“Teillier es autor de muchos poemas inolvidables"
Jueves 07 de setiembre de 2023
Vicente Undurraga presenta la reedición de Los dominios perdidos, la antología clásica del chileno Jorge Teillier en Fondo de Cultura Económica.
Por Vicente Undurraga.
Partió siendo el que siempre sería. A los 21 años apareció Jorge Teillier con un libro que mostraba ya los contornos de toda su creencia poética y, al mismo tiempo, desde las primeras líneas del primer poema de ese primer libro, las zarpas de su desengaño, de su escepticismo.
Con esa doble tracción circularía durante cuarenta años esta escritura, dándole libre andadura a una nostalgia desacomplejada, gozosa incluso –su “lenguaje de raíces”–; la poesía de Jorge Teillier es, más allá de cualquier adjetivo o nomenclatura, una que halla consuelo y siente deseo por el pasado, por la tierra fresca y por no estar tanto en uno. Lo deja ver bien el poema “Alegría”: “Sabemos que nunca estaremos solos / mientras haya un puñado de tierra fresca”.
Hay en Teillier un romanticismo “puesto en tensión”, como ha escrito Andrea Kottow, que señala su arte poético como “una forma de obstinación frente a los movimientos del tiempo”. Esa obstinación, esa maravillosa y personal obstinación se traduce en todo aquello que se suele asociar al poeta: nostalgia resistente, lirismo (aunque sea un lirismo llano), retorno al niño que se fue, embriagada constatación de que la vida está en otra parte, demora en la amistad y en el alcohol, amor al paisaje, paisajes del amor, detención.
Como los trenes de sus poemas, Teillier es un poeta que larga y reiteradamente se detiene. Detiene su mirar en las junturas y los descalces, en los puentes donde el tiempo se junta y se esfuma, se dobla, arremolina y estira y en ese movimiento se iluminan o nublan encuentros, verdaderos diptongos vitales, uniones de días presentes y remotos, de momentos, sueños y deseos, de luces de años pasados y luces actuales y hasta futuras. Mejor lo ha expuesto Elvira Hernández al destacar cómo Teillier “hiciera de la poesía un lugar de conocimiento, partiendo por aquello que somos: una gran precariedad temporal”, razón por la cual agradece ella a esta obra “que persigue una edad soñada para el ser humano… que necesita ir hacia atrás cuando el mundo va hacia adelante”.
Es muy notable en estos poemas ese prodigio de la transportación al pasado; algo insondable parece haber en la materia y la melodía de sus versos (versos que son siempre unidades, en esto Teillier es como Parra: cada verso es una frase) que resulta un vehículo privilegiado de viaje al pasado, pero no a un pasado colectivo, no a un periodo determinado, sino a los ayeres de cada quien.
En su segundo libro, El cielo cae con las hojas, hay un poema con el que se puede pensar toda su obra, que en un punto es siempre una poesía prístina, siendo indudable por otra parte todo lo que tiene de misteriosa o irreductible. El poema se llama “Twilight” –y es curioso que lo titulara en inglés, quizá la palabra crepúsculo le pareciera cursi, aunque con lo cursi en materia de títulos él mismo supo tener buenos tratos:
Todavía yace bajo el manzano
el tílburi cansado de los abuelos.
¿Quién recogerá esas manzanas
donde aún brilla un sol de otra época?
El cerco se pudre.
La ortiga invade al jardín.
Alguien mira el tílburi
y apenas lo distingue
en la luz oscilante
entre la tarde y la noche.
Bodas y entierros.
Una tarde entera luchando contra el barro
cuando íbamos al pueblo recién fundado.
Un viaje de ebrios entre la susurrante penumbra
esquivando las ramas enloquecidas.
Viajamos y viajamos
aún sabiendo que todo no puede sino terminar
en una casa miserable desde donde se mira
esa luz obstinada en pelear contra la noche.
¿Quién recogerá las manzanas
donde aún puede vivir un sol de otra época?
La ortiga invade el jardín.
El día no alcanza a refugiarse en la casa.
Para huir de la oscuridad sólo hay un tílburi cansado
que no se cansa de luchar contra la noche.
Altiro entra la música con la palabra tílburi. Esta antología, Los dominios perdidos, preparada por Erwin Díaz en 1992, mientras Teillier aún vivía, muestra ante todo a un poeta lírico en el sentido primero, musical del término. Y esa resonante y preciosa esdrújula, tílburi –“el tílburi cansado de los abuelos”–, señala una victoria o coche de dos asientos que es tirado por un caballo pero que en el poema está abandonado, es el pasado en el presente en forma de deterioro. Pero no siempre es así: “¿Quién recogerá esas manzanas / donde aún brilla un sol de otra época?”, canta otro verso que indica la permanencia ahora brillante, en un objeto, de un sol de otro tiempo. Es decir, el pasado refulgiendo en el presente, encantándolo. Y luego, en la estrofa subsiguiente, se replica el verso con una variación que parece menor pero que quizás sea sustantiva: “¿Quién recogerá las manzanas / donde aún puede vivir un sol de otra época?”. Es ahora una posibilidad: más que en el presente, es en un futuro donde se proyecta ese pasado (“el sol de otra época”), que aún puede vivir… Es una especie de potencia lo que muestra el poema. Cuando le preguntaron hacia el final de su vida si aún creía en las utopías, Teillier dijo que ya sólo en las personales y que la suya era “vivir en el presente como si viviera en el pasado”. En ese afán esta escritura se empeña y nos empaña de ese modo la mirada, nos conmueve.
Poeta de la travesía de las cosas y su memoria u olvido, de recuerdos y meditaciones, transparentemente lo es también, más allá de toda reducción, del campo y la lluviosa tierra natal que hasta con olores trae a la página una y otra vez. Eso se da en esta poesía de forma preciosa, no falta la dulzura. Pero las utopías son anhelos, imposibles, no realidades. Es quizás por eso ante todo Teillier un cantor de lo irreparable, de los trenes que ya no corren, de los pueblos sin prisa, de los dominios perdidos, y por ende también un poeta de la sospecha. No hay huida en su poesía, sólo conciencia y añoranza.
En las páginas de este libro se deja ver un llamativo o peculiar espejeo: tal como la idea de que en la niñez ya se conoció todo, esta misma poesía es plena ya en su primera etapa –poesía temprana que el poeta recogería en 1971 en la antología Muertes y maravillas–; de alguna manera en los comienzos ya está todo y volver a ello es una recuperación siempre anhelada. Más que hablar de la infancia, la poesía de Teillier está habitada por la niñez y es, ella misma, niña. Porque hay en ella un renacimiento constante de la mirada, como si sus palabras volvieran “niños los sentidos”, para decirlo citando un verso de Mistral.
Tras esa antología personal de 1971 Teillier entró en un silencio editorial que rompería sólo siete años después, ya en plena dictadura, con un libro significativamente titulado Para un pueblo fantasma –qué otra cosa era entonces Chile. Ahí se asoma, sin explicitudes, difusamente, pero en el fondo a las claras, lo aciago o, como dice Elvira, “el escorzo de la derrota”. Antes y después, en doce libros, Teillier es autor de muchos poemas inolvidables, como “La ventana secreta”, “Retrato de mi padre, militante comunista” o “Carta a Mariana”. Y lo demás, un feliz reiterar “los deseos de quien no teme repetirse”, como se lee en unos de sus poemas tardíos.
Con un verso de “Twilight” podría resumirse, en fin, esta poesía como un “viaje de ebrios entre la susurrante penumbra / esquivando las ramas enloquecidas”. Viaje, ebriedad, susurros y penumbras. Y esas ramas enloquecidas –notable forma de la contingencia en el poema– que aluden a lo esencial de lo humano, la fatalidad, la penuria que no excluye la posibilidad del gozo, de la alegría, pues los versos y los sujetos de la poesía de Teillier parecen lúcidos habitantes de eso que Alfonso Alcalde llamara “la comarca de la dicha y la agonía”. Se desliza el poeta por la vida, por el tiempo, por los caminos del sur, por la ciudad y la memoria, por los amores, pero ramas enloquecidas una y otra vez perturban todo andar. Es decir, la maravillosa y maldita vida hace lo suyo, aparecen sus ramas y sus ramales y lo que resulta de ese deambular y de ese esquivar es lo que somos o fuimos, lo que Teillier expone.
En esa comarca de dichas y agonías, en el afán de resistir o más bien de desistir el tiempo –al menos su linealidad y su banal optimización–, se da una convivencia rulfiana de vivos y muertos: “Los patios se llenan de niebla. / El padre lee un cuento de hadas / y El hermano muerto escucha tras la puerta”. Entre unos y otros, leemos a Teillier.