Una conversación de fantasmas
Por Leonardo Sabbatella
Martes 23 de abril de 2019
"Suele ser habitual que ciertos poetas, al no conseguir una obra compleja o profunda, sin peso estructural ni específico, prefieran ser confusos, ambiguos, efectistas. Darío Rojo, por el contrario, no sólo es un poeta extraordinario, sino que ha hecho de la austeridad y la precisión una máquina impredecible". Una lectura de La sexta armonía (Ediciones Del Dock).
Por Leonardo Sabbatella.
Suele ser habitual que ciertos poetas, al no conseguir una obra compleja o profunda, sin peso estructural ni específico, prefieran ser confusos, ambiguos, efectistas. Darío Rojo, por el contrario, no sólo es un poeta extraordinario, sino que ha hecho de la austeridad y la precisión una máquina impredecible de imágenes, ideas y secuencias de pensamiento.
Los poemas de La sexta armonía (Ediciones Del Dock) son extrañamente relatados y, a la vez, como no podría ser de otra manera en Rojo, profundamente anti-narrativos. ¿Cómo logra eso? A través de su máquina de fallas, de repeticiones imperfectas, que no caen nunca dos veces en el mismo lugar. Y lo hace con una aparente facilidad pasmosa (una de esas habilidades que hace creer que de verdad es fácil ejecutar esos trucos de magia blanca).
La sexta armonía avanza pero no se mueve de lugar. Vive en un loop, en el recuerdo de una escena de tenis en el KDT, en un golpe amateur donde pareciera haberse abierto un punto de fuga para escribir sobre cada cosa que se le ocurre en una asociación tan lógica como libre.
A poco de empezar, Rojo anota: “antiguos peinados nuevos”. Y ahí está inscripto su leve anacronismo (y también su humor), una relación con el tiempo que no es la de la rareza (los raros peinados nuevos) sino la de la lejanía, como si también hubiera podido escribir “los ex raros peinados nuevos”. Rojo cambia de tiempo cada cosa que toca.
Ya en el poemario “Civilización” entregaba una contraseña de lectura a través de un epígrafe. Antes de empezar transcribe una cita de Valerie Labaud: “acostumbraos a ver cada cosa actual como desfasada”. Y los poemas de Rojo son pequeños métodos (procedimientos infantiles y fantásticos) de producir distancias, lejanías temporales, opacidades sobre las imágenes comunes, intervalos geográficos como si de pronto los lugares hubieran cambiado sus coordenadas y los objetos (una rana de vidrio, el capot de un Falcón) ahora fueran otros, un poco más remotos, un poco más misteriosos.
Y, de paso, como si fuera poco, se lleva puesto el realismo ramplón y a media generación de poetas insustanciales: “Y así como la nieve exagera / los cambios de la naturaleza, / el realismo se ha convertido / en el asesino del realismo, / en donde no hay banalidad mayor / que los propios intereses”. Rojo trabaja sobre la realidad para volverla fútil, ficcional, un gran simulacro de operaciones mentales. La sexta armonía, tal como indica su nombre de origen oriental, es sobre todo un sonido, un movimiento del ruido, un canto de pájaro mecánico.
¿Cuáles son los poetas que le gustan a Rojo? ¿Lee a John Ashbery y a William Carlos Williams el mismo día? ¿Cómo puede ser que sus poemas, menores, periféricos, precisos como si lo hiciera con regla, pertenezcan a tantos lugares distintos? ¿Y de George Oppen qué piensa? ¿Escribe a lápiz? ¿Tiene siempre cerca un libro de Wallace Stevens? Los poemas de Darío Rojo son una larga y lenta conversación de fantasmas.