Vamos a cruzar el infierno
Viernes 03 de enero de 2014
El prólogo que William Carlos Williams escribió para Aullido, el clásico beat de Allen Ginsberg, un largo poema que pasa revista a las injusticias de la sociedad norteamericana.
Por William Carlos Williams.
Cuando conocí a Allen Ginsberg, los dos éramos más jóvenes. Era un joven poeta, hijo de un poeta de renombre, y vivía en Paterson, Nueva Jersey, donde nació y se crió. De constitución menuda en lo físico, en lo mental estaba muy trastornado por la vida que había llevado en Nueva York durante los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Siempre estaba a punto de «marcharse», aunque no parecía importarle demasiado adónde, y me causaba una profunda desazón, pues siempre temí que no viviera lo suficiente para escribir un libro de poemas. Su capacidad para sobrevivir, viajar y escribir me asombra, sinceramente. Y no me asombra menos que haya sido capaz de desarrollar y perfeccionar su arte.
Y ahora, al cabo de quince o veinte años, nos ofrece un poema sensacional. Todo demuestra que, literalmente, ha viajado a los infiernos. Y durante el viaje conoció a un hombre llamado Carl Solomon, con quien compartió, en medio de las jugarretas y las penalidades de la vida, algo que sólo puede describirse con las palabras que ha utilizado él para hacerlo. Es un aullido de derrota. Aunque, en realidad, no se trata de una derrota, pues ha pasado por esa experiencia igual que si fuera algo corriente, trivial. En esta vida todos sufrimos derrotas, pero un hombre, si lo es de verdad, nunca se siente derrotado.
Es Allen Ginsberg, el poeta, quien ha padecido en su propia carne las horripilantes experiencias de la vida que describe en estas páginas. Lo más maravilloso de todo no es que haya sobrevivido, sino que en las profundidades del abismo haya encontrado a un compañero al que amar, un amor que celebra en estos poemas de un modo claro y directo. Pensemos lo que pensemos, no demuestra que, aunque pasemos por las experiencias más degradantes que la vida le pueda deparar a un hombre, el espíritu del amor sobrevive para ennoblecer nuestras vidas si tenemos buen humor, valor y fe –¡y arte!– para persistir.
Es la fe en el arte de la poesía lo que ha acompañado a este hombre en su Gólgota, mientras experimentaba padecimientos similares en todos los aspectos a los que sufrieron los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Pero él los experimentó en nuestro propio país, sin salir de esa tierra en la que tan a gusto nos encontramos. Somos ciegos, y nuestras vidas transcurren en la ceguera. Los poetas están malditos, pero no están ciegos: ven con los ojos de los ángeles. Este poeta ve en todas partes, a su alrededor, los horrores de los que nos hace participar hasta en los más íntimos detalles con su poema.
No trata de evitar nada, sino que apura la copa de la experiencia hasta el fondo. La hace suya. La reclama como propia y, según podemos comprobar, se ríe de ella e incluso tiene el tiempo y el descaro suficientes para amar a un compañero de su elección y dejar constancia de ese amor en su magnífico poema.
Levántense los bordes del vestido, señoras, porque vamos a cruzar el infierno.