La vida material de los escritores
Jueves 28 de marzo de 2024
Andrés Barba escribe a partir de los delirantes pormenores que Thomas Bernhard relata en torno a los premios literarios y el significado económico que estos representan para quienes se dedican a la escritura, en Las posesiones (Gris Tormenta).
Por Andrés Barba.
Uno de los episodios más angustiosos de mi vida como escritor se produjo hace años, una tarde en la que fui a sacar dinero a un cajero automático y comprobé cómo, de los aproximadamente seiscientos euros que nos quedaban a mi mujer y a mí para sobrevivir durante casi dos meses, el Ayuntamiento de Madrid me había «chupado» quinientos por impago de multas de tráfico. Al día siguiente nos íbamos de viaje al desierto del Sahara (un regalo de bodas de un amigo con sentido del humor que había diferido tres años la entrega), y durante el viaje a Marruecos la sensación de angustia económica me fue sobrecogiendo hasta tal punto que, cuando llegamos, más que un campo de piedras, aquel prolegómeno del Sahara me pareció una metáfora económica de mi vida. Mi mujer tomó por un arrebato de misticismo lo que en realidad era la manifestación externa de una angustia insalvable: no solo no sabía cómo íbamos a llegar al mes siguiente, sino que la naturaleza de esa angustia era tan inabarcable como el desierto que se extendía frente a mí. Me dije que no tenía sentido arrastrar aquella vida lumpen más allá de los cuarenta y me pregunté con más angustia aún qué sabía hacer aparte de escribir unas historias por las que, en el mejor de los casos, me pagaban la mitad que a una limpiadora doméstica. Había desatendido ese maravilloso consejo que Pavese se da a sí mismo en su diario: el de nunca depender económicamente de la literatura para no perder la libertad, no «profesionalizar» la escritura y no comerciar al fin con lo único valioso.
Los dioses, como es lógico, no carecen de ironía. En aquella carpa marroquí me sentí como una especie de Simón el Estilita, y me rondó la tentación de ponerme a caminar con una lata de soda caliente hacia el horizonte liminal de mi propia destrucción. Al menos mi mujer daría testimonio de que acabé con mi vida con cierta dignidad y culparía de todo al Ayuntamiento de Madrid, que se vería obligado a utilizar aquellos
quinientos euros que me había robado para pagar una placa que colgarían en el portal de nuestro piso de alquiler.
Ya estaba apurando el cuscús de mi última cena cuando me llamó mi agente de la editorial y me dijo que me acababan de dar en Italia el Premio Nord-Sud, un premio del Ayuntamiento de Pescara. Las palabras pagan algo salieron de mi boca antes incluso de que hubiese terminado el anuncio, y la música celestial de cinco mil euros rebotó en el satélite de la estratósfera y llovió sobre mí como el maná. Me sentí en mitad del Sahara como dice Bernhard en estos textos que se sintió cuando le dieron el premio de Hamburgo:
He recibido el premio de Hamburgo, de Hamburgo, de Hamburgo, pensaba una y otra vez, y despreciaba en secreto a los austriacos, que hasta entonces nunca me habían mostrado el menor rastro de reconocimiento. [...] Ahora Hamburgo no era solo para mí la más hermosa de las grandes ciudades sino también la cumbre del discernimiento [...].
Lo único que conocía yo de Pescara eran unos cuentos de D’Annunzio en los que se la describía más bien como un nido de paletos, y algo debía de saber D’Annunzio porque había nacido allí, pero a mí él me parecía ahora un cretino desagradecido con aquella hermosa ciudad de la que no podía tener ninguna imagen mental, pero que aun así solo podía ser hermosa porque me había rescatado del arroyo.
¿Por qué siempre el paso de los escritores por las épocas de apuros económicos acaba teniendo inevitablemente un aire cómico? Desde la misma invención del género, desde esas pretéritas Escenas de la vida bohemia, de Henry Murger (1847), hemos representado a los escritores muertos de hambre como si algo nos impulsara a arrebatarles hasta la dignidad de la agonía material. La propia condición «bohemia» (empleada por Murger con el sentido de «gitano», por ser la procedencia de la mayoría de los gitanos que acababan entonces en París) ha mantenido hasta hoy ese rasgo bufonesco que no tiene que ver tanto con el hambre directamente como con el hecho, siempre contradictorio, de que alguien muerto de hambre tenga ínfulas intelectuales y una vanidad más propia de una diva que de un mendigo. Es curioso, ni siquiera el mismísimo Bernhard, casi siempre emotivo e irónico a partes iguales, es capaz de evitar la tentación de hacer de sí mismo un personaje cómico. De todos los textos que he leído de Bernhard, y les aseguro que no son pocos, creo que estos son los que más me han hecho reír, tal vez porque ponen de manifiesto, por encima de todo, y sin dejar de ser extraordinariamente vitales, esa toma de tierra elemental de nuestras necesidades materiales. ¿Y qué son las dos cosas que compra con el dinero de sus premios el atribulado Bernhard? Una casa cochambrosa y un coche de rico. La propia distancia en los dos textos que componen este libro entre nuestras necesidades y nuestras adquisiciones es ya un tema cómico por antonomasia. Por qué compramos a veces cosas extravagantemente caras y ridículas cuando apenas cubrimos nuestras necesidades más elementales o por qué nos lanzamos a adquirir sin miramientos lo primero que se nos cruza cuando conseguimos dinero tras una etapa muy larga de carestía son quizá los dos termómetros más básicos para identificar a una persona que tiene una relación poco pragmática con sus ingresos. No puedo evitar sentir una ternura empática con ese Bernhard al que lía un agente inmobiliario para comprar una propiedad con olor a estiércol:
Una y otra vez decía el agente de la propiedad inmobiliaria extraordinarias proporciones, y cuanto más hacía esa constatación, tanto más claro me resultaba que tenía razón, y al final no decía ya que él, el inmueble, tenía proporciones extraordinarias, sino que era yo quien decía que el inmueble tenía proporciones extraordinarias y lo decía a cada momento. Me dejé llevar a decir proporciones extraordinarias con intervalos cada vez más breves, y finalmente me convencí de que todo el inmueble tenía realmente, por completo, unas proporciones extraordinarias. De improviso, me sentí obsesionado por el inmueble entero [...].
Resulta tan fácil comprar a un escritor —o, mejor dicho, comprar temporalmente a un escritor—, que por lo general la gente externa al mundo de la cultura suele confundirse. Ve solo la necesidad en el bolsillo porque no alcanzan a ver la maravillosa arrogancia del corazón, una arrogancia que se activa en los momentos más insospechados y que también hace su presencia en estos dos textos de Bernhard, incluso cuando la vida parece arrebatarle lo que le había dado gratuitamente con el «maná» del premio. Cualquiera que lleve más de dos años tratando de vivir de la literatura habrá pasado alguna temporada aprovechando presentaciones de libros para cenar y becas delirantes para poder tener una semana de vacaciones, pero también habrá presenciado violentos arrebatos de orgullo: autores que prefieren no publicar un texto porque alguien ha amenazado corregir un adjetivo o que renuncian a una charla bien pagada por no cruzarse con un escritor al que desprecian. Al fin y al cabo la literatura merece la pena porque a uno le va la vida en ello. En el mismo comienzo del Quijote hay un diálogo cómico entre Babieca (el legendario caballo del Cid Campeador) y Rocinante (el desastrado caballo de don Quijote que lleva la indignidad en su propio nombre: rocín-antes) en el que se adscribe el origen mismo del pensamiento ascético a la simple y llana necesidad material:
B: ¿Es necedad amar? R: No es gran prudencia.
B: Metafísico estáis. R: Es que no como.
¿Y qué es la literatura sino la sublimación de la vida precisamente a través de la necesidad? Creo que fue Conrad quien dijo aquello de que siempre hay algo de estúpido en las personas que no han enfermado nunca. Lo mismo podría decirse, creo, de los escritores que nunca han pasado necesidad; es como si tuvieran para siempre algo incompleto, una especie de insuficiencia elemental, de asignatura de primaria suspendida.