¿Acaso no matan a los caballos?
Por Luis Chitarroni
Viernes 08 de marzo de 2019
"El libro de Horace McCoy en castellano rioplatense, por así llamarlo, vibra en nuestras manos con la misma intensidad que el original": Chitarroni presenta la esperadísima novedad de Notanpuän.
Por Luis Chitarroni.
Horace McCoy tomó la precaución de borrar los datos singulares que pudieran distraer un prólogo de su obra maestra, They Shoot Horses, Don’t They (1935) con detalles biográficos. En realidad, parte de esa suprema impersonalidad le fue irradiada al libro desde esa especie de artificiosa anonimia para que con su hálito, misteriosamente, constituya uno de los raros pilares de la serie negra, con prescindencia providencial de una leyenda de autor.
El raro designio de su progenie se relaciona con un tipo de novelas a las que el género mismo –la novela negra, il giallo, la serie noir--- nunca terminó de acostumbrarse, tal vez porque en su rasgo de independencia reside la concavidad de una variante sin nombre. Por supuesto, quien decidió luego habitar esa concavidad fue, sin duda, Natahanael West ---The Day of the Locust, Miss Lonely Hearts---, pero la intención satírica o burlesca atenuaba también la estricta ausencia de color.El negro absoluto requerido no necesitaba valores intermedios ni menguas. Cualquier invención florida inventaba súbitos matices.
De acuerdo con un raro designio, la novela de McCoy es heroica y personal en el sentido homérico, algo que se abstuvo de mostrar mi recuerdo del film de Sydney Pollack, de 1969. La falta de cuidados de la realidad a secas podría ofrecerle a este film una indecisión definitiva ---lo hace, según sentencia del tiempo--(1) y arrastrar hasta ahí la novela, como un paliativo sociológico de los malos tiempos: gente que se inscribe hasta morir en maratones de baile para olvidar la miseria que habitan y los rodea. Los efectos se ordenan casi alfabéticamente para reencausar un best-seller (que el libro, creo, nunca fue) y ofrecer de paso la serie afanosa de motivos que bastarían para investir de actualidad una contratapa: borramiento del yo y la subjetividad (agotado a partir de Ortega y Gasset), inconciencia y brutalidad de la masa (agotado por el libro de Canetti), analogía entre sacrificio animal y humano (agotado por Michel Leiris).
Si bien poco, la historia de la literatura ---o la del arte a solas---, algo enseña. Cuando Horace McCoy escribe la novela, se venía de una sucesión estricta de malos tiempos en que vivir. Un conglomerado de años incluso, con su apariencia de nube compacta, no logra borrar del todo cierto ímpetu, aunque solo fuera cromático. La coalescencia de decadentismo y naturalismo entre dos siglos acostumbraba a los peor, y sin embargo… “La época exigía…”, le hizo escribir a Pound Hugh Selwyn Mauberley, “un metro de escayola y un cine prosaico.” Algo, sin embargo, dio a entender que el fulgor de lo efímero podía crear la ilusión por un tiempo prolongado, que veríamos aun el esplendor de la fiesta cuando esta se hubiera extinguido por completo. Aun retrospectivamente, escritores que descubrimos tarde supieron encontrar la ignición a los encuentros casi fortuitos, los desvanes, las fiestas animadas por un secreto alcohol, a espaldas de la ley seca. Un novelista del todo olvidado hoy, Thomas Beer (pero apreciado en el tiempo de su tiempo por Faulkner), le había sabido dar a los veinte ---años de flappers, charleston, Zelda y Scott--- la coloración necesaria: fueron los años Mauve, los años malva. El color como una floración, un despertar, íntimo primero, después contagioso, natural. (Natural adquirió un matiz ligeramente imbécil en estos tiempos de flojedad etimológica: se ha “naturalizado” (en los medios lo usan a destajo) “natural”. Cómo se extrañan los Flaubert, los Bioy Casares, lexicógrafos de la idiotez “natural”.
El tratamiento narrativo que le da Horace McCoy es admirable por la concisión y la economía. Con una estructura o mejor dicho, una especie de andamiaje edilicio a mano alzada, resuelve todo: la vasta explosión de esticomitias cercada por un pasillo o corredor de escurridizas didascalias arma un recurso narrativo de primer orden, sin arriesgar, por alguna previsión en fuga, que los personajes quedan tan bien trazados como en una novela con todas las prescripciones decimonónicas a la vista. Los personajes son perfiles, se precipitan a la catástrofe, son sombras chinescas. Los lectores los necesitamos así porque también la lectura es un certamen de velocidades. Tal vez la antecedencia de la muy celebrada Manhattan Transfer, de John Dos Passos, proporcionara ya claves, tal vez el primer Hemingway anduviera dando vueltas por el barrio, y hasta la deslumbrante inmediatez, un poco imprudente y anónima, de Scott Fitzgerald con su catástrofe, minimalista pero no ínfima, de despilfarro. W. M. Spackman publicó mucho más tarde, en los cincuenta.
Amontono crédulamente esta virtuosas antecedencias o contemporaneidades solo como escenografía o ambientación. En realidad, los críticos literarios intentamos, como siempre, antes de decidirnos a admirar, tener una coartada.
Cuando Fernando me pidió el prólogo le contesté que sí porque una superposición de recuerdos incrementaba mi curiosidad de escribir por o sobre They Kill the Horses, Don’ They. Era el film lo que recordaba, y aquello que creía daría ocasión para celebrar un enamoramiento unilateral que duró muchos años, de Barbarella a la prostituta de Klute y a la bellísima pacifista de Hanoi, Jane Fonda. Su actuación en al film de Pollack, que traslada sin pericia la novela, se ubica justo en el medio, cuando ella no repudiaba aun con tanto esmero sus condiciones innatas de femme fatale de la vieja escuela, para las que la dotaban esa cara de contorno perfecto, los abismales ojos azules y la voz oscura, cuyo limitado espionaje en los acentos la condenaba a ser otra víctima del método de Strasberg. Michael Sarrazin, de carrera corta, por lo que recuerdo, se adecuaba a duras penas al papel. Como un pajuerano exagerado, quedaba adherido rasposamente a la trama, mezcla de modelo descartado por Norman Rockwell y nunca aceptado por otro Fonda, Henry, protagonista de Las viñas de ira.
Hubo también un crítico literario de entre dos siglos, Walter Raleigh (Milton, Castiglione, Stevenson), considerado por John Gross, el más antiacadémico de los académicos (provenía de Oxford), que intentó incorporar a las teorías dominantes ---hoy persuasivamente difamadas como impresionistas o enciclopedistas--- la fisonomía del autor. Parecía avalarlo solo una rima o un ritornello (I wished I loved the Human Race/ I wished I loved his Silly Face…)* . No llegaron a nosotros las conclusiones, pero la única imagen que conozco de Horace McCoy revela el atildamiento de un amanuense o escriba sin tacha (le faltan solo esas especies de mangas blancas que protegen las mangas reales y no sé cómo se llaman). Posa detrás de su máquina de escribir, y lo más notable es la raya al medio que le impone una calidad tan simétrica al pelo engominado que cada uno de los mechones que separa parecen hemistiquios gemelos. Pero tal vez no sea vano fijar algunas impresiones sobre ciertos paralelismos que esa imagen puede provocar en relación a esa única vieja noción que manejamos aun cuando hablamos de la singularidad de una escritura, el estilo. Y, como ya dijimos, el estilo de McCoy es de intensidades parejas. Corre y corre, se disemina y hasta se escurre sin debilitarse ni difuminarse jamás. Obliga a mirarlo de frente, como el de Hemingway en los cuentos imprescindibles (The Killing, The Short Happy Life of Francis Macomber), pero sigue defendiéndose bien aun cuando lo vemos avanzar de soslayo, como el Gertrud Stein o el de Thornton Wilder.
La traducción acerca muchísimo el texto de McCoy sin cambiar las condiciones del pacto de lectura. Como Pirí Lugones con Dylan Thomas, Cabrera Infante con Joyce, (no me acuerdo ya muy bien si) Piglia con Hemingway, el traductor decidió de esta manera traer la novela a la lengua y a los coloquialismos de uso común acá. El procedimiento acarrea una gran ventaja de vecindad y familiaridad, pero también un gran peligro: el de convertir Gales (o Swansea) en Monte Hermoso, Dublín en el malecón de La Habana y Ketchum, Idaho, en un distrito no muy lejano del Abasto, con toreros de Pa Hemingway ( andaluces en Madrid, para colmo), que putean como si estuvieran en Núñez o en Barracas. No obstante, esas pista de baile lejanas (el yowsa yowsa yowsa, que traerían a colación para la música disco Nile Rodgers y Chic, cuando los late seventies detonaran su salsa voluntaria y no tan efímera de adulterios cruzados y cocaína en las pistas, que sirven en el film de úkase,) siguen estando serena y sabiamente donde las puso McCoy. El traductor, resolvió todo con gracia proverbial, acercándose con tanto cuidado al filo del original que lo que se puede pedir y lo que se agradece es exactamente lo mismo. El libro de Horace McCoyen castellano rioplatense, por así llamarlo, vibra en nuestras manos con la misma intensidad que el original.
1) El año ’69, sinuosa tautología, fue un año bisagra, separó la euforia del mayo francés del cruce de Abbey Road que descompartimentó a los Beatles y les ofreció una menos exitosa carrera solista. Pareció inaugurar una serie de adaptaciones milagrosamente imperfectas, que no culmina con la que Robert Altman hizo de The Long Goodbye, con Eliot Goud como protagonista.
*Algo así como: Hubiera amado al género humano,/
Su tonto semblante tan cercano.