy otra es la figura que dibujan los delitos que comete, en el interín, Erzébet.
El crimen, digamos, ofrece una doble glosa musical. En un caso, una supresión fundante desemboca en escarmiento: el edificio institucional y patriarcal, encarnado en el castillo erguido sobre la muchacha muerta, se cierne sobre la Condesa, emparedando toda disidencia. En el otro, se pone en juego un hiato, ese tiempo inmóvil que la Condesa recorre, incansable y muda, como quien hace un periplo funesto para explorar en qué consiste el corazón pesado de aquello que la omite.
Para expresarme quizá con más claridad, dos planos de desplazamiento convergen en este relato hacia un mismo vértigo: uno, vertical, elige obsesivamente el descenso y responde a un afán detectivesco y subversivo (hasta que la represión recorra el camino inverso); y otro, horizontal, vinculado a la contemplación de los espejos y de las torturas, pone en escena los precios del acto de escribir.
No hay quietud en el viaje del castillo, o bien hay una quietud intranquila (perpendicular y espejada) para un viaje estático y sonámbulo. Por un lado, la torre “se refleja” en la cripta, del mismo modo que las recámaras sombrías se reflejan en los sótanos de torturas o la muchacha enjaulada en la Condesa que aguarda abajo, extasiada, a que su vestido blanco se tiña de sangre. Por el otro, la Virgen de Hierro “se refleja” en la muchacha que mata, abrazándola con las dagas que salen de sus senos, del mismo modo que ambas –víctima y victimaria– se reiteran en la Condesa que las contempla y ésta, a su vez, en los espejos que la evidencian como cadáver de sí. El castillo omnipresente, por fin, también se duplica en la jaula de la novela de Penrose y ésta en el guión moroso y fascinado que escribirá, años más tarde, Alejandra Pizarnik.
Como toda mansión gótica, el castillo de Erzébet Báthory es una morada helada. Una casa negra y vertiginosa donde la apatía coincide con el encierro claustrofóbico y la mirada se ejerce como jurisdicción. Parecido al hogar congelado y eterno de “La reina de las nieves” de Andersen o al castillo maldito de Cruella (y, también, al escenario kitsch y siniestro de Los poeseídos entre lilas, cuyo cadáver fundante es la familia), todo aquí es ausencia o, lo que es igual, hiperpresencia desfigurada de lo maternal: un mundo de vírgenes de agua recibe en él su cuota de abrazo frío.
Tal vez sería mejor decir guarida. No es ésta una “morada del consuelo” sino un encierro sin afuera y sin otros, donde la Condesa se hace espacio ella misma para ejercer su contemplación dormida y, así, fundar un sitio donde escribir pudiera ser igual a no escribir. En la guarida –refugio de un animal– la escritura surge entre la acción de lo oscuro y el lenguaje de la no-acción, como si un rito o ceremonial albergara la desnudez de aquello que permanece (y desea permanecer) en el caos. Por eso allí la utopía empalma con los gritos, y la fuga lingüística con las máquinas de expresión que abren puntos de fuga en el sistema, quizá confiando en que la repetición compulsiva puede ser una forma del olvido. La guarida, digamos, es un templo de la ausencia donde una autista no quiere ser el centro del mundo sino ser el mundo. Un escondite para la “loba azul”, que no tiene cabida entre los humanos porque, en ella, lo prohibido se combina con lo aberrante. He aquí una estética del horror, cuyo fin es dar con el cuerpo del lenguaje que vive más allá del lenguaje.
La “libertad absoluta”, diría Sade, ocurre cuando es posible hacer gravitar lo inexistente sobre lo existente, instaurar en una contemplación ígnea un espacio propicio para que aparezca el Mal. Así, podría decirse, la joven-cimiento germina en el castillo de Báthory como una disonancia o fisura luminosa, al menos por un tiempo, probando –de paso– que la muerte, como afirma el Libro tibetano de los muertos, nunca tiene una intensidad cero. Algo late siempre. Un animal desnudo en la deriva blanca de la nieve transforma la apatía en metamorfosis.