¿Cómo hablar de esto?
Sobre El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle
Miércoles 17 de abril de 2019
"Laski no escribe desde adentro del lavarropas convulso del trauma: es como si se mirara a sí mismo en el momento de ser centrifugado por una máquina de dolor metafísico a la velocidad de setenta y tres páginas que te dejan mudo, sin poder decir nada". Matías Moscardi reseña la novedad de China Editora.
Por Matías Moscardi.
Hace unas semanas me enteré que voy a ser padre. Ese mismo día me había llevado a casa El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle (China Editora), para reseñar. No había mirado de qué se trataba: me gustó el tono lírico del título, emocionalmente inofensivo en apariencia, me gustó también la edición de China Editora, la tapa, la letra grande y un interlineado aireado que prometía lectura rápida. A las tres páginas se me hizo un nudo en la garganta, y otro en el estómago, y otro en el pecho: la novela narra la experiencia de un matrimonio que tarda diez años en concebir un hijo y, al momento del parto, lo pierde.
Sin embargo, Kotzwinkle elige la tercera persona para narrar el trauma. ¿Por qué no recurrir directamente a la primera, tratándose de una novela autobiográfica, letra por letra, donde en la contratapa se lee que el autor escribió el libro «con lágrimas en los ojos desde la primera a la última página»? Y finalmente: ¿por qué la tercera persona generó en mí un efecto mucho más calado, más profundo, más doloroso que una confesión directa? A medida que avanzaba la lectura, la angustia engordaba: estaba solo en un bar de Buenos Aires llamado «Tarzán» (¿?) y cada línea de prosa era como una pieza menos en mi Jenga emocional. Terminé la novela antes de que la torre se derrumbara: ¿y ahora cómo voy a hablar de esto? Después me di cuenta de que el dilema no era cómo voy a hablar yo de esto sino: ¿cómo hablar de esto?
En un acto reflejo de defensa me vino a la cabeza un texto de Georges Didi-Huberman llamado «La emoción no dice “Yo”», ensayo sobre las violentas imágenes de Auschwitz. Didi-Huberman dice que vivimos en una época de imaginación desgarrada. Las imágenes exigen de nosotros un arte de equilibrista, «afrontar el peligroso espacio de la implicación en el que nos desplazamos con delicadeza, corriendo el riesgo de caer a cada paso en la identificación». Esto quiere decir que las imágenes se vuelven ilegibles cuando pactamos al cien por ciento con el dolor que representan. Lo complejo, explica Didi-Ramone, sería «mantener el equilibrio utilizando el propio cuerpo como instrumento, ayudándose con la vara de la explicación, de la crítica, del análisis». Pero hay un problema: «explicación e implicación se contradicen». Si creemos en ese dolor, si nos identificamos con él, explicarlo deviene un acto cínico, de una frialdad deshumanizada.
Didi-Huberman recurre a su comodín Walter Benjamin para hablar de ese doble ejercicio, de esa doble distancia: «Un conocimiento en que somos al mismo tiempo objeto y sujeto, lo observado y el observador, lo distanciado y lo concernido». Ya en De Rerum Natura, Lucrecio traía a colación la imagen del «naufragio con espectador». Su finalidad era ética: el espectador de un naufragio no debe sentirse culpable por estar sano y salvo. La emoción de ciertas imágenes, explica Didi-Huberman, nos pone frente al mismo naufragio, una y otra vez: nos ahogamos en ellas por la imposibilidad culpógena que produce toda condición intransferible. Es, sin embargo, Gilles Deleuze quien apunta la frase del título: «La emoción no dice “yo”. [...] Uno se encuentra fuera de sí. La emoción no es del orden del “yo” sino del acontecimiento. Es muy difícil captar un acontecimiento, pero no creo que esa aprehensión implique la primera persona. Habría que recurrir más bien, como lo hace Maurice Blanchot, a la tercera persona, cuando dice que hay más intensidad en la proposición “él sufre” que en “yo sufro”».
Por eso no resulta azaroso que la novela de Kotzwinkle convoque, otra vez, la imagen del mar, del nadador, la metáfora líquida del naufragio, ni que su algoritmo narrativo sea la proposición «ellos sufren». La dificultad es que el texto de Didi-Huberman no me permite hablar de la novela de Kotzwinkle sino apenas explicar sus efectos. El acontecimiento trágico de la muerte de un hijo sigue operando como alienación de la afectividad lectora: tristeza o nada. La pregunta de la novela permanece inmutable: ¿cómo hablar de esto?
En un momento traumático, Laski, el padre, talla un ataúd para su hijo. Entonces llega a esta conclusión, en un monólogo interno en donde la primera persona irrumpe como un chispazo: «Construí una casa para nosotros, con un habitación para él, y ahora estoy construyendo su ataúd. No hay diferencia en el trabajo. Simplemente tenemos que continuar, con los ojos abiertos observando nuestro trabajo cuidadosamente, sin ningún pensamiento extra. Luego, fluimos con la noche». Dos cosas. La primera: el trabajo es indiferente; trabajamos para vivir y para morir. La segunda: la vida hace cualquier cosa para continuar, incluso matarnos o hacernos sufrir la mortalidad de los otros.
Antes, en el momento crucial del parto, Laski se pregunta: «¿Quién elegiría esto, este trabajo, esta aflicción? La vida nos esclaviza, nos hace desear tener hijos, nos da miles de ilusiones acerca de amor, y todo es con tal de poder avanzar». La vida tiene un poder abrasador, avasallante como una avalancha, espasmódico como un mar picado de olas inmensas que nos zamarrean sin respiro. Sin embargo, Laski no escribe desde adentro del lavarropas convulso del trauma: es como si se mirara a sí mismo en el momento de ser centrifugado por una máquina de dolor metafísico a la velocidad de setenta y tres páginas que te dejan mudo, sin poder decir nada, porque lo que acabo de escribir es esa nada misma, una coraza contra el dolor trabajado como una piedra preciosa en la prosa de la novela.
Por último, hay algo aún más tremendo, absolutamente horroroso, en la novela de Kotzwinkle, que quizás podría hasta identificarse con el acontecimiento literario, con la posibilidad de escribir una novela. Cuando pierde a su madre, Roland Barthes escribe en su Diario de duelo: «No quiero hablar por miedo a hacer literatura». De alguna extraña manera, la frase da a entender que la literatura banaliza el dolor real porque lo vuelve mundano: toda mediatización simbólica es devaluativa. Barthes descubre, en definitiva, que lo abrumador de ese duelo es el hecho de poder soportarlo: «Muchos seres me aman todavía, pero desde ahora mi muerte no matará a ninguno: ahí está lo nuevo». A la misma costa desierta llega el narrador-náufrago de El nadador en el mar secreto: «Vio la pena romper sobre ella por un momento, como una ola en un acantilado, pero al alejarse la ola el acantilado seguía ahí, el dolor no había podido hundirlo».