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Un mundo sin Kurt Cobain

Por Matías Moscardi

"Los Diarios de Cobain forman parte de la mejor literatura", dice Matías Moscardi en esta lectura de la reedición facsimilar de Reservoir Books, a 23 años de la muerte del cantante de Nirvana.

Por Matías Moscardi.

Si abril es el mes más cruel es porque Kurt Cobain decidió tomarse vacaciones permanentes el mismo mes que T.S. Eliot inmortalizó con el verso inicial de La tierra baldía. El mes pasado se cumplieron 23 años de la muerte de Kurt y la reimpresión de sus Diarios resurge de las cenizas como el ave fénix del grunge en las librerías de todo el mundo.

Roland Barthes decía que el amor bloquea la escritura. Creo que, por eso, nunca pude escribir nada, al menos sistemáticamente, sobre Nirvana, ni mucho menos sobre Kurt Cobain. Un gran amor me lo impedía. Quisiera decirlo de entrada: los Diarios de Cobain forman parte de la mejor literatura. Esta mínima distancia genérica, quizás, será lo que me permita, además de recomendarlos con el fervor ciego del fanatismo, ensayar alguna lectura posible. La bibliografía sobre el género del «diario íntimo» es profusa. La vida íntima de los grandes escritores suele ocupar el centro del cuadro autobiográfico. Pero en el caso de los Diarios de Cobain el foco cambia: porque lo que contienen estos cuadernos escritos a mano es la vida condensada como una droga de la última estrella de rock.

Una de las marcas históricas del suicidio de Cobain tiene que ver, precisamente, con sus orígenes: Kurt provenía de una familia de clase media baja, su padre trabajaba como peón en la industria maderera –empleo que era moneda corriente en Aberdeen. El suicidio de Cobain significó, por lo tanto y desde entonces, un deceso de clase en el mundo de la música mainstream: ¿existió alguna estrella de rock masivo, después de Kurt, proveniente de la llamada working class norteamericana? Y algo de eso insiste, me parece, como remanente en el carácter artesanal, low-fi y fanzinero de sus Diarios: la edición de Reservoir Books –una amplia selección del volumen completo en formato fascimilar que se editó en los Estados Unidos– contiene imágenes de sus cuadernos a partir de las cuales entramos en contacto con su caligrafía, la forma de una letra, su presión cardíaca, sus tachaduras, sus comentarios al margen. Además, esto permite apreciar un aspecto frecuentemente olvidado: el hecho de que Cobain era un gran artista. Ahí están, junto con sus elucubraciones cotidianas y sus letras infantiles y melancólicas, una serie de dibujos, tempranas historietas antifascistas y antimachistas, bocetos para remeras de Nirvana, ideas gráficas para tapas de álbum y varios collage con fotos de guitarras.

Este contacto con la letra manuscrita y su sensibilidad plástica me parece fundamental como clave de lectura: ahí está el cuerpo de Cobain, el ritmo de la mano y sus avatares, la conexión entre la escritura y el rasgueo de una guitarra: «cuando tu guitarra esté desafinada, desentona con ella», escribe Kurt. Efectivamente, en sus Diarios, vemos, en vivo y en directo, el proceso de creación y corrección de sus letras, una inflexión vocal que fluctúa entre la afinación y la desafinación, y a la vez el proceso de gestación de una estética: el grunge. Para los que no saben qué es el grunge, después del suicidio de Cobain, Krist Novoselic, bajista de Nirvana, dijo en una entrevista: «el grunge fue el nombre que tuvo el rock por unas semanas». El original de «Smell Like Teen Spirit», emblema del género, mantra radial de una generación, se encuentra repleto de tachaduras violentas y cambios bruscos que indagan como búsqueda, en varios borradores sucesivos, el sonido del texto, la ecualización de un pedal de distorsión verbal para la propia escritura, hasta dar con la versión definitiva, con el granulado entre límpido y lluvioso característico de Nirvana.

Como Georges Perec, Kurt amaba hacer inventarios: de bandas, discos, temas. Contraria a la imagen pública que construía, los Diarios nos muestran una versión de Cobain obsesiva por los mínimos detalles: los temas de Nevermind, por ejemplo, están catalogados como «felices», «tristes» y «enfermos» en una lista que busca un ritmo fluctuante y equilibrado entre estos estados de ánimo musicales, la bipolaridad sonora que, en efecto, encontramos en la sucesión final de las canciones del disco. Por eso, la lectura de los Diarios remite, también, a la experiencia de una escucha, ya que Kurt parece escribir del mismo modo en que compone música: oscila entre una euforia que desborda vitalismo y una depresión tan asfixiante como esas «zanjas oscuras» que menciona César Vallejo en su poema «Los heraldos negros»: «las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema» –otra buena definición del grunge, por cierto. Los Diarios de Cobain, además, son poderosos a nivel narrativo: la escena de su primer intento de suicidio es impresionante, mezclada a su vez con pequeñas fábulas punk para niños, como cuando compró su primera guitarra con el dinero que obtuvo de la venta de armas de sus padres; o el gran relato en forma de mito fundacional de su primera Mustang para zurdos, que compró por veinte dólares a un grupo de universitarios que querían deshacerse de ella porque les parecía una guitarra vieja y pasada de moda; o cuando colaboró con William Burroughs en su relato «The Priest They Called Him», para el cual Cobain grabó, de fondo, unas guitarras ruidosas y desafinadas; hasta su extraña y sufrida enfermedad de estómago.

El año pasado, cuando se estrenó Montage of Heck, un documental con material filmográfico íntimo e inédito de la vida de Kurt, me di cuenta de que muy pocas veces había visto a Cobain reír. Incluso cuando está con su hija pequeña, en su casa, lejos del acople de los recitales, con su esposa, Kurt jamás reía. Recuerdo que eso me entristeció mucho. Pero al mismo tiempo me llevó a repensar su obra, sus canciones y los procesos creativos que aparecen en sus Diarios: si empecé diciendo que este libro forma parte de la mejor literatura es porque precisamente no encontraremos, acá, a ese tipo real, tierno y a la vez parco, que nunca reía, que se llamó Kurt Donald Cobain y que amargamente se suicidó a los veintisiete años; por el contrario, en sus Diarios se hace presente el genio vital y enérgico de Kurt, el rubiecito punk que cambió la historia de la música para siempre.

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