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Releer a Tolstói, 130 años después

Por Luciano Lamberti

¿Qué tiene una novela publicada en 1889 para decirnos hoy? La sonata a Kreutzer, "quizás la novela más copiada de Tolstói, la más moderna, la que dejó una estela más profunda", acaba de ser reeditada por Editorial Barenhäus. "Leído desde hoy, podemos pensar su monólogo como el relato de un femicida", dice el autor de El asesino de chanchos.

Por Luciano Lamberti.

 

¿Cómo reseñar un clásico, un libro que se lee con “previo fervor” y que la historia de la literatura ya juzgo y aprobó muchos años atrás? Pese a que Ana Karenina es una de las novelas que más veces releí, que sus cuentos y especialmente esa novelita corta que se llama La muerte de Iván Illich son una especie de biblia para mí, nunca había leído La sonata a Kreutzer (ahora reeditada por Editorial Barenhäus, con traducción de Alejandro Ariel González) quizás la novela más copiada de Tolstói, la más moderna, la que dejó una estela más profunda. Y lamento no haberlo hecho antes, porque me dio mucho placer, porque me parece terriblemente actual y porque es bastante parecida a la perfección.

Tolstói no se preocupaba, en general, por la forma de los textos. No lo necesitaba. Lo experimental, por lo menos en su superficie, no es de su predilección. Es un narrador lo suficientemente potente como para fingir cierta inocencia, cierta crudeza de los materiales (aunque es evidente que lo suyo, como se ha dicho tantas veces, es la aparente sencillez). Sus narradores suelen estar en 3ª persona, ser omniscientes de un modo casi escolar, contarlo todo y sin embargo tener siempre un as bajo la manga. Tolstói no es Joyce, no juega con las palabras, no introduce puntos de vista sorprendentes o variaciones temporales. Cuenta las historias de principio a fin, con un lenguaje llano, que no se distingue mucho del lenguaje coloquial de su época, sin golpes de efecto ni grandes aspavientos técnicos, y sin embargo llega a lugares que pocos alcanzan.

La sonata a Kreutzer, sin embargo, es una novela que en gran medida busca un trabajo formal un poco más delicado. Planteada como relato dentro de un relato, cuenta la historia de una conversación y sus derivaciones. Su tensión está regida por ese principio, su tiempo está acotado al de un recorrido en tren en el que dos viajeros se ponen a hablar. Su forma general es la de la confesión: alguien cuenta su pecado, la falla que lo ha llevado a ser quien es. En la literatura argentina hay al menos dos ejemplos ilustres de ese formato: el cuento ¿Cómo vuelvo?, de Hebe Uhart, donde una maestra le confiesa a otra el “pecado” que ha cambiado por completo su vida, y La forma de la espada, de Borges, donde un rebelde irlandés tuerce la forma de contar una historia para que su traición su devele en la última impresionante línea: “Ahora, desprécieme”. Sandor Marai es también uno de sus continuadores favoritos, con sus novelas que narran un encuentro único, una conversación que cambiará la vida de sus personajes para siempre. La confesión es un gran género literario: se confiesan los secretos, y si algo es secreto, entonces es interesante, y entonces echa a andar la maquinaria narrativa, que siempre ronda un punto ciego, lo innombrable. Es, también, la gran regla moral con la que se miden los actos y sus repercusiones casi cósmicas en la vida de los personajes. “Perdóneme”, es lo último que dice el protagonista, pidiendo la misma redención a su interlocutor que se le pide al sacerdote en una confesión católica. Con esta novela, Tolstói entra en su llamada “tercera etapa”: la de su conversión mística, la que lo llevará, años después, a morir en una estación de tren como cualquier anacoreta de barba blanca, aunque haya sido en su tiempo una celebridad.

Pero ¿qué tiene una novela publicada en 1889 para decirnos hoy? ¿Y porqué nos sigue hablando a nuestro corazón y nuestra mente cuando, como lo demuestra la misma novela, era un libro que respondía a debates muy precisos de su época, a cambios en la forma de concebir la pareja, el sexo, el placer y la vida en sociedad que se estaban produciendo en esos años en Rusia? El libro plantea la historia de Pózdnishev, un hombre de clase alta, que ha vivido una juventud sibarita, ha querido encontrar en el matrimonio la forma de sosegarse, ha descubierto la falsedad de las instituciones humanas (sobre todo la del matrimonio) y ha acabado por matar a su mujer.

Leído desde hoy, podemos pensar su monólogo como el relato de un femicida. Pero no un alegato que busca justificar su inocencia (aunque en gran medida, lo vemos, su comportamiento no ha sido un producto único y exclusivo de su comportamiento, sino también el de una sociedad donde la hipocresía y los mandatos son más fuertes que los propios individuos) sino todo lo contrario: una confesión, como decíamos antes, de su propia debilidad, del pecado que arrastrará por toda su vida.

En gran medida, el problema de Tolstói, de su literatura en general, son las mujeres: la forma en que las mujeres cuestionan el orden establecido. Mujeres bellas y fuertes, como dice la canción, que por seguir a su deseo ponen en riesgo todas las certezas cómodamente empaquetadas sobre el género. La maternidad, sin ir más lejos, ese lugar intocable del pensamiento, es cuestionada una y otra vez. Y desde ese punto, todas las pinturas con que los hombres definen a las mujeres (como vírgenes o como putas, para simplificar) son puestas en duda por sus personajes. La mujer es un enigma, casi un objeto de estudio, o una palanca con la que mover las fuerzas sociales. El mundo se organiza alrededor de ellas, de su insatisfacción y de sus deseos, no de los hombres, y son ellas las que nunca estarán del todo “domesticadas”, porque son parte de la naturaleza.

Tolstói tenía una doble capacidad: por un lado era capaz de captar los cambios de época, el choque entre las viejas formas de pensar y lo que iba a venir; por otro, estaba como fuera del tiempo, como fuera de los condicionamientos de su clase, de la sociedad que lo rodeaba, capaz de ver siempre más allá. Toma debates muy candentes (como si hoy hablara, por ejemplo, del feminismo o del aborto) y los convierte en fábulas que pueden ser leídas por cualquiera en cualquier parte.

El sexo, parece decirnos La sonata a Kreutzer, es el gran problema del hombre. Un deseo irrefrenable que, según el último Tolstói, es necesario eliminar para vivir en paz. La “lujuria”, lo llamaba John Irving en El mundo según Garp, la que mueve la rueda de la fortuna para llevarnos a un lugar donde siempre los que pagan son los inocentes. Pózdnishev, el protagonista de la novela de Tolstói, repasa su educación sentimental y sexual, y con ella las formas en las que la sociedad determina nuestros comportamientos de forma ciega, inconsciente. Pózdnishev mata a su mujer por celos, quizás por error, nunca se revela la verdad, y es culpable e inocente a la vez: en esa ambigüedad se juega lo mejor de la novela.

Ahora bien: si en la novela todos esos elementos están puestos en tensión, si la ambigüedad y los dilemas irresolubles son los que complejizan y problematizan esas verdades a medias, en el Epílogo de esta edición eso que está vivo se desinfla y muere. “He recibido y recibo aún muchas cartas de desconocidos pidiéndome explicar en palabras claras y sencillas lo que pienso acerca del tema de mi relato intitulado La sonata a Kreutzer”, arranca. Todo lo que había de interesante, de problemático y de revulsivo en la historia, se vuelve a partir de ese momento didáctico, moralista y un poco bobo. Tolstói, que debería haber amablemente mandado a pasear a todos esos desconocidos, diciéndoles “Si no ha entendido el libro, puede leerlo otra vez, y otra, y otra, hasta memorizarlo”, se pone por el contrario en la tarea de explicar su libro, que es lo peor que puede hacer un escritor.  “Y yo quise decir que eso está mal, porque no puede ser que por la salud de unas personas haya que echar a perder los cuerpos y las almas de las otras”, etcétera, etcétera, etcétera. Salvando las distancias, lo mismo pasa con el último Cortázar, el “histórico”, que pensaba que sus cuentos tenían que dejar bien claro quiénes eran los buenos y los malos en la sociedad, para que no haya confusiones.

Creo que todo escritor de verdad ignora lo que escribió, y que eso es mejor. Cuando moraliza, cuando da cátedra, el gigantesco Tolstói se vuelve un pesado. Cuando narra una historia (que es una forma única de pensar, de hacer pensar, de generar conocimiento o más bien interrogantes), cuando deja al lector sacar sus propias conclusiones es cuando la novela vuelve a hablar, no solo de su época, sino también de la nuestra. Por eso les recomiendo: prescindan del epílogo, amigos.

 

 

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