Los libros de la buena memoria
Georges Perec, en el centro del recuerdo
Martes 25 de julio de 2017
"Algunos recuerdos tienen sabor, olor, luz. Otros son crepúsculos melancólicos o caen como tormentas salvajes. Muchos de ellos ni siquiera sabemos dónde han estado escondidos". Christian Kupchik se interna en Me acuerdo, de Georges Perec, y rastrea a su ancestro Joe Brainard y a sus émulos, entre los que se cuenta Édouard Levé.
Por Christian Kupchik.
Un tren se detiene. Desciende una gran cantidad de gente: viejos, jóvenes, hombres y mujeres. Son conducidos a una casa que no tiene nada de particular. Allí serán recibidos por otras personas que les explican su nueva situación: están todos muertos, les informan. Alguno se mostrará sorprendido. Los tranquilizan diciendo que el viaje continuará, pero con una condición. Sólo una. Deben escoger un recuerdo, cualquiera. Sólo uno. Lo contarán intentando recrear hasta sus más mínimos detalles y luego la gente de la casa, con esos datos, procurará reproducirlo visualmente. Volverán a experimentar ese recuerdo y seguirán viaje.
Este es el punto de partida de After life (1998, también conocido en Japón como Wandafuru Raifu o Wonderful life), film del director Hirokazu Koreeda. Los recuerdos que se eligen para abrirse paso al más allá son variados, muchos de ellos insustanciales y algunos casi imposibles, como el hombre que decía tener memoria de su vida uterina. Otros, en cambio, no podían recordar y esa imposibilidad los limitaba a permanecer en una suerte de limbo: la casa. Deberían colaborar con los recuerdos de los demás.
Veinte años antes de la aventura de Koreeda, el francés Georges Perec publica Je me souviens (Me acuerdo, reeditado ahora por Impedimenta) una obra singular que reúne 480 evocaciones que el autor fue recogiendo entre enero de 1973 y junio de 1977. Este conjunto de miniaturas nostálgicas que llegan como epifanías, Perec las definió como “pequeños fragmentos de cotidianidad que fueron vividos y compartidos y luego olvidados. Sin embargo, de repente regresan, por azar o porque han sido buscados entre amigos una noche: es algo que aprendimos en el colegio, un campeón, una canción, un cantante, un escándalo, un slogan, un traje o una costumbre, totalmente banal, que por un milagro es arrancada a su insignificancia y es reencontrada por unos instantes, provocando unos segundos de una impalpable y pequeña nostalgia”.
Un personaje de Woody Allen afirma en un momento de Stardust Memories que “no sabría decir si un recuerdo es algo que tienes o que has perdido”. Algo así podía también suscribir Perec, quien abre su estrambótica novela W o el recuerdo de la infancia (1975) con una tajante confesión: “Yo no tengo recuerdos de la infancia”. Y en virtud, es cierto, ya que sus padres fueron víctimas del Holocausto y a ellos les está dedicada la obra: “Escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble cuyo trazo está en la escritura; la escritura es el recuerdo de su muerte y la afirmación de mi vida”.
Si bien puede parecer que la dinámica que impulsó estos recuerdos es afín a los ejercicios de escritura del grupo experimental Oulipo (Ouvroir de Littérature Potentielle, o Taller de Literatura Potencial), del que Perec formó parte junto a Raymond Queneau, Italo Calvino o el matemático François Le Lyonnais, entre otros grandes nombres que apostaron por una participación lúdica en la creación, y a la vez que el tema de la memoria siempre fue central para Perec, en verdad él mismo reconoció cierta deuda con I remember, del escritor y pintor norteamericano Joe Brainard (1942-1994), publicado por primera vez en 1970. Artista iconoclasta, provocador, original hasta las vísceras, los pequeños apuntes de Brainard despertaron en Perec la pasión por la búsqueda de lo efímero, esa pequeña huella del tiempo que quedó grabada sin significación aparente alguna. Curiosamente, el sistema dialoga a la vez con Marcel Proust: el tiempo se difumina en la magdalena humedecida antes de llegar a la boca.
La línea iniciada por Brainard y Perec encontró rápidamente nuevos émulos. A través de Mi ricordo, Marcelo Mastroianni relata su vida (Sí, ya me acuerdo. Barcelona, Ediciones B, 1997; el libro es una transcripción del documental Si, io mi ricordo). Los últimos en sumarse al experimento han sido la dibujante libanesa Zeina Abirached con su Je me souviens Beyrouth (París, Cambourakis, 2008) y el verdadero heredero de Perec, Édouard Levé (1965-2007) por medio de su Autoretrato (2005, Eterna Cadencia, 2016). Aunque en este caso los recuerdos no aparecen fragmentados como en sus antecesores, sino hilvanados en un solo texto.
En verdad, Perec ya había planteado largamente las reglas de su proyecto en una carta dirigida al crítico Maurice Nadeau el 7 de julio de 1969, aunque su programa se dividirá en dos, entre W o recuerdos de la infancia y Me acuerdo, además de los textos primero descartados y luego recogidos en Lieux (Lugares, 1969-1975). La fórmula es paradojal, al punto que se podría hablar de una autobiografía bajo coacción, aunque el autor descree del valor testimonial autobiográfico. Por eso apela a trozos inocentes de memoria allí donde otros escarban en los bosques ocultos de sus vidas. Algunos recuerdos tienen sabor, olor, luz. Otros son crepúsculos melancólicos o caen como tormentas salvajes. Muchos de ellos ni siquiera sabemos dónde han estado escondidos. En el caso de Perec, aparecen numerosos nombres propios que no tienen ninguna resonancia para el lector que no compartió su espacio ni su tiempo. De nada sirve la consulta para averiguar que Xavier Cougat fue un catalán que impuso ritmos como la conga o el mambo en Hollywood, o que Emil Zatopec fue un corredor de fondo checo que sin que nadie entendiera cómo batió varios récords y se llevó la medalla dorada en las Olimpíadas de Helsinki de 1952. Lo mismo puede aplicarse a marcas, actores, dibujantes o el “jarrón de Soissons” (#366). Ni siquiera la oportuna nota al pie que trae alguna luz tendrá significado en el sistema que pertenece sólo a quien lo recuerda (o quienes lo pueden compartir). Pero tampoco tiene mayor importancia.
Y no la tiene, porque en el juego que opera Perec de manera más que astuta, hay dos ingredientes que resultan fundamentales. El primero es la repetición por cuatrocientas ochenta oportunidades de las palabras “Me acuerdo de…” con las que abre cada cita, al punto de convertirlas en un mantra que se filtra en la propia conciencia del lector, quien llegará a apropiarse del recuerdo (o reemplazará de forma automática por uno personal). El segundo elemento participa, justamente, del espíritu lúdico del ejercicio. “Me acuerdo de que soñaba con llegar al Meccano nº 6” (#420), e inmediatamente después: “Me acuerdo de los soldaditos de plomo (de plomo de verdad) y de los soldaditos de arcilla” (#421). El Meccano era un juego muy popular y extendido en todo el mundo occidental en las décadas del ’50 y ‘60: formas que se encastraban a través de tornillos y tuercas para concebir otras formas. Los soldaditos de plomo (“de plomo de verdad”) lo mismo: eran los protagonistas de batallas ideales. No es difícil asumir esos recuerdos como propios. Perec tendría entonces ocho o diez años. Veinte después construiría el más complejo mecanismo de la literatura francesa del siglo, un enorme artefacto de piezas intercambiables, engranajes, ruedas, roscas, llaves que ponen en movimiento el gigantesco Meccano de la Memoria.
Perec se acuerda que su tío “tenía un 11 CV con matrícula 7070 RL2” y que los modelos Peugeot eran bautizados con números que cobraban significados concretos. El catálogo, la guía, el inventario de datos inútiles que al principio despierta una sonrisa y luego, a medida que se avanza, se cae en la cuenta de que hay elementos y partes intercambiables, sustitutas, reemplazables entre sí. Por alguna secreta razón, todas ellas nos explican.
El #480 queda abierto: “Me acuerdo…” A continuación, Perec pidió a los editores que se dejaran algunas páginas en blanco para que los lectores pudiesen rellenarlos con sus propios recuerdos. Como en el film de Koreeda, necesitamos reconstruir un recuerdo, cualquiera, para que nuestro viaje pueda continuar.
Una colaboración. “Me acuerdo de un libro titulado Me acuerdo que invitaba a recordar…”